“Nada de lo que ocurre se olvida jamás, aunque no se pueda recordar”
(de "El viaje de Chihiro",
de Hayao Miyazaki)
Cuando una película de animación realizada en dos dimensiones alcanza ante los ojos del espectador una tercera dimensión, es que algo indefinible y maravilloso está pasando. Así sucede a menudo en la obra de Hayao Miyazaki, el gran cineasta japonés cuyo último trabajo, El chico y la garza, se ha estrenado recientemente, culminando una filmografía ejemplar que comenzase hace más de cuatro décadas.
Junto a la dinámica de los
personajes, ese salto entre dimensiones se basa sustancialmente en la
arquitectura, que en el cine se traduce en decorados, dibujados en este caso,
que estructuran y dan solidez a tal dinámica. Igual que en la realidad los
edificios de muy diverso signo no solo nos acompañan sino que dan sentido a
nuestras vidas, en las películas animadas son los que aportan solidez y consistencia
a los relatos que se nos cuentan. Sin ellos, la acción quedaría desprovista de
sentido, con unos seres de ficción que deambularían por espacios vacíos e indefinidos
(*).
“Transitar hacia otro mundo”,
acabamos de decir, y tal concepto es fundamental en el cine de Miyazaki. Prácticamente
todos sus protagonistas, en especial si son niñas o niños, viajan de un mundo a
otro, de una realidad reconocible a otra paralela donde los sueños y lo
imaginado campan por sus respetos. Lo vemos ahora en El chico y la garza (cuyo título internacional nada tiene que ver
con el original, traducible por ¿Cómo
vives?), en la que un crío de 12 años va a acceder nada menos que al territorio
de los muertos, llevado por esa gaza transformista que le muestra el camino y
todavía más por su anhelo de encontrar a la madre fallecida. Que pereció en el incendio
del hospital donde trabajaba –de nuevo un edificio inicia el film, tan decisivo
como la misteriosa torre posterior– y que el pequeño Mahito no logra olvidar.
Porque estamos en 1943, en el Tokyo bombardeado durante la II Guerra Mundial,
justo en la etapa de infancia de Miyazaki. Con experiencias muy traumáticas que
le convertirían en un decidido pacifista, como pudo comprobarse sobre todo en
su segundo largometraje, Nausicaä del
Valle del Viento, de 1982, sobre el apocalipsis que supondría una guerra
nuclear.
Pero precisamente por sus
características, por esa creencia de que –según él mismo– “los Kami y los Rei están
en todas partes de Japón, en los ríos, en los árboles, en las casas y hasta en
las cocinas”, ante el cine del autor de Mi
vecino Totoro, La Princesa Mononoke
o El viento se levanta el espectador
no debe adoptar una actitud racionalista, sino dejarse llevar por unas imágenes
siempre fascinantes, que le conducirán de un lugar a otro si no opone
resistencia a la incesante sucesión de estímulos visuales y sonoros,
acompañados casi siempre por la espléndida música de Joe Hisaishi. También a
causa del desconocimiento de los parámetros de la cultura japonesa que suele
tener el público occidental, no hay que empeñarse en “entender” cada giro de la
trama, habitualmente repleta de pliegues narrativos, donde lo evidente suele
dar paso a la sugerencia. Y bañada por un peculiar sentido del humor, aspecto
que no suele destacarse al referirse a su filmografía.
(Publicado en "Arquitectura Viva" nº 261, año 2024).