Un cuarteto de primeras figuras


Tradicionalmente, en el cine español han sobresalido los actores llamados “secundarios”, muchas veces por encima de las figuras principales. Gentes como José Isbert, Manolo Morán, Manuel Alexandre, Agustín González, Félix Fernández, Antonio Riquelme, Juan Calvo, Julia e Irene Caba Alba, Guadalupe y Matilde Muñoz Sampedro, Julia Lajos, María Luisa Ponte y tantos otros destacaban en cuantas escenas intervenían, dotando de veracidad y cercanía a personajes casi siempre episódicos. Sobre todo, en el terreno de la comedia, para el que su habitual experiencia teatral les había dotado de sentido de la oportunidad a la hora de “colocar sus frases” y lograr que el espectador se identificara con ellos. Fue Berlanga, en títulos como ‘Bienvenido, Mr. Marshall’, quien más y mejor los valoró, convirtiéndolos en parte fundamental de su filmografía.


Al considerarse como despectivo el término “secundarios”, ahora se habla de “interpretación de reparto”, y así se les denomina en los Premios Goya. Que, en la vertiente masculina de la categoría, reúne este año a cuatro actores de primera fila, acostumbrados a ser cabecera de cartel: Antonio de la Torre, Karra Elejalde, Eduard Fernández y José Sacristán. Todos ellos con Goyas a sus espaldas, dos en el caso de Eduard Fernández (por ‘Fausto 5.0’ en 2002 y ‘En la ciudad’ en 2004) y una estatuilla en los de Antonio de la Torre (por ‘AzulOscuroCasiNegro’ en 2007), Karra Elejalde (por ‘También la lluvia’ en 2011) y José Sacristán (por ‘El muerto y ser feliz’ en 2013), además de numerosas nominaciones en los dos primeros casos. Cuatro actores de fuerte personalidad, que han desarrollado una carrera muy valiosa y repartida entre diversos géneros y que son garantía de calidad en cuantos repartos intervienen.

Sin embargo, su peso dentro de las películas por las que ha sido nominados resulta muy diferente. Interpretando a Rodrigo, el padre de las dos adolescentes desaparecidas en ‘La isla mínima’, “un hombre atormentado con muchos problemas”, según su propia definición, Antonio de la Torre tiene prácticamente solo dos secuencias en las que demostrar su talento. Intensas, sin duda, bien actuadas, pero que quizá “sepan a poco” a la hora de las votaciones. Sucede algo similar con el Sergio de Eduard Fernández en ‘El Niño’, ese policía nacional destinado en el Estrecho capaz de todo en beneficio de su hija María, que pese a tener mayor presencia en la trama y acabar siendo decisivo dentro de ella, solo traspasa la pantalla por la contención y sobriedad ya habituales en el gran actor catalán.

Más relevante es el papel de Karra Elejalde en ‘Ocho apellidos vascos’, con su encarnación de Koldo Zabala, el padre de la protagonista cuyo abertzalismo a ultranza determina toda la historia y genera varios de los momentos más divertidos de la comedia en sus diálogos con Dani Rovira, llenos de malicia y desparpajo. Lo único “temible” de que el Goya vaya a las manos de Karra Elejalde es que sus palabras de agradecimiento sean tan prolongadas como las que pronunció al recibirlo por su trabajo en el film de Icíar Bollaín y que han quedado como paradigma de “discurso no deseable” en la Gala…

Mientras que, aparezca o no, el influjo de José Sacristán sobre ‘Magical Girl’ planea sobre toda ella. Su Damián abre el relato y se hace especialmente presente en la parte final y en su desenlace, donde el actor alcanza momentos magistrales en el dominio del subtexto de las situaciones. Resulta curioso que tras una filmografía de varias décadas, que le ha convertido en todo un “clásico” del cine español, sea con directores de la nueva generación –como Javier Rebollo o Carlos Vermut– cuando Sacristán esté accediendo a los Premios de la Academia.


Y permítanme una lamentación final: que el magnífico Álex Angulo, fallecido el pasado verano en accidente de coche, no haya sido siquiera nominado por su encomiable interpretación en ‘Justi&Cía’, tras serlo en tres ocasiones sin lograr nunca el Goya, me produce una gran tristeza. Habría sido, además, un justo y adecuado homenaje a su memoria.

