Una cineasta que nos ha hecho mejores

 

Josefina Molina

Se le ha calificado una y mil veces de pionera, de precursora, de adelantada a su época, de adalid del feminismo. Con toda justicia, porque esos adjetivos se ajustan como un guante a la realidad. Pero Josefina Molina no es solo eso, sino también una mujer sensible, cálida, también tímida, pero sobre todo inteligente y siempre muy consciente del tiempo en que le ha tocado vivir. Ese tiempo que se puso por montera cuando decidió salir de su Córdoba natal para ser algo tan extraño entonces como directora de cine.

En su autobiografía “Sentada en un rincón”, que se publicó el año 2000 con motivo del homenaje que le dedicó la Semana de Cine de Valladolid, Josefina Molina escribe: “A veces pienso que nos pasamos la vida intentando realizar los sueños que tuvimos de niños o de adolescentes, y luchamos por alcanzar aquello que un día proyectamos ser, buscando con insistencia todo lo que deseábamos conseguir cuando teníamos pocos años. Jugar con imágenes, contar historias, provocar emociones, conocer a los demás y comunicarme con ellos, para poder reconocerme y comprenderme a mí misma, es todo lo que yo he deseado verdaderamente”. Una bella declaración de principios en un texto autobiográfico que, al contrario de lo sucede tantas veces, destaca por la humildad y modestia con que está escrito.

Con Concha Velasco, durante el rodaje de "Teresa de Jesús"

Llevada de esa vocación, rodeada por un mundo de hombres, fue Josefina la primera mujer que se graduó como directora en la Escuela Oficial de Cinematografía, en 1967. Poco después empleó, como nadie había hecho, el rodaje plano a plano en vídeo para su adaptación televisiva de “La metamorfosis”, de Kafka. Se situó en cabeza del grupo de jóvenes realizadores que, en la década de los 70, cambió radicalmente los espacios dramáticos de Televisión Española a través de programas como “Hora 11” o “Teatro de siempre”. Desarrolló de manera especialmente inventiva el modelo del “docudrama”, hasta convertirse en una obligada y ya clásica referencia con su decisiva película “Función de noche”, filmada en 1981. Sumaría a ese modelo el significado de la obra teatral “Cinco horas con Mario”, de Miguel Delibes, de quien también adaptó de forma modélica en 1977 su novela “El camino”, dividiéndola en varios episodios. Abordó con originalidad, capacidad creativa y éxito de audiencia las series de gran formato con “Teresa de Jesús” (1984). Fue pionera en la investigación del uso de cámaras digitales para la grabación de programas de televisión…


Daniel Dicenta y Lola Herrera, en "Función de noche"

Una diversificada, rica y amplia labor en el campo audiovisual, compartida entre lo cinematográfico y lo televisivo (con también una amplia faceta documental en este campo), donde la exigencia en el lenguaje y la composición estética se suma a una especial profundidad en la composición de sus personajes y en el tratamiento de épocas y ambientes, así como a un destacado dominio de la dirección de actores. Siempre rigurosa y exigente en su forma de abordar los diversos géneros y temáticas, la corta filmografía de Josefina Molina se compone, además de “Función de noche”, de “Vera, un cuento cruel” (1973); “La tilita”, episodio de la película colectiva “Cuentos eróticos” (1979); “Esquilache” (1984); “Lo más natural” (1990) y “La Lola se va a los puertos” (1993).

La dirección teatral (faceta en la que siempre se recuerda especialmente su espléndido montaje de “Cinco horas con Mario”), la novela biográfica de carácter histórico, junto a una amplia labor teórica y pedagógica, completan el breve perfil de una vida desarrollada en esta nada fácil España, sobre todo para la mujer. Una nación cuyo eterno dilema, según dice la propia Josefina, es “el del absurdo y la irracionalidad frente a la razón, conflicto que siempre está presente en las distintas batallas de nuestra Historia”.

