El 11 de septiembre de 1973, un Golpe de Estado militar acababa con la “vía chilena hacia el socialismo” emprendida por la Unidad Popular tres años antes. El asalto al Palacio de la Moneda y la muerte del Presidente Allende abortaban un experimento que había despertado amplias esperanzas en todo el mundo. La Prensa franquista saludaba en España el Golpe, mientras que la izquierda se reconocía en la “portada de luto” del semanario ‘Triunfo’, con solo la palabra CHILE en grandes letras blancas sobre fondo negro.
Realmente, la victoria en las urnas de la coalición de
izquierdas chilena a finales de 1970 había sido uno de los escasos hitos en el que
los sectores progresistas de nuestro país, en especial los jóvenes, podían
basarse para resistir ante la eterna dictadura que soportaban. Tiempo después,
sería la más cercana Revolución portuguesa de los Claveles la que devolvería la
esperanza de que no era imposible acabar con un Régimen decrépito. Mientras ese
momento llegaba, y cuando finalmente se produjo, esos sectores veían
apasionadamente las películas chilenas y, quizá todavía más, cantaban con
Violeta Parra, Víctor Jara, Quilapayún e Inti-Illimani.
Porque, sin duda, hubo una eclosión de la cultura chilena
durante el periodo de la Unidad Popular. No justo desde entonces, sino que ya
venía germinando desde tiempo atrás, cuando –durante el mandato del
democristiano Eduardo Frei, e incluso antes– comenzaron a surgir aquí y allá
brotes de ruptura por parte de creadores muy diversos que estaban hartos del
colonialismo norteamericano que dominaba todas las facetas culturales, sobre
todo las más ligadas al gusto masivo, como el cine y la canción.
En el caso del cine chileno, un arte con escasa tradición en
el país, el origen del cambio se sitúa en el Encuentro de Cineastas que tuvo
lugar en Viña del Mar en marzo de 1967, dentro de un Festival que a partir de
entonces sería santo y seña de la producción del continente. La denuncia de la
dependencia y casi inexistencia que sufría el cine nacional se unió a un
replanteamiento de la situación como germen de un futuro mejor. La acción
proteccionista del Estado a través de Chile Films o de medidas fiscales
favorecedoras para la producción actuaron de manera positiva, dando origen a
películas muy significativas de esa etapa como Tres tristes tigres, de Raúl Ruiz, en 1968; o, al año siguiente, El chacal de Nahueltoro, de Miguel Littín,
y Valparaíso, mi amor, de Aldo Francia,
quien proseguiría su labor con Ya no
basta con rezar en 1972, sobre la radicalización ideológica de un sacerdote
católico.
Radicalización que se iba extendiendo por todo el país entre
una clase dominante que veía perder sus privilegios, una burguesía con un poder
económico decreciente y un auge de las reivindicaciones y las luchas obreras y
campesinas. Pudo comprobarse en las elecciones de 1970, cuando Salvador Allende
llega al poder el 24 de noviembre, con una Unidad Popular que recoge el testigo
del histórico Frente Popular de la década de los 30. A ella se unen los
cineastas con entusiasmo, mediante un Manifiesto que resumiría de esta manera
su máximo inspirador, Miguel Littín: “Para nosotros, el único arte cinematográfico es aquel que se compromete con las
luchas sociales y políticas del pueblo, que nos ofrece un instrumento al
servicio de las profundas transformaciones que se avecinan para nuestro país,
al servicio de los cambios de estructura y de la construcción del socialismo”.
Testimonio, en su conjunto, “demasiado molesto para no acabar
con él“, según escribiría el crítico italiano Francesco Bolzoni en El cine de Allende. Y así, “el cine
chileno, lleno de entusiasmo, de éxitos, de dudas y de defectos, reflejaba el
surgimiento de unas tendencias que iban a ser abortadas aún antes de quedar
definidas. Y un día de septiembre, el cine chileno muere…”. Mientras, en
España, esas películas y otras ya de ficción, como La tierra prometida, de Littín, eran recibidas con expectación
cuando no arrebatado entusiasmo por parte de jóvenes antifranquistas que veían
reflejadas sus esperanzas revolucionarias en aquellas “grandes alamedas” de la
libertad de las que hablase el último mensaje de Salvador Allende.
Impresionante fue, en este sentido, la acogida al ciclo Cine latinoamericano de intervención
(que incluía varios títulos chilenos ya citados) en el modélico Festival de
Benalmádena, concretamente en su octava edición de noviembre de 1976. El
entusiasmo alcanzó límites espectaculares con la proyección de La batalla de Chile, pese a la
limitación por orden gubernativa del número de sus pases y de que la policía
prohibiese la celebración de un debate con Patricio Guzmán tras la proyección
del film. Acogida, no tan triunfal, pero que se repetiría al programarse las
principales obras del cine chileno en las entonces llamadas Salas Especiales o
de Arte y Ensayo, cuando ya la censura había dejado de existir en España.
Pero aquellos jóvenes de trenca y pantalón de campana,
aquellas jóvenes de jersey de cuello vuelto y falda corta se sentían atraídos,
incluso más que por el cine, por la canción popular chilena. Nombres como
Violeta Parra, con su enorme capacidad poética, que trasmitió a sus hijos
Isabel y Ángel; Víctor Jara, de especial sensibilidad al comunicar los
sentimientos amorosos; el grupo Quilapayún, con temas de fuerte contenido
político, o Inti-Illimani, que solía arrancar de profundas raíces folklóricas,
se convirtieron en plenamente familiares para toda una generación de
españolitas y españolitos. Sus temas ascendían a las cumbres de las listas de
éxitos, eran emitidos sin parar en las radios y constituían un alimento
imprescindible para sobrevivir en tiempos tan difíciles como lo fueron los
estertores del franquismo y los comienzos de la democracia.
Se cantaba entre todos el Gracias
a la vida, de Violeta Parra, o la cáustica Qué dirá el Santo Padre; se miraba a los ojos y se amaba con el
Víctor Jara de Te recuerdo, Amanda o
se reivindicaba al compás de ¡A
desalambrar!, y se iba a manifestaciones con el empuje del Quilapayún de la
Cantata de Santa María de Iquique y
de El pueblo unido jamás será vencido,
que compartieron con Inti-Illimani. En el triunfo y el fracaso de la Unidad
Popular, en el ejemplo de un Allende que creyó hasta su muerte en poder llegar al
socialismo por la vía democrática y no por las armas, en el pleno rechazo a un
tipo de Golpe de Estado y de dictadura militar que tanto conocían, miles y
miles de españoles se sintieron también chilenos, adoptaron como suyo un país al
que abrazaban, y percibían como algo propio cuanto de él les llegaba a través
de las pantallas y los transistores.
La dimensión mundial de "Missing"
Esa búsqueda sintetiza la que tantos familiares chilenos
emprendieron para encontrar las huellas de sus hijos y nietos, “desaparecidos”
por la dictadura de Pinochet. Missing
logró, con las mejores armas del cine norteamericano y el talento de Gavras, aportar
una dimensión mundial a tal represión, conmoviendo a los espectadores por la
evolución moral del personaje de Lemmon, desde la desconfianza hasta la rebelión
ante el asesinato de su hijo y la constatación del papel fundamental que la CIA
había jugado en el Golpe.
(Publicado en "El Cultural", 8-14 de septiembre de 2023).