(Publicado en "El Norte de Castilla", de Valladolid, 27 de enero de 2015).


El programa cultural de Podemos


Es urgente que Podemos diseñe un programa para el mundo de la cultura. Hasta ahora, se ha limitado a frases tan genéricas como la necesidad de “la democratización de la cultura”, su “apuesta por una defensa de la cultura como un derecho reclamado desde la propia ciudadanía” o su deseo de acabar con las barreras entre las llamadas “alta cultura” y “baja cultura”. Sin más propuesta concreta que la de eliminar el actual “IVA cultural” del 21%, hasta rebajarlo a un 4%. No basta, ni mucho menos.


Sé que en una organización tan joven se plantean otras urgencias, políticas o sociales, a la hora de ir definiendo su perfil. Pero precisamente por su carácter rompedor con lo anteriormente establecido, Podemos tiene que seguir también un camino diferente en este terreno. Lo tradicional ha sido dejar la cultura “para el final”, como un apéndice de cuanto se planteaba en otros dominios que parecían más decisivos. Se trata de un error que no habría de repetir la nueva organización, que –como en tantas otras cosas– también debe distinguirse por una consideración distinta del hecho cultural, que le conceda la valía y significación que requiere una democracia avanzada. No hay cuestiones de primera y segunda importancia, sino un proyecto global donde todo halle su encaje. Alguien dijo que “uno de los problemas de la sociedad española es que había tenido antes dinero que educación y cultura”; ahora, cuando hay menos dinero, o solo está en manos de una minoría beneficiada por la falsa crisis, esa carencia todavía se acentúa más y hay que atajarla de raíz. La educación y la cultura, términos indisolublemente unidos, no pueden ser de nuevo las “marías” del proceso.

Me consta que Podemos viene estableciendo contacto con personas de diversos sectores culturales para conocer sus opiniones e ir trazando un “cuaderno de ruta”. Es un camino útil y necesario, pero que no debe dilatarse demasiado ni perderse por bifurcaciones inútiles, porque también en este campo los ciudadanos ya están deseosos y necesitados de un aire fresco y renovador. Lejos de tonterías como la “marca España”, este país se caracteriza por su impronta cultural, por el peso interno y externo de sus expresiones creativas, y sería lamentable que Podemos no fuese consciente de la dimensión que realmente poseen.


No se necesita partir de cero, porque hay experiencias muy valiosas desde la Transición (ese periodo denostado por Podemos, con lo que no estoy de acuerdo; sí con la crítica a su esclerosis). Aprovechándolas en todo cuanto tuvieron de positivo, se precisa adecuarlas a los tiempos actuales mediante un programa concreto e impulsado desde las bases de un movimiento que quiere ser transversal. Que otros partidos tampoco tienen ese programa…; otro motivo más para que Podemos se diferencie de ellos.

(Publicado en "Turia" de Valencia, enero de 2015).

Cuento de enero


Érase una vez un país en que el cine era considerado patrimonio cultural de sus ciudadanos, en el que los gobernantes estaban orgullosos de él y lo consideraban como un asunto de Estado y una inmejorable tarjeta de presentación en el exterior. Donde se valoraba y respetaba a sus creadores y a sus artistas, donde el público esperaba con impaciencia sus últimas obras y seguía con profundo interés sus trayectorias. En el que desde muy niños se aprendía a conocer y estimar las películas “clásicas” y a aguardar con impaciencia las nuevas que llegaban. Donde había trabajo, si no para todos, para una inmensa mayoría de quienes deseaban expresarse delante o detrás de la cámara.

Érase una vez un país en que sus instituciones apoyaban decididamente los proyectos cinematográficos que nacían, sin resquemores ni favoritismos, sabiendo que estaban dando un buen destino al dinero de los contribuyentes. Donde las entidades financieras hacían fácil la consecución de créditos para las inversiones destinadas a algo tan costoso como una película. Donde productoras y televisiones iban voluntariamente de la mano con el fin de lograr los mejores productos, que unas y otros podrían usar como reclamo idóneo para sus espectadores. En el que existía un mercado dentro del que competir en igualdad de oportunidades, sin ninguna cinematografía que colonizase al resto y un respeto absoluto por la diversidad cultural en las pantallas.