Tras recibir el Premio Nacional de Cine 2019 de manos de José Guirao

Premio Nacional de Cinematografía en 2019; Goya de Honor de la Academia de Cine siete años antes; Medalla de Oro a las Bellas Artes; Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo; Medalla de Oro de Andalucía, Comunidad de la que es también Hija Predilecta; Mujer de Cine 2011 para el Instituto de la Mujer; Espiga de Oro del 45 Festival de Cine de Valladolid, Presidenta de Honor de CIMA, la Asociación de Mujeres Cineastas y del Audiovisual, que supera el millar de afiliadas; miembro destacado de la Academia de Bellas Artes de San Fernando…, entre otros reconocimientos, las distinciones se han ido acumulando sobre Josefina. Alguien para quien su labor de dirección consiste en “realizar; es decir, hacer realidad, y la realidad es siempre más concreta y limitada que la pura fantasía subjetiva”. Alguien que, por tanto, siempre ha defendido “la apasionante fantasía de la realidad”. Alguien que hizo suya la frase que Alfonso Sastre, en la obra teatral “Los últimos días de Emmanuel Kant”, que ella dirigió, puso en su boca poco antes de morir: “La vida es un tapiz tejido con hilos de locura”

Cuando se habla de creación en imágenes, ese juego entre realidad, fantasía y locura alcanza su plena carta de naturaleza. Cuando se hace con la sensibilidad, talento y maestría de Josefina Molina, el “juego” con que ella soñaba de niña nos hace a todos más lúcidos, reflexivos y libres. En definitiva, una mujer cuya vida y cuya trayectoria personal merece la pena conocer muy a fondo.

Josefina Molina con su Goya de Honor en 2012

Baste para demostrarlo la generosidad que se desprende de las sucintas palabras que escribió para agradecer su Goya de Honor, que, al sufrir una inoportuna indisposición, recogieron por ella dos de sus compañeras, las cineastas Judith Colell y Patricia Ferreira:

“Gracias, Judith.

Gracias, Patricia.

 Siento de verdad no poder estar ahí.

Queridos compañeros de la Academia, muchísimas gracias por este premio, que necesariamente comparten una larga lista de grandes profesionales del cine español que me enseñaron y trabajaron conmigo a lo largo de los años. Sin ellos yo no sería Goya de Honor 2012. Y ellos y ellas saben que los llevo en el corazón.

Así que otra vez gracias. Un gran abrazo”.

Y es que mujeres como Josefina Molina han edificado con su talento y su lucha un país mejor, un país en el que –pese a todo– merece la pena vivir.


(Publicado en la revista "Aquí estamos" nº 180, diciembre de 2023).

 

Las mil y una Concha Velasco

 

Se comía el mundo aquella muchacha que iba en el asiento de atrás de un coche descapotable por las calles madrileñas en Las chicas de la Cruz Roja. Se le llenaba la boca llamando ¡puta! entre dientes a Amparo, la sirvienta que había conquistado al rico indiano con el que ya no podría emparentar, al final de Tormento, de Pedro Olea. Transmitía un hálito de esperanza, pese a todo, la corista Paca en su relación con un huido político, mientras tenía que someterse al estraperlista de posguerra que la chantajeaba en el Pim, pam, pum... fuego creado por el propio Olea y Rafael Azcona. Personajes muy distintos, prácticamente opuestos, solo unidos por la personalidad y el magistral registro interpretativo de Concha Velasco.

Resulta imposible trazar en su caso una necrológica convencional, con sus habituales dosis de tristeza, nostalgia y duelo. Porque Concha Velasco era pura vitalidad, fuego en su mirada y su cuerpo, a lo largo de sus casi setenta años de prolífica carrera profesional. Ella era la personificación de la artista hecha a sí misma, autodidacta, con una energía a prueba de bomba con tal de triunfar en el mundo del espectáculo. Nacida en una familia muy humilde, desde que se iniciase de corista en la compañía de Celia Gámez hasta su consideración como una de las más grandes actrices españolas, su trabajo recorrió un arco de excelencia muy difícil de explicar con la simple lógica.

Concha Velasco como Teresa de Jesús en la serie dirigida por Josefina Molina

Que aquella simpática intérprete de comedias de parejas tan típicas del cine español de los 50 y los 60, la “chica yé-yé” de Historias de la Televisión con la que lograría una inmensa popularidad o la acompañante de Manolo Escobar en tantos títulos para lucimiento del cantante, sería capaz años después de llegar al enérgico misticismo de Teresa de Jesús en la inolvidable serie de Josefina Molina, o a la mirada de frío y pobreza de la cálida prostituta de La colmena, o al desgarro sexual de un París-Tombuctú donde cumplía su sueño de ser dirigida por Berlanga, supone uno de los mayores misterios de nuestro cine. Pocas veces habremos asistido a una metamorfosis así de intensa y reveladora, que se extendía al teatro, el musical o la televisión.

