Desde el púlpito

 

De repente, una cifra inesperada restalló ante miles de asombrados ojos: una película desconocida había logrado la cantidad de 5.582 euros por copia, siete veces más de lo obtenido por Godzilla vs. Kong, casi diez veces por encima de Tom & Jerry y más de cinco respecto al estreno de Otra ronda (que ocupaban los tres primeros lugares de ese fin de semana en recaudación). Aunque solo se proyectaba en seis cines, tres en Madrid y uno en Barcelona, Sevilla y Toledo, eran números reservados a los “blockbusters” de Hollywood, todavía más insólitos en estos tiempos de pandemia. El título era Vivo, pero no, no se trataba del film coreano de zombies con el mismo nombre, sino de ¡un documental español!

El tema de la película es el encuentro directo con Dios de cinco personajes reales, cuyas vidas –sumidas antes en la tristeza, el desarraigo o la más absoluta negrura– se vieron iluminadas y encauzadas por esta revelación divina. Jorge Pareja, su director, relata sus trayectorias hacia la verdad y la felicidad, en auténticas epifanías sin duda conmovedoras. Desde la pantalla se ofrecía así un rápido camino de redención en tan solo hora y media.

¿Esas cifras de Vivo serían el efecto de una única semana peculiar? Pues no, en los siguientes findes siguió recaudando 2.097, 1.889 y 1.067 euros por copia, al bajar la proporción por haber ido incrementando su número de pantallas hasta las 27, ya diseminadas por buena parte del territorio español. Todo un ejemplo de éxito para el largometraje distribuido por Bosco Films, nombre significativo, que sin duda había llegado a las conciencias de sus espectadores. Merecía la pena indagar un poco en datos tan sorprendentes.

La solución me la fueron dando conocidos y familiares de Misa dominical, que de todo tiene uno entre sus amistades. Vivo había sido recomendada calurosamente desde muchos púlpitos, motivando a los feligreses para que fuesen a verla por lo que contenía de mensaje esperanzador y muy convincente para la mayoría de ellos. Lo que surtió un efecto inmediato entre los fieles, ya que parece que muchos habían perdido el sentido de sus vidas y buscaban reencontrarlo gracias a aquellas imágenes benéficas.

Fotograma del documental "Vivo", de Jorge Pareja

A lo largo de las décadas, la Iglesia católica pasó de condenar el cine como un instrumento del diablo para la perdición de las almas, a tratar de controlarlo mediante su decisiva participación en comités de censura y establecer calificaciones morales de las que siempre quedarán en el recuerdo el 3R (Mayores con reparos) y el 4 (Gravemente peligrosa), buscar el “film ideal”, financiar grandes producciones bíblicas y, ahora, convertirse en agentes de “marketing” desde los púlpitos. Toda una evolución digna de estudio.


(Publicado en "Turia" de Valencia, mayo de 2021).


Historia de un momento decisivo

 

Madrid, abril de 1963: en unos mismos días va a coincidir la condena a muerte y ejecución de Julián Grimau con el rodaje de El verdugo, la obra maestra de Luis García Berlanga y Rafael Azcona, precisamente sobre la pena máxima. Y a lo largo de seis jornadas, Pelayo Pelayo, cineasta incipiente y militante comunista cuyo primer guion “La estrategia del amor” se halla próximo a filmarse, asiste a ambos hechos, como testigo de un tiempo que se revelará decisivo para todo el país y para él mismo. Porque su historia personal también va a cambiar en esas fechas, tanto desde el lado afectivo como profesional, en un nítido paralelismo entre lo particular y lo colectivo.

Este es el planteamiento de “Rodaje”, la espléndida quinta novela de Manuel Gutiérrez Aragón, que Turia se había apresurado a recomendar hace unas semanas y que supone una especie de crónica interiorizada de un momento particularmente significativo de la vida española. No es difícil encontrar en ella rastros autobiográficos de su autor, donde junto al protagonista conviven personajes reales como Bardem y el propio Berlanga o tan identificables como el actor Juan Luis Mañara, con los inconfundibles rasgos de Galiardo, o un ayudante de dirección que es Ricardo Muñoz Suay, todos ellos contemplados con un divertido humor no exento de crítica. Además, ese “rodaje” al que alude el título del libro se refiere no solo al de El verdugo en los Estudios CEA, sino al experimentado por Pelayo Pelayo en su iniciación a un mundo adulto duro, mísero y sometido a un franquismo represivo al máximo, donde ni siquiera las musas idealizadas, como su novia Laura, acaban jugando el papel imaginado desde un sentimentalismo adolescente.

