Las dos caras de Bergman



En la muy reciente Semana de Cine de Valladolid (dentro de cuya Sección Oficial mis películas preferidas fueron las excelentes The Guilty, de Gustav Möller, y Utoya, 22 de julio, de Erik Poppe), se proyectaron dos documentales sobre la figura de Ingmar Bergman realizados con motivo del Centenario de su nacimiento: Bergman, su gran año, de Jane Magnusson, y Entendiendo a Ingmar Bergman, de Margarethe von Trotta. Ambos, recomendables por su distinto acercamiento al gran maestro sueco, pero, pese al mayor relieve de la directora alemana, bastante más convincente en el primer caso. Von Trotta comete el típico error de los cineastas famosos cuando buscan plasmar su admiración por un colega, que es acabar hablando más de sí mismos que del objeto de su atención. Mientras que Magnusson efectúa un humilde trabajo de investigación que, arrancando en 1957, año del triunfo internacional de El séptimo sello y del resonante montaje teatral de “Peer Gynt”, de Ibsen, va describiendo el resto de la trayectoria bergmaniana. Y también analizando su personalidad humana, terriblemente difícil, egocéntrica y a menudo despótica que desplegaba como reflejo de su inseguridad psicológica y su exigencia creativa.

Fueron, durante toda su vida, las dos caras del autor de Persona, que justo en esta película perfilaba el doble rostro de dos mujeres confrontadas y cuya identidad acaba confundiéndose (sin duda, Carlos Vermut se ha inspirado en este film para su Quién te cantará; aunque mejor que un joven director español se base en Bergman que en Tarantino…). Hombre odioso en muchas ocasiones y cineasta genial, Jane Magnusson lo muestra así y profundiza en esta ¿inevitable? contradicción, con una mirada nada hagiográfica que no oculta la fascinación inicial de Bergman por el nazismo, los problemas fiscales en su país que le hicieron emigrar a Alemania (aspecto tratado, lógicamente, con mayor detenimiento por Von Trotta) o la manera de trasladar a su cine, que siempre contenía altas dosis autobiográficas, conflictos familiares que más pertenecían a su hermano, a quien censuró en un programa televisivo cuando este lo señalaba. Pero todo se olvida al volver a ver –por poner un solo ejemplo– la declaración de supremo desamor que Gunnar Björnstrand lanza sobre Ingrid Thulin en Los comulgantes, una escena que sigue poniendo los pelos de punta al comprobar hasta qué punto llega la máxima humillación que un ser humano puede ejercer sobre otro a través de la palabra y del gesto.

Con motivo de la publicación de la primera parte, entre 1955 y 1974, de su imprescindible “Cuaderno de trabajo” o del magnífico ciclo exhibido por la Filmoteca valenciana, mucho y bien se ha escrito este año en Turia sobre Ingmar Bergman. Volverá a hacerse, por fortuna, cuando estos dos largometrajes documentales lleguen pronto a nuestras salas comerciales.


(Publicado en "Turia" de Valencia, noviembre de 2018).

El misterio del público


El Kursaal 1, en una de las ediciones del Festival de San Sebastián


¿Por qué se agolpa el público en los cines de los Festivales para ver incluso películas en principio poco atractivas y a horarios inusuales? Acaba de pasar en San Sebastián y en Sitges y en Valladolid; volverá a suceder, sin duda, en Sevilla o Gijón. Pero, ¿por qué cuando esas mismas películas, o solo las de mayor reclamo, llegan a las salas comerciales, atraen a un número escaso de espectadores? ¿Es la lógica del acontecimiento, tan presente en nuestros días, lo que motiva este comportamiento radicalmente distinto del público? ¿O hay otras razones que necesitan ser analizadas con detenimiento?

Me lo pregunto yo y se lo preguntan todos los sectores de la distribución y la exhibición cinematográficas en nuestro país. Quizá lo primero que haya que dilucidar es que no existe un solo público, que bajo la abstracción de ese nombre tan genérico se esconden muchos y diferentes públicos, cada uno de ellos con distintas preferencias y respuestas. De alguna manera, los múltiples espectadores de un Festival le otorgan su “voto de confianza” sobre todo aquello que les propone en su programación. Si la experiencia sobrevenida de años anteriores ha resultado positiva, especialmente en el caso de certámenes de larga trayectoria como los citados, esa confianza se renueva en cada ocasión y se incrementa, a no ser que se haya visto defraudada, como también ha ocurrido. Si “mi” Festival (es importante aquí el sentido de pertenencia) ha seleccionado algo para que yo lo vea, es que merece la pena conocerlo. Y me ofrece, además, precios habitualmente inferiores a los que luego me voy a encontrar en la cartelera.

Mientras que la exhibición comercial es una jungla competitiva a donde tratan de atraerme a base de reclamos publicitarios o de promoción. Muy debilitado el papel de la crítica, que podría y debería servir al público de orientación y guía, solo nos queda el “instinto”, el “olfato”, para pagar unos euros por tal o cual película y no por otra. Según estadísticas recientes, es la sinopsis de un film lo que más lleva al público a las salas, seguida por el nombre de actores y actrices, y –dentro de los núcleos más cinéfilos– el del director. Por supuesto, también cuenta entre nosotros el bombardeo incesante que efectúe una cadena de televisión que haya financiado la película, pero tal machaconería no funciona cada vez de la misma manera.

Siempre se ha dicho que el público es un misterio, que el que elija un título u otro responde a motivaciones bastante secretas del espectador. Pero esta enorme diferencia entre su comportamiento en los Festivales y el resto del año supone un fenómeno básicamente nuevo y del que tenemos que aprender. Ya se sabe que nadie posee la fórmula del éxito; si la hubiera en cine, como dijo aquel, serían los Bancos los primeros en producirlo…

(Publicado en "Turia" de Valencia, octubre de 2018).