Fue justamente el teatro donde se dio el giro de una Concha Velasco harta de repetir similares papeles de chica alegre, divertida o enamorada. Intentó cambiar de registro con Los gallos de la madrugada, de su entonces pareja José Luis Sáenz de Heredia, pero la tempestuosa acogida que recibió en el Festival de San Sebastián de 1971 por haber sustituido a la prohibida Canciones para después de una guerra, le impidió que ese intento fructificase. Pero sí lo lograría ese mismo año con la obra de Buero Vallejo Llegada de los dioses, donde compartía cartel con Juan Diego y que la erigió en casi un símbolo de la lucha cultural contra el franquismo. No solo por su sorprendente labor en el escenario, sino por convertirse en adalid de la reivindicación por el descanso semanal, negado a los intérpretes, pero conseguido –además de otras exigencias laborales– tras la famosa “huelga de actores” de 1975, ya en confrontación directa con el Régimen.

En "Pim, pam, pum... fuego", de Pedro Olea, con Fernando Fernán-Gómez

El teatro venía siendo un sustento fundamental para Concha Velasco, como lo demostraba sus éxitos en Abelardo y Eloísa, Filomena Marturano, Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? o Buenas noches, madre, igual que seguiría haciéndolo con diversas obras de Antonio Gala, habitualmente dirigidas por José Carlos Plaza. Pero también a partir de las citadas Tormento y Pim, pam, pum… fuego, de 1974 y 1975, o, de la misma época, Las bodas de Blanca, la arriesgada película de Francisco Regueiro, y la incomprendida Libertad provisional, dirigida por Roberto Bodegas sobre el único guion original escrito por Juan Marsé, se abrían ante ella nuevas posibilidades en el cine, con papeles dramáticos que iba dominando progresivamente. Se había convertido en una actriz muy respetada y valorada por la profesión y por la crítica, no porque antes no lo fuese, pero en un terreno de comedia popular, siempre menos estimada que los géneros “serios”. Quizá este tránsito pueda ejemplificarse en el sucesivo cambio de Conchita a Concha, según era mencionada en los títulos de crédito.

Fueron llegando los reconocimientos, como el Premio a la Mejor Actriz de la Semana de Valladolid de 1985 por su espléndida labor, junto a Paco Rabal y Victoria Abril, en La hora bruja, de Jaime de Armiñán, pórtico del homenaje que le dedicó este Festival en su edición siguiente, para la que Fernando Méndez-Leite escribió el primer libro dedicado a ella; o la nominación a los Goya por su inteligente encarnación de Pastora en Esquilache, de Josefina Molina. Junto a Pedro Olea, con quien, ya en 1996, también destacaría en Más allá del jardín (de nuevo, sería nominada a los Goya), ella fue la cineasta con la que mejor se entendió y, a estas alturas, todos tenían “in mente” su impresionante desempeño en Teresa de Jesús, a un nivel que posiblemente ninguna otra actriz habría igualado. E incluso, lo mismo que Lola Herrera, recibió el homenaje de su Valladolid natal, al colocar una placa en la fachada del principal teatro de la ciudad, el Calderón, con su nombre y la frase “Mamá, quiero ser artista”, que tanto la caracterizó.

Concha Velasco, en su también decisiva faceta teatral y musical

Y que tituló un musical autobiográfico con la que triunfó por toda España en 1986, lo contrario que su versión de Hello, Dolly!, un fracaso que la arruinó en 2001, derrumbe económico en el que también intervinieron familiares muy cercanos. Junto a esos musicales, el teatro fue en las últimas décadas el balón de oxígeno de Concha Velasco, así como la televisión, que le ofreció abundantes dosis de trabajo aunque a menudo no a la altura de lo que merecía, por más que siempre defendió sus papeles con la máxima dignidad.

Se nos ha ido Concha Velasco, y con ella una parte fundamental del mejor cine español. No ha habido, ni posiblemente habrá, una actriz de tal vitalidad, de una capacidad de entusiasmo que transmitía a sus directores y compañeros y, sobre todo, de esa fuerza de transformación que nos llevan a hablar de las, por fortuna, mil y una Concha Velasco.


(Publicado en la edición digital de "El Cultural", 2 de diciembre de 2023).