"Rodaje" es la quinta novela de Manuel Gutiérrez Aragón

Probablemente llevado por su fascinación hacia Cervantes y su Quijote, Gutiérrez Aragón estructura su novela como una serie de episodios que le van sucediendo a su personaje central durante los seis días y seis noches en que transcurre el relato. Por supuesto, con la necesaria hilazón entre esos episodios, pero que llegan al lector mediante una arquitectura narrativa que cabría calificar de “lagunar”, a base de espacios autóctonos unidos por una corriente subterránea que hace que “Rodaje” supere el costumbrismo para adoptar en ocasiones una vertiente casi fantasmagórica sobre el Madrid en blanco y negro de la década de los 60.

Véase, en este sentido, el amplio y magnífico capítulo que sucede en el Cine Carretas, templo de la marginalidad, la masturbación y el sexo más turbio de la época. Es el punto álgido de una novela que destaca asimismo por el acierto de sus diálogos, dentro de un “Rodaje” marcado por la muerte, ya sea la real de Grimau o la ficticia del condenado a garrote vil en El verdugo.


(Publicado en "Turia" de Valencia, abril de 2021).



Claudio Guerín, entre la razón y la pasión

 

Era de esas personas que estando en un grupo, por numeroso que fuera, acababa llevando la voz cantante, todas las conversaciones se centraban en él porque dominaba los temas más dispares y sabía encandilar a cuantos le escuchaban. Así era Claudio Guerín, que solía añadir su segundo apellido, Hill, de origen británico; así era en su relación con los demás, que quedaba bañada por su acento andaluz y por sus ojos azules, cubiertos a menudo por unas gafas oscuras que quizá le distanciaban de su interlocutor y propiciaban esa imagen de frialdad con que a menudo se le caracterizaba, una imagen que él rebatía con fuerza.

Destilaba Claudio inteligencia y sensibilidad, también un mar de dudas e incluso angustias que mantenía casi ocultas, hasta el punto de que en la introducción a la entrevista que Diego Galán y yo le hicimos para “Triunfo” en febrero de 1972 confesábamos que “hallar una persona con la que poder establecer una comunicación intelectualmente importante, que te enriquezca y te haga replantear montones de cosas, no es por desgracia algo habitual. Nos hemos encontrado con un hombre reflexivo, sereno, lúcido, abierto a un diálogo que superaba a cada instante los datos más puramente circunstanciales de nuestra conversación”. Hablamos de lo divino y humano en aquella ocasión, como lo seguiríamos haciendo otras veces, muchas de ellas en compañía de los miembros del grupo andaluz que llegaron a Televisión Española en tiempos muy difíciles y restrictivos. Josefina Molina, José Manuel Fernández, Romualdo Molina, Carlos Gortari, Alfonso Eduardo, además de Claudio Guerín, habían “asaltado” con su talento Prado del Rey, rompiendo con un oficialismo contra el que lucharon con denuedo, sobre todo en la Segunda Cadena, el UHF como se decía entonces, bajo los auspicios de Salvador Pons, su director y posteriormente Jefe de Programas de la Primera.

"Luciano", práctica fin de carrera de Claudio Guerín en la Escuela de Cine 

Tras haber hecho para TVE numerosos documentales, sobre todo para el espacio “Conozca usted España”, como también haría después de tipo musical empezando por el espléndido Noche en los jardines de España, fue en los programas de carácter dramático donde Claudio Guerín demostró al máximo su talento. Su Ricardo III supuso en 1967 un fuerte aldabonazo que repercutió en las paredes de la llamada “Santa Casa”. Allí había un realizador diferente, profundo en el análisis de los textos, ambicioso desde el punto de vista estilístico y renovador en el uso de las telecámaras. No hacía, en definitiva, otra cosa que aplicar para la pequeña pantalla los principios cinematográficos que había aprendido en la Escuela Oficial de Cine y que quedarían plasmados en Luciano, su práctica final de carrera y considerada generalmente como la mejor de cuantas se filmaron en la EOC. Llevaban “el cine en la sangre” los componentes de ese grupo andaluz, que en buena parte los había ido inoculando el sevillano Cine- club Vida, igual que Josefina Molina –ayudante de Claudio en varias ocasiones de esta etapa– demostrase desde La metamorfosis, su primer trabajo también para la Segunda Cadena. No es, por tanto, casual que ella dijera con rotundidad que “Claudio Guerín introdujo técnicas de grabación distintas. Llevó el más primitivo lenguaje cinematográfico a TVE”.

