Las películas de nuestra vida

 

Dice Martin Scorsese que las dos películas que más le han influido como cineasta son Ocho y medio, de Federico Fellini, y Peeping Tom, de Michael Powell, largo tiempo prohibida en España y que se estrenó con el tremendo subtítulo de El fotógrafo del pánico. Muy dado a elaborar listas de todo tipo sobre sus films preferidos, lo que proviene, según él, de un deseo didáctico para que sean conocidos por los espectadores más jóvenes, la elección de estas dos obras de la década de los 60 tiene su justificación: “Siempre he sentido –señala Scorsese– que Peeping Tom y Ocho y medio dicen todo lo que puede decirse sobre el hecho de hacer cine, sobre el proceso de aunar en una película la objetividad y subjetividad de la misma y la confusión entre ambas”. Porque Ocho y medio captura el disfrute de hacer películas, mientras que Peeping Tom muestra la agresión que subyace en ellas, de qué manera y hasta qué punto viola una cámara. Al estudiarlas, puedes descubrir todo acerca de las personas que se expresan a través del cine”.

Palabras dignas de reflexión por parte de uno de los autores decisivos del cine norteamericano contemporáneo, me inducen a una idea que ofrezco a Pau Vergara: proponer a los lectores de la Turia que nos comuniquen cuáles han sido las dos o tres películas de su vida, españolas o extranjeras. No es cuestión de elaborar otro listado para discernir “las películas más importantes de la historia del cine”, sino de traer a la memoria aquellas que hayan supuesto un impacto especial en nosotros por causas que pueden ser variopintas, incluso dependiendo en ocasiones de cuándo, dónde y con quién las hemos visto. Se trata, en definitiva, de una encuesta pública para diseñar la “crónica sentimental” de generaciones de espectadores ante unas pantallas siempre mágicas o generadoras de conocimiento. Ya verán cómo casi siempre la elección de unos determinados títulos va unida a la música que acompañaba a aquellas imágenes imperecederas para cada uno, dotando así de pleno sentido a su lenguaje audiovisual.

Para dar “ejemplo”, me lanzaré a decirles las dos películas que más me han influido para llegar a la apasionada tarea a la que me dedico: Mi tío y Muerte en Venecia. La de Jacques Tati porque supuso el descubrimiento de que el cine podía ser otra cosa que los films de aventuras, “del Oeste” o de pura distracción que solíamos ver en programas dobles las tardes en que no había colegio. La de Luchino Visconti porque refleja como ninguna la búsqueda del cine por conseguir ser un arte total y, sobre todo, por el infinito deseo de belleza que Tadzio sugería con su brazo extendido hacia el horizonte. Pero que, al mismo tiempo, denotaba que nunca seremos capaces de abarcarla en toda su irresistible plenitud.

¿Se animan al juego? Puede ser no solo divertido…


(Publicado en "Turia" de Valencia, marzo de 2022).


Moscú no cree en las lágrimas

 

Era el título de una película soviética de 1979, gran éxito en su país y que trascendió las fronteras al recibir al año siguiente el entonces llamado Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa. Gracias a este premio se estrenó en casi todo el mundo, también en España, con un cierto reconocimiento crítico, hoy ya olvidado. Moscú no cree en las lágrimas era un largo melodrama centrado en tres mujeres jóvenes que llegan a la capital en busca de realizar sus sueños, en gran parte incumplidos. El también actor Vladimir Menshov la dirigió con eficacia, basándose sobre todo en el encanto interpretativo de su esposa, Vera Alentova, en el papel protagonista. Una pareja rota al fallecer él a consecuencia del covid en julio del pasado año.

Pero, como cabe suponer, no me refiero a este film para hablar de él, sino por utilizar su título para abordar la criminal invasión de Ucrania por parte de Vladimir Putin. Y, dentro de las características de esta sección, deseo rendir un sincero homenaje a los cineastas ucranianos, que seguro que están filmando los sucesivos pasos de la barbarie emprendida desde el Kremlin. Un terreno, el del documental, donde las y los jóvenes profesionales han destacado sobremanera en los últimos años, especialmente a partir de la revuelta del Maidán, cuyo desarrollo testimoniaron de forma muy eficaz.

Tienen un maestro en el que fijarse, Sergei Loznitsa, cuyos trabajos le han ido convirtiendo en figura de referencia dentro de las cinematografías del Este de Europa. Sus documentales de montaje sobre uno de los más significativos Procesos de Moscú en los años 30 (El proceso), los funerales por la muerte de Stalin (Funeral de Estado) o el exterminio de judíos por parte de los nazis en los alrededores de Kiev (Babi Yar. Contexto) se conjugan con títulos de ficción (En la niebla) o que fusionan uno y otro género, caso de Donbás, premiada por la sección paralela Una cierta mirada del Festival de Cannes de 2018 y que logró el máximo galardón del de Sevilla.

Pero Ucrania ya se relacionó históricamente con nombres ilustres, como los de Dziga Vertov o Aleksandr Dovjenko, adscritos a la etapa más fértil del cine soviético. Porque hasta la caída de la URSS, las producciones de sus distintas repúblicas se confundían con las creadas y, sobre todo, financiadas desde Moscú. Así fue hasta que el conflicto de las zonas separatistas del Donbás, que Rusia apoyó decisivamente, interrumpiese el grifo financiero de esta producción y el cine ucraniano quedara a expensas de sus propios recursos, que no eran muchos y circunscritos casi siempre –como queda dicho– al documental. También se secaron entonces los ingresos y puestos de trabajo generados por películas y series cuya trama tenía lugar en Moscú, pero que se rodaban en Kiev para abaratar costes, a la manera en que los norteamericanos hacen con Nueva York y Toronto.

Todo puede quedar arrasado en muy breve tiempo por la furia nacionalista de Putin. Realmente, Moscú no cree en las lágrimas.


(Publicado en "Turia" de Valencia, marzo de 2022).