Desde que, en su Manifiesto
de las Siete Artes, el escritor italiano Ricciotto Canudo incluyese al cine
como la séptima de ellas, considerándolo un “arte plástico en movimiento” que
fusionaba a las restantes, ha pasado más de un siglo y la idea ha adquirido plena
carta de naturaleza. Ya pocos discuten esta valoración que el futurista Canudo lanzó
entonces no sin polémica, aunque algunos “ortodoxos” todavía continúen
poniéndola en cuestión.
Que la muy prestigiosa Academia de Bellas Artes de San
Fernando, hija de las ideas de la Ilustración, haya acogido en su seno al cine
significa que esa antigua mentalidad prácticamente ha desaparecido. No lo ha
hecho ahora, sino desde 2004, cuando se creó la sección de Nuevas Artes de la
Imagen, que alberga también a la fotografía o el diseño. Y, dentro de ella,
procedentes del campo cinematográfico han sido académicos Berlanga y Borau,
como también en la actualidad Josefina Molina, Manuel Gutiérrez Aragón y Román
Gubern, además de Arantxa Aguirre y quien esto firma, que acabamos de entrar.
No lo hizo finalmente José Luis Cuerda, porque fue elegido pero no llegó a leer
su discurso, trámite obligado para el ingreso oficial. Exigencia no debida a una
pura cuestión formal, sino porque ese discurso supone la presentación del
recién llegado ante sus ilustres colegas y, en cierta manera, denota cuál va a
ser su papel en la Academia.
En mi caso, el discurso ha llevado por título El fuego sagrado. Un itinerario personal
y se refiere a mi relación con el cine desde prácticamente la infancia. Tras abordar
mi trayectoria periodística y crítica en Nuestro
Cine, Triunfo, La Calle o este
mismo querido Fotogramas, me detengo
en la decisiva experiencia de dos décadas como responsable del Festival de
Valladolid hasta mi incorporación al ICAA en enero de 2005. Pero si hay algo
que centra el sentido del texto es una serie de consideraciones sobre la
crítica cinematográfica, además de proponer un Decálogo nada dogmático ni
grandilocuente sobre cómo llevarla a la práctica con una cierta coherencia y
respeto hacia las obras analizadas. Labor en la que los críticos españoles han
carecido de auténticos referentes, debido a la represión o al exilio de quienes
podrían haber desempeñado ese engarce entre generaciones.
Elogio y defensa de la
crítica de cine,
título ese apartado básico de mi discurso, cuya ambición es, ante todo, servir
de punto de partida para un debate posterior. Igual que el que, sobre
patrimonio, creo que va a interesar de manera particular a mis cincuenta y
cinco compañeros académicos, procedentes de diferentes terrenos artísticos como
la pintura, la escultura, la arquitectura o la música. Mostrar, por ejemplo,
cómo Filmoteca Española (en cuanto ejemplo máximo de las Filmotecas existentes)
es la conservadora del patrimonio cinematográfico de nuestro país y, por tanto,
tan merecedora de apoyo y recursos como las instituciones que protegen el
patrimonio literario, plástico o musical, me parece una labor digna de ser
desarrollada en la sección de Nuevas Artes de la Imagen. Donde, por el extremo
opuesto pero no contradictorio, debe prestarse máxima atención a las
expresiones más creativas y renovadoras que vayan surgiendo en este fértil
territorio.
Contra lo que suele creerse en demasiadas ocasiones, la Academia
de Bellas Artes es un centro vivo, dinámico, inclinado a mostrar lo mejor de
cada disciplina en cada momento. Según le gusta señalar a su Director, el gran músico
Tomás Marco, junto a significar un honor y un motivo de satisfacción personal,
a la Academia se llega para trabajar en favor de una valía y una diversidad
artísticas que conecten con aquellos que van a disfrutarla; es decir, con los
ciudadanos de un país que se sienta responsable de su cultura. No podía ser de
otra manera cuando sus paredes se hallan impregnadas por el espíritu de alguien
como Francisco de Goya, allí donde se formó y donde se atesoran muchas de sus
obras más representativas.
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