La arquitectura de los sueños

 

                          “Nada de lo que ocurre se olvida jamás, aunque no se pueda recordar” 

(de "El viaje de Chihiro", de Hayao Miyazaki)

Cuando una película de animación realizada en dos dimensiones alcanza ante los ojos del espectador una tercera dimensión, es que algo indefinible y maravilloso está pasando. Así sucede a menudo en la obra de Hayao Miyazaki, el gran cineasta japonés cuyo último trabajo, El chico y la garza, se ha estrenado recientemente, culminando una filmografía ejemplar que comenzase hace más de cuatro décadas.

Junto a la dinámica de los personajes, ese salto entre dimensiones se basa sustancialmente en la arquitectura, que en el cine se traduce en decorados, dibujados en este caso, que estructuran y dan solidez a tal dinámica. Igual que en la realidad los edificios de muy diverso signo no solo nos acompañan sino que dan sentido a nuestras vidas, en las películas animadas son los que aportan solidez y consistencia a los relatos que se nos cuentan. Sin ellos, la acción quedaría desprovista de sentido, con unos seres de ficción que deambularían por espacios vacíos e indefinidos (*).

"El viaje de Chihiro" (2001)

Dentro de la trayectoria de Miyazaki, repleta siempre de un carácter autobiográfico, quizá el máximo exponente de cuanto venimos diciendo sea la generalmente considerada su obra maestra, El viaje de Chihiro, que terminase de elaborar en 2001 y con la que conseguiría al año siguiente el Oso de Oro del Festival de Berlín. Fue un hito histórico, porque ningún film de animación lo había logrado antes en un certamen de primera categoría, pero también por la propia entidad de la película, que dio a conocer mundialmente a su autor. Una entidad en la que cabe recordar que lo arquitectónico alcanzaba un relieve singular, con aquel túnel de un extraño edificio por el que Chihiro transitaba hacia otro mundo, hasta “la casa de baños para ocho millones de dioses” que, en forma de gran pagoda, centra la acción, pasando por la morada rústica en que habita Zeniba, la mitad buena de la bruja Yubaba.

“Transitar hacia otro mundo”, acabamos de decir, y tal concepto es fundamental en el cine de Miyazaki. Prácticamente todos sus protagonistas, en especial si son niñas o niños, viajan de un mundo a otro, de una realidad reconocible a otra paralela donde los sueños y lo imaginado campan por sus respetos. Lo vemos ahora en El chico y la garza (cuyo título internacional nada tiene que ver con el original, traducible por ¿Cómo vives?), en la que un crío de 12 años va a acceder nada menos que al territorio de los muertos, llevado por esa gaza transformista que le muestra el camino y todavía más por su anhelo de encontrar a la madre fallecida. Que pereció en el incendio del hospital donde trabajaba –de nuevo un edificio inicia el film, tan decisivo como la misteriosa torre posterior– y que el pequeño Mahito no logra olvidar. Porque estamos en 1943, en el Tokyo bombardeado durante la II Guerra Mundial, justo en la etapa de infancia de Miyazaki. Con experiencias muy traumáticas que le convertirían en un decidido pacifista, como pudo comprobarse sobre todo en su segundo largometraje, Nausicaä del Valle del Viento, de 1982, sobre el apocalipsis que supondría una guerra nuclear.

"El castillo ambulante" (2004)

Sucede algo muy curioso con la obra de Miyazaki: pese a que él rechace explícitamente cualquier didactismo, pese a unas historias donde lo fantástico se da la mano con lo mítico, plagadas de dioses (los Kami japoneses) y de espíritus, los Rei, sujetas a las transformaciones de unos personajes que no cesan de mutar de una apariencia a otra como la propia garza de su última película, las consecuencias que se derivan de todo ello no pueden ser más cercanas y naturales. Porque lo que recibe el espectador puede aplicarlo al mundo que le rodea, ya sea la evolución de la infancia a la edad adulta que experimentan los protagonistas, el “empoderamiento” de niñas y mujeres, la relación con la naturaleza nacida de un ecologismo “avant la lettre”, la preeminencia de la vejez y la muerte, o la decisiva importancia del sentimiento de pérdida. Es en este último sentido en el que Michael Caines ha destacado en el Suplemento Literario del “Times” “con qué franqueza El chico y la garza aborda el dolor de la pérdida y el poder de la redención”.

Pero precisamente por sus características, por esa creencia de que –según él mismo– “los Kami y los Rei están en todas partes de Japón, en los ríos, en los árboles, en las casas y hasta en las cocinas”, ante el cine del autor de Mi vecino Totoro, La Princesa Mononoke o El viento se levanta el espectador no debe adoptar una actitud racionalista, sino dejarse llevar por unas imágenes siempre fascinantes, que le conducirán de un lugar a otro si no opone resistencia a la incesante sucesión de estímulos visuales y sonoros, acompañados casi siempre por la espléndida música de Joe Hisaishi. También a causa del desconocimiento de los parámetros de la cultura japonesa que suele tener el público occidental, no hay que empeñarse en “entender” cada giro de la trama, habitualmente repleta de pliegues narrativos, donde lo evidente suele dar paso a la sugerencia. Y bañada por un peculiar sentido del humor, aspecto que no suele destacarse al referirse a su filmografía.

"El viento se levanta" (2013)

En definitiva, y así lo corrobora El chico y la garza, posiblemente su testamento cinematográfico a los 83 años recién cumplidos, “las obras de Miyazaki ilustran perfectamente el hecho, consustancial al arte japonés, de que lo irreal puede capturar la esencia de la realidad más que la realidad en sí misma, porque la fantasía es universal más que individual”, como escribiera Jordi Sánchez Navarro en el libro “El principio del fin”. Son como un espejo donde lo irreal y lo irreal, lo reconocible y lo secreto, se relacionan a idéntico nivel desde la imaginación y la fantasía hasta llegar a su completa fusión. Una fusión especial de la que apenas existe parangón en el arte contemporáneo, y no solo en el ámbito cinematográfico.

 (*) Un ejemplo muy distinto al de Miyazaki en esta importancia del mundo arquitectónico puede encontrarse actualmente en "Robot Dreams", la muy valiosa película de animación de Pablo Berger que recrea el Nueva York de los años 80, periodo en el que su autor vivió allí.


(Publicado en "Arquitectura Viva" nº 261, año 2024).


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