Canto al Cine





Walt Whitman escribió un espléndido “Canto a mí mismo”, que tradujo al español León Felipe. Pablo Neruda no dudó en elaborar un “proyecto poético monumental” con su “Canto General”. Jorge Guillén nos hizo partícipes en “Cántico” del inmenso entusiasmo que sentía por la vida y el universo… Fueron explosiones de amor hacia lo que consideraban más suyo, más íntimo y personal, por lejano que estuviese. Por mi parte, deseo brindarles a ustedes humildemente un Canto al Cine, a los cines, a unas imágenes imperecederas que ya forman parte de nosotros mismos. Precisamente en unos momentos en que las salas están cerradas, que se teme por su futuro y se constata una supervivencia cada vez más difícil de sectores como la Distribución independiente y la Exhibición, sumergidos en horas muy oscuras. Precisamente cuando el cine ha de refugiarse en los televisores y los ordenadores, en plataformas digitales compuestas de películas y películas que, hoy por hoy, no pueden contemplarse en la gran pantalla, quebrando su deseo de obtener un goce colectivo y de mantener su vocación de pertenecer a un arte popular.

El cine nos ha conformado en buena parte, al menos a unas generaciones que encontramos en él una forma de entender el mundo y de entendernos a nosotros mismos. El cine era la referencia obligada ante unas vidas marcadas por la monotonía, el desasosiego o la carencia de horizontes. Nada de lo que nos contaba nos resultaba ajeno, todo lo contrario: nuestros patrones de comportamiento nacieron tantas veces de él, como nuestra forma de amar, de expresarnos, de ambicionar aquello que no estaba al alcance de la mano. Supimos, bastante más tarde, que el cine era mentira, que ni las historias de verdad se acababan en hora y media ni en la existencia de cada uno había planteamiento, nudo y desenlace y, sobre todo, que la realidad resultaba mucho más compleja de lo que la mayoría de las imágenes nos aseguraban. Aunque, eso sí, paralelamente aprendimos que aquellas películas eran la expresión de unos creadores que lograban hacernos más conscientes de cuanto nos rodeaba, que despertaban nuestros sentidos y nuestra inteligencia, que nos aportaban una manera adulta de mirar el mundo que ya no era ni podía ser la misma de antes de conocerlos.


Ahora, esas películas o sus herederas se han callado en las salas, privadas de su ser porque un haz de luz no se proyecta en sus pantallas ni nos sentimos juntos en la oscuridad para disfrutar con sus relatos. Las hemos abandonado, pero solo momentáneamente, porque volveremos sin duda a ellas y con mucho mayor deseo e intensidad. Porque nada se ama más que lo que parece haberse perdido y finalmente hallamos en un instante de plenitud.

(Publicado en "Turia" de Valencia, marzo de 2020).

Ava, Rita, Grace y Liz




Los nombres del título corresponden a Ava Gardner, Rita Hayworth, Grace Kelly y Elizabeth Taylor, las actrices a las que Cristina Morató dedica su reciente libro “Diosas de Hollywood”. Especializada en famosos personajes femeninos que ya abordó en dos volúmenes anteriores (“Divas rebeldes” y “Reinas malditas”) y en libros de viajes, la autora rastrea en este caso las más bien tormentosas vidas de estas “estrellas” que gozaban de popularidad mundial. Junto a su trayectoria profesional, asistimos a un despliegue de amores, bodas, divorcios, romances clandestinos, hijos e incluso nietos…

Pero lo que podría ser un simple ejercicio de “crónica rosa” retrospectiva, adquiere desde la perspectiva actual, la del movimiento #Me Too y las abundantes denuncias por abusos sexuales en la llamada Meca del Cine, un sentido muy distinto, de denuncia sobre un pasado “mitológico” pero que era en realidad de una sordidez inaceptable, de frecuente humillación a unas mujeres jóvenes que deseaban llegar a la cúspide de su profesión. Cristina Morató lo deja patente cuando sitúa al inicio de su bien escrito libro tres frases reveladoras: “Alcanzar el estrellato en el mundo del cine requiere ir deprisa y perder la dignidad” (Marlene Dietrich); “Cualquier mujer puede ser glamurosa, lo único que tienes que hacer es quedarte quieta y parecer estúpida” (Hedy Lamarr); “En Hollywood te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu alma” (Marilyn Monroe).