Después de Ricardo III, llegarían El mito de Fausto, El portero, El cepillo de dientes, La última cinta, La parábola del Homo Maximus, Acreedores, Hamlet (otro éxito muy resonante, ya para Estudio 1, en la Primera Cadena) y Retablo de la mocedad del Cid, todas ellas entre 1967 y 1971, tan solo cinco años pero con un ritmo intensísimo de grabaciones. Lo que le convirtió en el “hombre de moda” dentro de Prado del Rey, el realizador joven de mayor prestigio, sobre todo para la crítica especializada y los telespectadores más exigentes. Aunque también esa adquirida relevancia despertaba envidias varias dentro de un sector tan competitivo, cuyos integrantes siempre debían vencer dificultades mil entre los despachos de los jefes televisivos.

"La última cinta", realizada por Claudio Guerín y protagonizada por Fernando Fernán-Gómez 

De entre todos los títulos citados, fijémonos un momento en La última cinta, la obra que ha rescatado Filmoteca Española para ofrecerla, más de medio siglo después, al público actual. Son solo 53 minutos para recrear la obra de Samuel Beckett y con el intérprete perfecto para ella, Fernando Fernán-Gómez. Verla hoy supone un regalo, tanto por contemplar al grandísimo actor en su monólogo como por la forma en que Claudio Guerín la lleva a imágenes, con la puesta en escena que acreditaría en sus sucesivas realizaciones, a base de envolventes movimientos de cámara, con frecuencia subida a una grúa, planificación muy variada y, en definitiva, una elegancia de estilo muy personal. Con el atractivo suplementario de comprobar la dialéctica desplegada entre realizador e interprete, capítulo de la dirección de actores en el que Claudio confesaba haber ido “aprendiendo” sobre la marcha, con la exigencia que implicaba, además, estar al nivel de un Fernán-Gómez. También la labor de Mariano Ruiz-Capillas en la iluminación y de Jaime Queralt en los decorados contribuirían decisivamente al feliz resultado de La última cinta. Que, vista ahora, contiene un dato curioso: realizada en 1969, sin embargo cuando el protagonista, Krapp, escucha en la radio las campanadas de la Puerta del Sol, se da la bienvenida y se desea lo mejor ¡para 1975!, justo el año en que Franco va a morir…

Se verá que insisto en la trayectoria televisiva de Claudio Guerín por encima de su faceta cinematográfica, como ya hizo Rafael Utrera en su imprescindible libro sobre él, que publicase la Universidad de Sevilla en 1991. Y es que contra lo que pudiera parecer lógico, su personalidad se reveló con mayor precisión y nitidez en sus adaptaciones de Shakespeare, Goethe, Strindberg, Pinter o el propio Beckett que en sus películas. Algo más en su episodio de Los desafíos (1969), pero no desde luego en La casa de las palomas, de dos años después, o en La campana del infierno, que rodó pero no llegó a montar. Fueron trabajos de encargo dentro de un camino por el que Claudio optó: conseguir un marchamo de profesionalidad dentro de la industria para, a partir de ahí, poder llevar a cabo obras más personales, justo lo contrario de lo elegido por casi todos sus compañeros de la EOC. Seguía así el modelo de determinados cineastas norteamericanos a quienes valoró positivamente siempre, tanto en su etapa cineclubista como al ejercer la crítica en “Nuestro Cine”, haciendo gala de un equilibrio entre Hollywood y el cine europeo nada fácil en un medio tan volcado hacia el realismo crítico.

Pero le faltó tiempo para llegar al “cine de autor”… La vida de Claudio Guerín Hill se truncó con tan solo 34 años, en el último día de filmación de La campana del infierno. Nunca sabremos hasta dónde habría llegado en la pantalla grande, pero a tenor de lo logrado en la pequeña las perspectivas a largo plazo eran óptimas. Cuando por fin hubiera accedido a crear “obras que mostraran la tensión entre la razón y la pasión, tensión que constituye el meollo de las grandes obras”, en acertadas palabras de Manuel Gutiérrez Aragón. Esa duplicidad suya que también se manifestaba en una personalidad atractiva y seductora, pero siempre con un halo de cierto misterio rodeando su penetrante mirada.

(Artículo escrito para Filmoteca Española con motivo de la inclusión de "La última cinta" en su canal "Flores en la sombra", de Vimeo, abril de 2021).