Érase una vez un país en el que diversos organismos públicos y privados favorecían el diálogo continuo, un libre intercambio de ideas entre los profesionales que deseaban reflexionar sobre su trabajo y mejorarlo en todo lo que fuera posible. Donde las asociaciones del sector no se regían por meros intereses gremiales, sino que trataban de comprender las razones de las demás, hasta llegar a pactos que favorecieran a todos. En el que se había entendido que el beneficio de unos no debe significar el perjuicio de los demás, porque el barco era común y hay que esforzarse conjuntamente para que navegue bien y no se vaya a pique.

Érase una vez un país en el que las mujeres obtenían la paridad con los hombres a la hora de dirigir o escribir o trabajar en una película, sin que nadie pusiera en duda su capacidad o su preparación para lograrlo. En el que se protegía especialmente a los otrora considerados “parientes pobres” del cine, los cortometrajistas, los documentalistas, porque en ellos estaba o bien la semilla o bien la valía de dar testimonio sobre cuanto nos rodea. Donde se aceptaba, sobre todo por parte de los más jóvenes, que la cultura no puede ni debe ser “gratis total”, porque muchas personas viven gracias a ella, pero tampoco estar solo al alcance de los más privilegiados económicamente.


Y colorín colorado… Pero, ¿no es realmente posible un país así? En nuestras manos está la varita que convierta, más temprano que tarde, a la pequeña rana en príncipe.

(Publicado en la página "web" de la Unión de Cineastas, enero de 2015).

Polvo de estrellas



Bajo el bonito título de “Pantallas de plata”, se ha publicado recientemente un libro póstumo de Carlos Fuentes, muy recomendable. En él, el gran novelista mexicano aborda sus relaciones con el cine, sobre todo con el clásico norteamericano de los años 30 y 40, centrándose en las “estrellas” que lo configuraron y los directores que las encumbraron. Con un estilo directo, de lectura fácil, Fuentes muestra bien a las claras su fascinación por el hecho cinematográfico, heredada de su padre, que aborda en los dos capítulos iniciales, para pasar luego a un recorrido por la labor de actrices, actores y realizadores, con especial preferencia hacia las primeras.

El autor de “La muerte de Artemio Cruz”, guionista en diversas ocasiones y adaptado a la pantalla en otras varias, busca aquí una cierta complicidad con el lector, al que invoca a menudo como “mi semejante, mi hermano”, como detentadores de una misma pasión cinéfila. Una pasión en la que, como no podía ser menos, existe un fuerte componente de erotismo: “Sentado allí, con los ojos cerrados, tú puedes repasar todos esos ojos enormes que al mirar hacia la oscuridad de una sala te miran a ti. Ojos de incendio nocturno de Pola Negri. Ojos de laguna envenenada de Gloria Swanson. Ojos de orgasmo nómada de Greta Garbo. Todas esas cabelleras que al ser acariciadas por un galán cinematográfico son acariciadas vicariamente por ti… Todos esos labios que se acercan tentadores y húmedos no a una cámara, sino a tus labios: labios de todas las formas y tamaños, súbitamente disponibles en el mostrador de plata de una pantalla”.

Y así, en el recorrido mítico de Carlos Fuentes van apareciendo, mezclando los papeles que interpretaron y sus vidas personales, Garbo y Dietrich, Joan Crawford, Bette Davis y Barbara Stanwyck, Claudette Colbert, Irene Dunne y Carole Lombard, pero también Chaplin, Keaton y los Hermanos Marx, Edward G. Robinson y James Cagney, Clark Gable, Fred Astaire y Cary Grant, y tantos y tantos otros, junto a los textos dedicados a decisivos cineastas de la época como Vidor, Wellman, Mamoulian, Cukor, Capra, Lubitsch o Lang. Entrelazados todos ellos como en un manojo de cerezas, donde cada una conduce a la siguiente y, aunque se van degustando aisladamente, solo adquieren su estupendo sabor global cuando se han consumido todas ellas.


Una curiosidad final: en el artículo que, hace solo unos días, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez dedicaba en “El País” a “Pantallas de plata”, destacaba ampliamente que en el libro Fuentes mostraba su admiración por Ciudadano Kane, contando cuándo y cómo la vio en Nueva York por primera vez. Pues bien, ese recuerdo tan intenso no está para nada en sus páginas, no hay ni la menor alusión a ese hecho. Y les aseguro que a mi ejemplar de “Pantallas de plata” no le falta ni una sola hoja… Misterio.

