El crepúsculo de las diosas

 

Pocas vidas tan inestables como la del actor. Siempre pendientes de que alguien los elija, de que un productor, un director o un agente se fije en ellos o ellas para llevar adelante su vocación. El paro en la profesión es inmenso, solo las primeras figuras tienen asegurada una cierta continuidad que tampoco sucede siempre. Cuando se escuchaba a todo un Fernán-Gómez confesar que en numerosas ocasiones estaba pendiente de que el teléfono sonara, cuando incluso los más grandes han sufrido profundo baches en sus carreras, no hay duda de que se trata de un oficio muy peculiar. Inestabilidad que viene a sumarse a la ya bastante paradójica labor de pasarse media vida haciendo de otro que no es uno mismo.

Verónica Forqué

Dentro de esas características de su trabajo, me parece especialmente preocupante la subida al estrellato de las actrices jóvenes, las que se ven encumbradas en el principio de su carrera y creen que a partir de ahí se abre ante ellas un eterno camino de vino y rosas. Y me refiero a las actrices más que a los actores porque ellas lo tendrán más difícil al pasar los años, en el momento de que dejen de ser “jóvenes” y sientan que los mejores papeles ya no les llegan, que no hay apenas personajes femeninos interesantes en los guiones recibidos, que la edad es una dura barrera que pocas consiguen franquear sin estrellarse. Lo peor es que, en aquellos días de éxito, nadie les preparó para su declive, nadie les puso sobre aviso de lo que podría sucederles, o quizá han hecho oídos sordos a las advertencias. Surge entonces la depresión o el abandono personal y profesional.

Pensaba en ello con motivo del triste adiós a la vida de Verónica Forqué. Similar a la experiencia de muchas otras compañeras que, con una salida menos trágica, han ido constatando cómo su trayectoria declinaba sin cesar. Sucede también con los deportistas, pero los más inteligentes o mejor aconsejados suelen desarrollar una actividad paralela, ya sea mediante estudios, negocios o inversiones bien planteadas. Además de que resulte frecuente que su carrera siga ligada a la actividad que practicaron, como entrenador, técnico, directivo o responsable de algún área específica. Pero, ¿cuántas actrices que lograron pronto la fama han pasado a ser realizadoras, técnicas, representantes o similares? Pueden contarse con los dedos de las manos, y no siempre los resultados han sido los apetecidos.

"El crepúsculo de los dioses", de Billy Wilder (1950) 

Ya Billy Wilder lo reflejó genialmente en El crepúsculo de los dioses a través de su Norma Desmond, la célebre actriz del cine mudo que se resiste a aceptar que su estrellato ha terminado con el sonoro, porque –afirma– “yo soy grande, pero las películas de hoy ya no tienen grandeza”. Sumirse en pensamientos nocivos similares, obsesionarse con ellos frente a la realidad, solo conduce al agujero negro de la autodestrucción. Traten de evitarlo a toda costa y disfruten, si les dejan los virus, de estas inciertas Navidades.


(Publicado en "Turia" de Valencia, diciembre de 2021).


Haberlas, haylas


Tradicionalmente, diciembre es el mes elegido para el estreno de las películas llamadas “familiares”. No es extraño, porque tras la vacaciones navideñas los críos se ponen insoportables metidos en casa y ya no basta con ir a ver las iluminaciones o a visitar a los Reyes Magos. Mejor sentarles, hasta donde puedan estar quietos, ante una gran pantalla y lograr que durante hora y media o dos dejen de dar la lata a progenitores y demás parientes.

"El poder del perro", de Jane Campion

Pero dentro de ese panorama tan limitado hay en estos momentos una serie de títulos que merecen muy mucho la pena. Sin entrar en los terrenos de mis compañeros críticos de Turia, me atrevo a recomendarles cuatro que forman una especie de póker por su calidad. Me refiero, ante todo, a El poder del perro, la excelente obra de Jane Campion, basada en la novela que Thomas Savage escribiese en 1967 y que, después de pasar entonces sin demasiada pena ni gloria, ha conocido un “revival” a partir del éxito de Brokeback Mountain en 2005. Producida por Netflix, la película simultanea desde el 1 de este mes su proyección en cines y su emisión por la plataforma, pero yo les recomiendo encarecidamente que la vean en una sala, por los motivos ya muy repetidos y, en este caso, por la presencia de unos impresionantes paisajes que fotografía con maestría Ari Wegner y cuya presencia va mucho más allá de una simple ambientación. Ganador en Venecia del León de Plata a la Mejor Dirección, el potente retorno de Jane Campion al cine después de doce años demuestra por qué, en su salmo 22:20, la Biblia solicitaba al Altísimo “Libra mi alma de la espada y mi única vida del poder del perro”

También producida por Netflix, que se viene convirtiendo en el gran Estudio mundial, y disponible en ella a partir del próximo día 15, además de estarlo ya en cines, encontramos Fue la mano de Dios, donde Paolo Sorrentino se entrega a los placeres de la autobiografía. Aunque sea a base de homenajear al Maradona del Nápoles de su infancia, figura que no causa precisamente mi simpatía. Sí la despierta la Lady Di de Spencer, en la que Pablo Larraín vuelve a centrarse en la figura de una mujer del más alto nivel encerrada en un contexto asfixiante, como hizo con la viuda de Kennedy en Jackie. Y si no la vieron aún, cacen en algún lugar Petite Maman, de Céline Sciamma, un torrente de sensibilidad y poesía por la mejor realizadora francesa actual.

"El amor en su lugar", de Rodrigo Cortés

Aunque hay todavía más: ese estupendo El amor en su lugar, de Rodrigo Cortés, que Javier Berganza valoraba al máximo en estas mismas páginas y que ha quedado muy injustamente reducido en los Goya a dos nominaciones “menores”. O La casa Gucci, para la que el octogenario pero infatigable Ridley Scott ha puesto en pie un mundo de sofisticación y desvarío social. Aparte de las inevitables infantiles y como decían de las “bruxas galegas”, buenas películas “haberlas, haylas”.


(Publicado en "Turia" de Valencia, diciembre de 2021).