Marlon Brando, un rostro penetrable

 

Dentro de la eterna disputa de si un actor es grande porque se acopla a todos sus personajes, o son estos los que quedan incorporados a su personalidad, en el caso de Marlon Brando no hay debate: es él quien subsume cuantos personajes se le encomendaron, ya fueran trabajadores manuales, jóvenes inconformistas, capos mafiosos, emperadores de la selva o los mismísimos Emiliano Zapata, Marco Antonio o Napoleón Bonaparte. Brando siempre era Brando por encima de ellos, como si su rostro, su cuerpo entero, sus actitudes y gestos quedaran penetrados por los seres de ficción que él encarnaba.

"Un tranvía llamado Deseo", de Elia Kazan (1951)

La fortuna para Marlon Brando comenzó el 3 de diciembre de 1947, en el neoyorquino Teatro Ethel Barrymore, con el estreno de Un tranvía llamado Deseo, de Tennesse Williams, dirigida por Elia Kazan. Su labor como el jornalero polaco Stanley Kowalski supuso toda una revelación por la sinceridad, fuerza, incluso fiereza con que lo desempeñó. Características que se repetirían cuatro años después en la versión cinematográfica de la obra, también dirigida por Kazan, que daría a conocer al mundo a aquel potente actor de camiseta de tirantes y maltratador de su cuñada, Blanche DuBois.

Pero, contra lo que suele creerse, no era Un tranvía llamado Deseo el primer trabajo para la pantalla de Brando. Meses antes ya hizo Hombres, de Fred Zinnemann, donde personificaba a un soldado parapléjico a consecuencia de heridas de guerra. Precisamente él, que había sido expulsado de la Academia Militar de Shattuck por su mal comportamiento, rechazo que le llevó hasta Nueva York en 1943, donde su hermana mayor Jocelyn le contagió el interés por la interpretación. Desde entonces, sus clases con el maestro Erwin Piscator y, sobre todo, con Stella Adler, a la que también encontraría en el Actors Studio, conformaron la entidad artística de ese veinteañero, nacido el 3 de abril de 1924 en el seno de una familia bastante desestructurada de clase media de Omaha, en el Estado de Nebraska. En ese caldo formativo, representando lo que la crítica Pauline Kael definió como “una reacción contra la obsesión de la posguerra por la seguridad”, Brando halló su camino.

Con Elia Kazan, durante el rodaje de "La ley del silencio" (1954)

Un camino de gloria en sus películas iniciales, donde a las ya citadas seguirían inmediatamente ¡Viva Zapata!, de Kazan, sobre guion de John Steinbeck (1952); Julio César, del maestro Mankiewicz (1953), con su discurso como Marco Antonio que demostraba que Brando sabía recitar y no solo farfullar sus palabras; Salvaje, de Laszlo Benedek, realizada el mismo año, en la que incorporaba a aquel Johnny que se convirtió en símbolo de motoristas antisistema; y de nuevo con Kazan en La ley del silencio (1954), a través de cuyo protagonista, Terry Malloy, el cineasta trataba de expurgar la mala conciencia que sentía por su delación de colegas durante el macartismo, y con el que Brando lograría su primer Oscar.

Se diría que entonces Hollywood, contra el que el actor había despotricado una y mil veces, se fue apoderando progresivamente de él mediante títulos tan diversos como la recreación napoleónica Desirée, el musical Ellos y ellas, las “orientalizantes” La casa de té de la luna de agosto y Sayonara, y el intento de humanizar hasta cierto punto a un oficial nazi que significaba El baile de los malditos, con un sorprendente Brando teñido de rubio. Finalizaba con  estos títulos su vertiginosa década de los 50, previa a su único paso a la dirección con el peculiar y revisable “western” El rostro impenetrable, ya en 1961, después de que Stanley Kubrick renunciase a dirigirla, film que lograría la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.

