Cuando se habla de cineastas aragoneses básicos, suele citarse a Buñuel, Saura y Borau. Pero hay más, desde el pionero de la animación Segundo de Chomón a José María Forqué, de quien ahora se cumple el Centenario de su nacimiento en Zaragoza. Después de Berlanga y Bardem, corresponde recordar a un compañero suyo de generación, a un director también muy representativo del cine español.
Representativo en múltiples sentidos, porque su trayectoria
estuvo muy unida a los avatares de la industria de nuestro cine, que nunca
fueron sencillos ni fáciles de asimilar. Vivió el éxito y el fracaso, la máxima
estimación de los productores y la necesidad de fundar una empresa propia
(Orfeo Films) para tratar de llevar adelante sus proyectos, el respaldo de la
crítica y su hostilidad o, incluso peor, su indiferencia hacia una carrera que
se veía declinante. Nunca Forqué se consideró un autor, un creador que se
guareciese en un mundo propio del que no salir. Todo lo contrario, se definía a
sí mismo como “un profesional del cine”, un superviviente en un medio nada
proclive a favorecer sus intereses, hasta el punto de sentirse “absolutamente
frustrado, no sé si porque creo que podía haber hecho cosas que no hice o
porque no he hecho más de lo que he sabido”. En cualquier caso, su casi medio
centenar de películas y cuatro resonantes series televisivas demuestran una
profesionalidad sin fisuras.
E incluso algo más allá. Porque es posible que Forqué no fuese en primer término un autor reconocible. Pero sí hay en él, al menos en sus mejores títulos, unas constantes que no siempre se han detectado y que merece la pena valorar: una denuncia de la utilización de los seres humanos en beneficio de quien tiene el poder de manipularlos, de lo que suelen ser víctimas las mujeres; una continua pugna entre lo real y lo ficticio, lo auténtico y su representación ante los demás; un incesante juego de opuestos que va conformando las líneas dramáticas fundamentales; un magistral sentido de la comedia, entre el costumbrismo, el melodrama y el sainete. Además de una pulcritud estilística en cuanto a la composición de la imagen, un dominio en la dirección de actores (de López Vázquez a Fernán-Gomez, pasando por Closas, Analía Gadé o Amparo Soler Leal, junto a centenares de secundarios) y un siempre sabio uso de los espacios y los decorados, quizá como consecuencia de su primera vocación arquitectónica.
Quizá exagerase Florentino Soria al afirmar, en su libro de
referencia sobre el realizador zaragozano publicado por la Filmoteca Regional
de Murcia en 1990, que Forqué es “el director más feminista del cine español”, porque
en sus películas “la mujer es fuerte, inteligente, sensible, no acepta la
sumisión, se alza con astucia y determinación contra sus dominadores y, en su
respuesta, puede llegar hasta la más cruel y refinada de las venganzas”. Resulta
indudable que en su etapa de los primeros años 70, coincidente –no por
casualidad– con la entrada de Rafael Azcona en sus guiones a lo largo de cuatro
films, es una temática que le interesa sobremanera. El monumento (1970) o La cera
virgen (1972) contienen una suerte de apólogos morales donde se ponen en
solfa las constantes de una sociedad donde la represión sexual sigue
constituyendo pieza fundamental. Las figuras de Analía Gadé y Carmen Sevilla
suponen en ellas una incesante tentación para quienes, sujetos a ideas hipermachistas,
no soportan el viento de la nueva época.
Como puede comprobarse, películas todas ellas, y las que
seguirán, realizadas en muy corto espacio de tiempo. Porque no se trataba de
insertar en sus imágenes un sello autoral, sino de pasar de un género a otro
como en un desafío que Forqué asumía felizmente, dada su convicción de que “el
cine es la equivalencia plástica del cuentista árabe que se sienta en los zocos
y cuenta historias muy sencillas y muy claras a un auditorio que hace círculo y
le echa unas monedas. Nosotros contamos historias y la prueba de ello es que el
cine que funciona es el que cuenta historias claras y sencillas”. Modestia no
fingida, que se acoplaba al ritmo de lo que la industria demandaba, pero que,
dentro de una trayectoria demasiado prolífica, dejaba margen a títulos de
valía, caso de Un millón en la basura,
Las que tienen que tienen que servir
(ambas de 1967), Una pareja… distinta
o El segundo poder, de 1974 y 76,
radicalmente distintas en cuanto a género, pero con una ambición y un acierto
mayores que tantas otras. También sometidas, casi siempre, a los rigores de una
censura gubernativa inclemente.
No fue nada bueno el tramo final de la filmografía de Forqué. Los sucesivos desastres económicos sufridos por su productora, culminados con el que supuso la citada El segundo poder, le llevó a una política de coproducciones con Italia o México nada fructífera y a aceptar encargos inadecuados. Más pendiente de consolidar la carrera interpretativa de su hija Verónica que de sus propias realizaciones, solo encontró un buen refugio en las series que hizo para Televisión Española, con mención especial, en 1982 y 88, para dos excelentes biografías sobre científicos españoles, Ramón y Cajal, con un inolvidable Adolfo Marsillach, y Miguel Servet, la sangre y la ceniza.
Aquel cineasta que admiraba a los clásicos norteamericanos y
a Max Ophuls; aquel creador de atmósferas y entusiasta de la “ortografía
cinematográfica”, que centraba en la planificación y el montaje; aquel contador
de cuentos desde el zoco, solo sobreviría un año a su última película, un desconocido
relato de ciencia ficción, Nexus 2431,
rodado en 1994. No podía ser de otra forma, porque para José María Forqué el
cine era su vida.
(Publicado en la edición digital de "El Cultural", 7 de marzo de 2023).