No se trata de repetir ahora el manido tópico de mujer-rica-y-famosa-pero- desgraciada-y-víctima que tanto han publicitado las revistas del corazón para consuelo de sufrientes amas de casa. Lo que se desprende de estas páginas es que, por ejemplo, Harvey Weinstein solo viene a ser el continuador de una saga de productores depredadores que en el “dorado Hollywood” sometían a las actrices, sobre todo en sus comienzos, a prácticas sexuales que a menudo ya habían soportado en su niñez y adolescencia por parte de padres o familiares. Y que mediante la labor de alcahuetas disfrazadas de “columnistas” y pagadas por los Estudios, como Louella Parsons o Elsa Maxvell, debían casarse en matrimonios de conveniencia con hombres que las despreciaban, las insultaban y las pegaban, cuando no tenían que servir de “tapaderas” para la oculta homosexualidad de sus maridos. Y que casi siempre acababan destrozadas por el alcoholismo, la drogadicción o la simple ruina física en hospitales de desintoxicación.


Leyendo “Diosas de Hollywood” no tengo una sensación de escándalo fácil. Sino de sentir una infinita rabia contra quienes jugaron así con unas mujeres que, además, tenían que aparentar ser felices y sonreír al mundo.

(Publicado en "Turia" de Valencia, marzo de 2020).

Vergüenza ajena



Surge cada cierto tiempo un artículo o unas declaraciones que arremeten contra la mal llamada “Ley Miró” (en realidad, se trataba de un Decreto), que se publicase el 14 de enero de 1984 como principal empeño de la realizadora al frente del ICAA. Y se trae a colación para atribuirle el origen de todos los males del cine español, de una desafección del público hacia las películas nacionales que perduraría hasta la actualidad. Nada más falso.

Pilar Miró con Berlanga y Giménez-Rico, en su etapa como Directora General de Cine

Lo que esa disposición legal intentaba, y en buena parte consiguió, fue dignificar una producción cinematográfica mayoritaria que había llegado a auténticos límites de bajeza. Está de moda (lo ha hecho recientemente un documental, Sesión salvaje; lo hace ahora Álvaro González en el digital “Valenciaplaza”) reivindicar lo que denominan “géneros populares”, pero que en la mayoría de los casos eran subproductos rancios que causaban vergüenza ajena a cualquier espectador con un mínimo de sensibilidad ética y estética. Como justificación, se dice que fomentaban la industria local y que gozaban del favor mayoritario. Es el mismo argumento que hoy se emplea para defender los “reality” de las televisiones privadas…

No, si el público desertó de las salas en la década de los 80 no fue por culpa de Pilar Miró, sino de la masiva llegada del vídeo a los hogares, así como de la variación en los hábitos de consumo, un fenómeno sociológico que se dio en toda Europa como consecuencia del desarrollo económico. Porque, en definitiva, lo que la cineasta buscó con su normativa fue aplicar en España lo que venía siendo habitual en otros países de nuestro entorno: ofrecer la posibilidad de contar con subvenciones anticipadas a la hora de encarar un proyecto, algo que los franceses llevaban tiempo practicando con su “Avance sur recettes”. Y facilitar que los directores se convirtiesen en productores de sus propias obras, igual que años antes habían hecho los alemanes con el Filmverlag der Autoren, de Fassbinder, Wenders o Herzog. Nada nuevo bajo el sol, por tanto, pero que aquí escandalizó, sobre todos a quienes vivían como Dios gracias a aquellas películas lamentables.

Cosa distinta es que diversos productores del momento se aprovechasen indebidamente del Decreto Miró, tratando de hacer los films solo con ayudas públicas, sin arriesgar ni una peseta, desprestigiando así al sistema. Ya se sabe que ante cualquier ley, surge la trampa que trata de aprovecharse de ella, y más en un país de pícaros como este… Pero solo porque, junto a facilitar la llegada de nuevos cineastas, la política de Miró permitiese que otros como Picazo, Patino, Regueiro o Borau reanudasen su interrumpida carrera, ya merecería el elogio que ahora con tanta injusticia se le niega.