"El Padrino", de Francis Ford Coppola (1972)

Envuelto en arriesgadas actitudes sobre minorías raciales y derechos civiles y, sobre todo, siendo pasto de la Prensa sensacionalista por sus relaciones amorosas (Anna Kashfi, Movita, Tarita y María Cristina Ruiz fueron las mujeres que le dieron una decena de hijos), la trayectoria artística de Brando parecía declinante en esa década de los 60. Pero incluso en ella tiene actuaciones sobresalientes como el sheriff Calder de La jauría humana, de Arthur Penn (1966), junto a un joven Robert Redford; el millonario Ogden Mears de la despedida del cine de Charles Chaplin, La condesa de Hong Kong (1967), que llevaba los rasgos de Sophia Loren, y, en idéntico año, especialmente el comandante Penderton de Reflejos en un ojo dorado, de John Huston, para muchos su mejor interpretación hasta ese momento, en lo que coincidía el propio Brando.


"El último tango en París", de Bernardo Bertolucci (1972)

Su oportunista Sir William Walker de Queimada, poderoso relato político sobre el colonialismo trazado por Gillo Pontecorvo en 1969, servía de pórtico a las tres magistrales, y radicalmente distintas, interpretaciones de Brando en la década de los 70: el “capo de los capos” Don Vito Corleone, de la primera parte de El Padrino, de Coppola (1972), con la que obtuvo su segundo Oscar, aunque se negó a recogerlo personalmente en protesta por la manera en que Hollywood había tratado al pueblo indio; el desgarrado y trágico Paul de El último tango en París que realizase genialmente Bernardo Bertolucci en esa misma fecha, y aquel Coronel Kurtz de Apocalypse Now (1979) que reinase en lo más profundo de la selva vietnamita recreada por Coppola entre brumas de pesadilla y síntomas de fin de civilización. Entre estas tres obras maestras, el “divertimento” (un poco caro, cobró 3,7 millones de dólares por unos minutos de película) de Superman, en el papel de Jor-El, padre del superhéroe del planeta Krypton.

La filmografía restante de Marlon Brando, hasta su fallecimiento el 1 de julio de 2004, no estuvo ni de lejos a la altura de esos títulos recién citados. En todo caso, cabe mencionar su breve trabajo como abogado defensor en Una árida estación blanca, de Euzhan Palcy (1989), única ocasión en que fue dirigido por una mujer y en la que intervino por su denuncia del “apartheid” sudafricano, obteniendo con ella la sexta de sus nominaciones a los Oscar dentro de una trayectoria de cuarenta títulos. Y la curiosidad de que en la mediocre Cristóbal Colón: El descubrimiento, de John Glen (1992) encarnase nada menos que al españolísimo inquisidor Torquemada… La mayoría de sus últimas películas tuvieron solo una utilidad económica para sufragar los gastos de la isla tahitiana que Brando adquirió para su aislamiento y disfrute. Se lo había ganado, especialmente cuando, además de sus potentes inicios interpretativos, recordamos su imperecedero trío de la década de los 70.

"Apocalypse Now", de Francis Ford Coppola (1979)


El Actors Studio

Fundado en 1947 por Elia Kazan, Cheryl Crawford y Robert Lewis, ha ejercido una influencia decisiva en el teatro y cine norteamericanos. Su sistema de trabajo es lo que habitualmente se conoce como “el método”, caracterizado por una fuerte interiorización de los personajes en las propias vivencias de los actores, que deberán profundizar al máximo en ellas para dotar de verdad sus interpretaciones. Partiendo de las enseñanzas del teórico ruso Constantin Stanislavski, que incorporase en la década de los 30 el Group Theatre, serían Stella Adler y Lee Strasberg –director por un amplio periodo, desde 1951, del Actors Studio– quienes, además de Kazan, llevasen al máximo sus principios. Prácticamente, desde su creación todos los actores de primera fila de la escena y el cine de Estados Unidos han pasado, con mayor o menor intensidad, por su sede neoyorquina: Marlon Brando, Montgomery Clift, James Dean (a quien Brando consideraba el mejor alumno), Elizabeth Taylor, Marilyn Monroe, Paul Newman, Jack Nicholson, Jane Fonda, Robert De Niro, Al Pacino, y un larguísimo etcétera que se extendería por todos los países, donde “el método” acabó imperando de manera casi hegemónica. Pese a contar con muchos detractores, partidarios de teorías de interpretación menos ancladas en la “psique” y las experiencias personales, lo cierto es que, sobre todo en el periodo 1950/1990, el uso del “método” ha aportado actuaciones realmente memorables.