(Publicado en "Turia" de Valencia, enero de 2015).

Las matemáticas no engañan


De repente, parece haberse instalado la euforia en el cine español. Resulta que todo son éxitos de taquilla, todo son alegrías y alabanzas, todo son elogios y parabienes. Por una vez, los titulares de los medios de comunicación son positivos y exultantes. Se diría que estamos en el mejor de los mundos.

"Ocho apellidos vascos", de Emilio Martínez Lázaro

Y, sin embargo, si se miran los datos con un poco de atención, la diferencia con años anteriores solo se basa en el triunfo comercial de una película: Ocho apellidos vascos, que ha atraído a cerca de diez millones de espectadores, con una recaudación de 56 millones de euros. Lo que implica que, a primeros de diciembre, el cine español haya recaudado 123 millones de euros en 2014, procedentes de 21 millones de espectadores. Pero hagan una sencilla operación: resten de esas cantidades lo correspondiente a la película de Emilio Martínez Lázaro y se obtendrán las cifras de 67 millones de recaudación y 11 millones de espectadores; casi iguales a las de 2013 (70 y 11 millones, respectivamente) e inferiores a las de 2012, el año de Lo imposible (120 y 18), e incluso 2011 (99 y 15), según los datos oficiales del ICAA. Es decir, que ha sido el excepcional éxito de una película lo que lleva a una cuota de mercado del 25,5%, unido al menor rendimiento de las producciones extranjeras, particularmente norteamericanas.

"La isla mínima", de Alberto Rodríguez

No es por ponerse en plan “cenizo”, pero tanto triunfalismo –similar al de “la crisis ya es Historia”– no conduce a ninguna parte. Claro que en todos los países hay “películas locomotoras” que arrastran a las demás. Claro que hay una serie de títulos que, como El Niño, Torrente 5 o La isla mínima se han portado bien en taquilla, superando la anhelada barrera del millón de espectadores (lo que, por sus características, me parece especialmente relevante en el caso del film de Alberto Rodríguez, máximo favorito para los Goya). Pero los estadísticos saben que lo que importa no son las subidas y bajadas puntuales de los porcentajes, sino si estos “marcan tendencia”. Y no veo que tal tendencia haya variado en profundidad cara al cine español. De no consolidarse, los entusiasmos de hoy pueden convertirse en decepciones en años venideros.

Por el contrario, percibo factores más que preocupantes. No me refiero únicamente al mantenimiento del 21% de IVA sobre el sector cultural, a la escasísima desgravación fiscal, a la incidencia de la piratería o al raquítico presupuesto del Fondo de Protección a la Cinematografía (acaba de conocerse que se aplicará un prorrateo del 13% sobre las Ayudas a la Amortización para las películas de 2012), temas ya básicos de por sí. Incluso por encima de ellos, creo de especial gravedad la completa dependencia del cine español respecto a las televisiones, sobre todo las privadas.

"El Niño", de Daniel Monzón

De hecho, todos los film españoles más taquilleros de 2014 –salvo Relatos salvajes, argentina aunque con coproducción minoritaria de El Deseo– han sido coproducidos y promocionados al máximo por las televisiones. Si Tele 5, Antena 3 o, en menor medida, TVE no contribuyen decisivamente a la financiación de una película, resulta muy difícil que pueda llegarse a hacer. O se harán solo con presupuestos muy exiguos, nacidos tantas veces del voluntarismo de sus promotores, con fórmulas que incluyen hipotecas personales, dineros familiares o “crowdfunding”, métodos valiosos pero que no conforman una mínima industria ni garantizan la supervivencia de sus profesionales. Resumiendo, y al menos en las películas que muestran “ojos y cara”, hoy tenemos el cine español que quieren las televisiones.

Sin recursos propios suficientes, sin el respaldo público que necesitarían, ni la presencia imprescindible en las pantallas, la producción independiente pena en nuestro país. En eso sí que se ha ido a peor en 2014.

(Publicado en "Turia" de Valencia, diciembre de 2014).