(Publicado en "Turia" de Valencia, febrero de 2020).


"Nazarín" y "Tristana", una traición creativa


Cuenta J. Francisco Aranda, el primer biógrafo de Buñuel, que en los años cincuenta un productor francés le ofreció hacer una adaptación de “La Femme et le Pantin”. Cuando el cineasta le envió el guion, el productor lo rechazó airadamente porque, como más tarde explicaría, «yo le había pedido una adaptación de la novela de Pierre Louÿs, y él me trajo algo que era Buñuel de pies a cabeza»… En esta frase encontramos la clave de la forma en que el autor de Viridiana enfocaba su relación con los textos literarios en que tantas veces basó sus películas: no se trataba de una simple traslación a imágenes de determinados relatos, sino de una auténtica apropiación de los mismos hasta hacerlos suyos, hasta que quedaran imbuidos de su personalidad y su manera de ver el mundo.

¿Por qué Galdós?


Así sucedió con las dos adaptaciones que, en colaboración con Julio Alejandro, realizó Buñuel sobre novelas de Benito Pérez Galdós: Nazarín, en 1958, y Tristana, filmada once años después. Bajo una apariencia de fidelidad a las obras originales, siguiendo de cerca su desarrollo argumental, el director aragonés efectuó, sin embargo, una verdadera transformación del sentido y significado de ambas. Nadie puede dudar de que una y otra película pertenecen plenamente al universo buñueliano; nadie puede dudar tampoco de que sus personajes y buena parte de sus situaciones nacen directamente de la imaginación galdosiana. Analizar cómo se produce esta fusión y, todavía más allá, cómo Buñuel logra consumar una profunda “traición” creativa respecto a Galdós, supone un apasionante ejercicio y un modelo digno de estudio en las siempre problemáticas relaciones entre cine y literatura.

¿Por qué Buñuel se sentía atraído por Galdós, cuando tantas diferencias de época, sensibilidad e ideología los separaban? Se lo explicó a José de la Colina y Tomás Pérez Turrent en una de las entrevistas que componen el libro “Luis Buñuel. Prohibido asomarse al interior”: «No soy un galdosiano viejo. En mi juventud Galdós nos interesaba muy poco a mí y a mis amigos. Galdós nos parecía anticuado y un poco farragoso. Fue más tarde, en el exilio, cuando empecé de verdad a leerlo, y entonces me interesó. Encontré en sus obras elementos que podríamos incluso llamar ‘surrealistas’: ‘amor loco’, visiones delirantes, una realidad muy intensa con momentos de lirismo».


Lo curioso es que ese interés por Galdós no se centra en ninguna de sus grandes obras, entendiendo por tal no ya los “Episodios nacionales” sino novelas como “Fortunata y Jacinta”, “Miau”, “La familia de León Roch” o la serie de Torquemada; se dirige hacia textos que el propio Buñuel considera “menores”, por una razón que señalaba claramente en el libro de entrevistas citado: «Cuando filmo una novela, me siento más libre si no es una obra maestra, porque así no me cohíbo para transformar y meter todo lo que quiero. En las grandes obras hay un gran lenguaje literario, ¿y cómo hace usted pasar eso a la pantalla?». Es decir, lo que realmente le importa es sentirse en libertad a partir de una concreta base narrativa, desde la que despegar hasta saberse poseedor de todo un entramado que ya le pertenece. Y si ha habido un cineasta libre en la Historia del Cine, alguien que convirtiese en principio esencial la libertad de introducir en las imágenes cuanto creyera conveniente, aunque no derivase lógicamente de aquellas pero sin caer nunca en la gratuidad, ese ha sido sin duda Luis Buñuel.