(Publicado en "El Cultural", 29 de marzo de 2024).



Para nunca olvidar a Patricia Ferreira


Texto solicitado por el Festival de Málaga para incluirlo en su página Web y en el Catálogo de su 27 edición (1-10 de marzo de 2024). 

Le gustaba viajar a países lejanos, leer y ver “thrillers”, hacer fotos, dar clases, hablar con amigas y amigos, Mallorca, el perfume Giorgio, la comida peruana y el helado de yogur con arándanos; amaba a Emma y a Leyre… Pero, por encima de todo, le apasionaba su profesión de cineasta y el defender los derechos de sus compañeras desde CIMA, la Asociación que contribuyó a fundar y a la que entregaba buena parte de sus horas.

Fue Patricia Ferreira una mujer a la que cabía definir como “de pensamiento complejo”, porque no se conformaba con quedarse en la superficie de la realidad, sino que buceaba sin cesar en sus aspectos más profundos. Quizá por ello se ensimismaba en su trabajo de manera tan radical. No solo en los rodajes, donde le encantaba dirigir a todo un equipo, sino en la escritura de un guion, en la preparación de una sesión con sus alumnos o en el análisis de un texto legal. En esos casos, su capacidad de abstracción era tan absoluta que el mundo dejaba de existir a su alrededor.

De ahí nacieron sus siete largometrajes, considerando el primero el casi desconocido El Paraíso, que realizase para Televisión Española, su film inicial de ficción tras participar en decenas de documentales, como la mítica serie Equinoccio, a la que seguirían, años después, otras como El país en la mochila, Paraísos cercanos o Todo el mundo es música. Y ya en el terreno cinematográfico Sé quién eres, El alquimista impaciente, Para que no me olvides, Señora de…, Los niños salvajes (su película preferida, con la que obtuvo la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga), y Thi Mai, además de los mediometrajes El secreto mejor guardado y El amanecer de Misrak.

Una filmografía donde la memoria, las relaciones familiares y el hecho ineludible de la muerte conforman un todo coherente y muy revelador de su tiempo. Trayectoria cuyo desarrollo se completará dentro de muy poco, cuando se emita por la I Cadena de TVE la serie Las abogadas, que Patricia creó y por la que luchó durante sus últimos seis años para devolver a la luz la historia de aquellas abogadas laboralistas que tanto batallaron por la democracia en los estertores del franquismo y el comienzo de la Transición.

Tuve la inmensa fortuna de amarla y convivir con ella durante más de tres décadas. Y la admiré profundamente, como solo puede sentirse hacia las personas muy especiales, aquellas que jamás deben caer en el olvido.

Fernando Lara

Juan Mariné, más de un siglo de imágenes

 



No hay profesional del cine español que haya transitado por la República, la Guerra Civil, la Dictadura, la Transición y la Democracia…, salvo Juan Mariné gracias a sus 103 años. Pues nacido el 31 de diciembre de 1920, con solo 14 ya entra como auxiliar de El octavo mandamiento, para ir escalando en el escalafón dentro de las producciones de la CNT y de Laya Films, dependiente de la Generalitat de Catalunya, hasta lograr en 1947 dirigir la fotografía de un episodio de Cuatro mujeres, de Antonio del Amo, y poco después la totalidad de La sombra iluminada, de Carlos Serrano de Osma.