Tanto “Tristana” (1892) como “Nazarín" (1895) pertenecen a lo que el mismo Galdós denominaba “novelas españolas contemporáneas”, una etapa compuesta por veinticuatro títulos fechados entre 1881 y 1905. Más concretamente, “Nazarín” se agrupa con “Ángel Guerra”, “Halma” y “Misericordia” en las llamadas “novelas del espiritualismo cristiano”, claro reflejo de la evolución del escritor canario hacia un pensamiento religioso que, sin renegar de su previo anticlericalismo, buscaba entroncarse con un cristianismo puro, similar al de sus primeros practicantes. Hay que resaltar que Buñuel no sólo adaptó “Nazarín”, sino que también intentó en diversas ocasiones llevar a la pantalla “Ángel Guerra” y que, incluso, pueden rastrearse notables influencias de “Halma” en el guion original de Viridiana, firmado asimismo con Julio Alejandro, un colaborador cuya decisiva importancia quizá no se ha valorado suficientemente al estudiar la obra buñueliana. Lo que significa que, desde su confesado ateísmo, el autor de Calanda se sintió paradójicamente interesado por una serie de relatos donde Galdós deseaba realzar el valor de un cristianismo capaz de despojarse de sus ataduras temporales para recuperar “la verdad del mensaje de Jesús Crucificado”.

La esterilidad de la fe


No otra es la propuesta de Nazarín, este humilde sacerdote que vive en una voluntaria miseria, en un ascetismo absoluto, para ser digno del ejemplo de Cristo merced a una total entrega a sus semejantes, que no excluye ni el sufrimiento, ni la humillación, ni la renuncia a cualquier placer terrenal. Pero lo que en Galdós es un apasionado elogio de este personaje a través de una parábola plena de resonancias evangélicas, e incluso quijotescas, en Buñuel alcanza el significado opuesto: el fracaso de una actitud basada en la caridad cristiana, la esterilidad de una fe que se muestra incapaz de cambiar el signo de la realidad, e incluso resulta abiertamente perjudicial. El padre Nazarín (Nazario Zaharín o Zajarín) de la novela es un santo varón que da testimonio de sus profundas creencias mediante un total despojamiento de sí mismo, de cuanto no le encamine hacia la Vida prometida, y así se mantendrá hasta el final de un relato que le sitúa en el lecho de un hospital pero soñando que celebra Misa y en diálogo con “el divino Jesús”, que le gratifica con estas palabras: «Algo has hecho por mí. No estés descontento. Yo sé que has de hacer mucho más». El de la película, en cambio, es un ser que —tras una experiencia vital similar— acaba corroído por la duda y la pesadumbre, sobre quien gravita el mal resultado de la mayoría de cuantas acciones emprendió, y en cuya conciencia suena como un aldabonazo lo que le plantea el “buen ladrón” en la celda: «Su vida, ¿para qué sirve? Usted por el lado bueno y yo por el lado malo; ninguno de los dos servimos para nada».

Por encima de cambios circunstanciales (como los que se derivan de la traslación del Madrid finisecular descrito por Galdós al México de la dictadura de Porfirio Díaz en que Buñuel ambienta la historia), de modificaciones que el film establece para ahormar su narración (como que Beatriz sea también inquilina del Mesón de Héroes, con lo que aparece desde el inicio), o de supresiones de las partes menos valiosas del libro (como el encuentro con el terrateniente don Pedro de Belmonte, quien confunde a Nazarín con un patriarca armenio que viaja de incógnito; o la conversación con un alcalde de pueblo sobre religión y modernidad), lo que verdaderamente importa son aquellos pasajes añadidos por la película que discurren en la dirección pretendida por Buñuel, en ese sentido final antes enunciado. Nos referimos al episodio en que Nazarín se ofrece a trabajar sin otra compensación que la comida, lo que provoca la hostilidad de los obreros que defienden su salario y el violento enfrentamiento de estos con el capataz; al de la defensa de un pobre campesino humillado por un militar, emprendida por Nazarín con tan elogiable sentido ético como inutilidad práctica; al de la agonizante Lucía que prefiere el beso de su hombre a la presencia de Nazarín para ayudarla a su “salvación eterna”, escena inspirada a Buñuel por el “Diálogo de un sacerdote y un moribundo” del Marqués de Sade; o al hecho de que Beatriz acabe cayendo de nuevo en los brazos de su amante, el Pinto, pasando ambos —pero sin reconocerlo— junto al fracasado Nazarín de la secuencia final, al tiempo que resuenan los tambores de Calanda.