Antes Juan Mariné había pasado por tres campos de concentración, un servicio militar interminable y oficios varios. Pero ya en esta década de los 40 se convenció de que “no podía ser otra cosa que operador”. Y así lo desarrollaría a la largo de nada menos que 140 películas antes de su retirada en 1989 con La grieta, de Juan Piquer, con quien centró la última etapa de su carrera en films fantásticos o de ciencia ficción. Porque él había ido elaborando de manera autodidacta una serie de recursos y artilugios técnicos que le hacían especialmente apto para este género, como también para los “spots” publicitarios a los que se dedicaría una larga temporada.

"La gran familia", de Fernando Palacios (1962)

13 películas con el citado Antonio del Amo; 10 con José María Forqué; 4 con Manuel Mur Oti y, sobre todo, 22 con Pedro Lazaga y 36 en producciones de Pedro Masó, 5 de la cuales con este como director, además de las 7 con Juan Piquer, conforman la trayectoria básica de Mariné. Con especial fidelidad a unos determinados cineastas, que le corresponderían con plena confianza hacia su trabajo, efectuado demasiadas veces en tiempo récord y condiciones económicas más que limitadas. Fue siempre Mariné un hombre tan entregado a la industria cinematográfica como valorado por ella, figurando en títulos de la comercialidad de los cuatro en que fotografió a Joselito entre 1957 y 1960, La gran familia y su continuación La familia y… uno más (1962 y 65), La ciudad no es para mí (de ese mismo 65), Los chicos del Preu y Sor Citroen (ambas de 1967), Experiencia prematrimonial (1972) o tantas de las comedias que poblaron el cine español de la época.


"La Gata", de Margarita Alexandre y Rafael Torrecilla (1956)

Profesional integrado en la industria, pero también capaz de enfrentarse a la primera película rodada en Cinemascope y Eastmancolor dentro de nuestro país, La Gata, de Margarita Alexandre y Rafael Torrecilla (1956). O de utilizar solo luz natural en diversas secuencias de 091, Policía al habla y Un millón en la basura, ambas de Forqué, ya en la década de los 60. Porque aun en el cine más convencional, Mariné siempre mantuvo una voluntad investigadora e innovadora sobre su propio oficio.

“Penetrar en los secretos de la luz es mi permanente obsesión; la luz en todos sus condicionantes: calidad, cantidad, contraste, encuadre, profundidad… Siempre veo las cosas bajo el prisma cinematográfico y mi mirada, instintivamente, las enmarca en un rectángulo de luz”, declararía a Florentino Soria para el libro “Juan Mariné. Un explorador de la imagen”, editado por la Filmoteca de Murcia. Y, como casi lógica consecuencia, su vocación se entregaría después a la conservación y restauración de películas.

Juan Mariné, durante uno de sus trabajos de restauración

Llevado sucesivamente a cabo en la Filmoteca Española y en la ECAM (la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid), acompañado a menudo por su mujer, Concha Figueras, Juan Mariné ha realizado un trabajo sobresaliente en beneficio de nuestro patrimonio cinematográfico, con éxitos tan notables como las recuperaciones de La aldea maldita o Currito de la Cruz. Máquinas propias de lavado y reparación de celuloide o el negativo de 35 milímetros con solo dos perforaciones, son algunas de sus aportaciones, como ha destacado el documental Juan Mariné. Un siglo de cine, de María Luisa Pujol, que recibió el pasado diciembre el Premio Forqué dentro de esta categoría.

Sí, todo un siglo de cine, para un profesional que no dudaba en confesar que “mi retina equivale casi a una emulsión fotográfica”, en una completa simbiosis entre un hombre y su cámara.


(Publicado en "El Cultural", 2-8 de febrero de 2024).