El Cristo con sonrisa maléfica de "Nazarín" (1958)

Ya lo afirmaba claramente Buñuel en una carta a José Rubia Barcia: «Conservo los tipos y caracteres tal como los ha descrito Galdós, pero la tendencia, la línea oculta, el sentido de las andanzas del curita está buñuelizado y puesto al día. No he caído en la paráfrasis del Evangelio por estimarla truco fácil y ‘demodé’. Y, al final, la duda y no el Espíritu Santo desciende sobre Nazarín».

Una duda que queda en la memoria de cuantos ven el film, lo mismo que aquellas imágenes tan percutientes, tan buñuelianas: la niña que arrastra una sábana por la calle de un pueblo asolado por la peste; el cuadro del Cristo que la prostituta Ándara ve reír con expresión maléfica; el agua ensangrentada que, sedienta por la fiebre, ella misma bebe; la desolación del enano Ujo cuando corre impotentemente tras la cuerda de presos en que marcha su amada…

Tristana, historia de amor y muerte

Fernando Rey y Catherine Deneuve, en "Tristana" (1970)

No es un cambio de sentido, como en Nazarín, sino de perspectiva lo que Tristana ofrece. Mientras Galdós centra esta novela epistolar en su protagonista femenina, a través de las cartas que intercambia con su novio, el pintor Horacio, que se encuentra separado de ella por estar acompañando a una tía suya en Villajoyosa, Buñuel desplaza su mirada hacia don Lope, protector, amante y posterior marido de la muchacha. Esta traslación del punto de vista desde el que se ofrece el relato, esta conformación de la película como una auténtica “Pasión y decadencia de don Lope” responde ante todo a la identificación del cineasta con el personaje, según le confesaría a Max Aub («Sí, yo soy Don Lope. Ha venido a ser mi historia»), de la misma manera que Flaubert lo sentía respecto a Emma Bovary.

La renuncia a unas ideas liberales altaneramente pregonadas, la transigencia con otras que decía odiar y combatir, ese «Después de todo, señores, la vida no es tan negra como creen muchos… Aquí se está bien» que afirma finalmente en la mesa camilla y ante el chocolate compartido con los curas, convierte a don Lope en un hombre en incesante declive y, al tiempo, en metáfora de un liberalismo español cuya capacidad de acomodación Buñuel pone en evidencia. Pero hablábamos de pasión, y la hay en el viejo caballero dentro de esta “terrible y desfasada historia de amor y muerte” que, en palabras de Carlos Barbáchano, contiene el film. Una pasión nunca correspondida por Tristana, cuya amargura salta desde la pantalla y queda resumida, más que en su decisiva ayuda para la muerte de don Lope —dentro de una última secuencia seguramente innecesaria y que no figuraba en el primitivo guion—, en el obsesivo sonido de sus muletas al golpear el suelo del pasillo de la casa que, como fiera enjaulada, recorre incesantemente. Lleno de emoción, don Lope no dudará en alegrarse de la enfermedad de Tristana, tan grave que la obliga a sufrir la amputación de una pierna: «La vamos a volver a tener en casa, Saturna, esta vez no se me escapará», dice a su criada tras salir del hotel en que Horacio le pone al corriente de la situación (al regreso de un viaje del pintor y Tristana que en Galdós no existía). Puede parecer un rasgo de maldad, pero no es sino un atisbo de esperanza para quien ansiaba poseer amorosamente a su protegida desde que le fue encomendada tras la muerte de sus padres.

«Aunque, como en 'Nazarín', el personaje principal se mantiene fiel al modelo novelesco de Galdós, introduje considerables cambios en la estructura y el clima de la obra, que situé también, como había hecho con el ‘Diario de una camarera’, en una época que yo había conocido, en la que se manifestaba ya una clara agitación social», le señala Buñuel a Jean-Claude Carrière en “Mi último suspiro”. Realmente, los cambios son tantos que resulta lógico que en los títulos de crédito de Tristana no se la presente como una adaptación de la novela, sino sólo “inspirada” por ella.

Además de la variación de época y lugar —desde finales del XIX hasta los años veinte siguientes, y desde el “populoso barrio de Chamberí”, en Madrid, hasta Toledo—, Buñuel se esfuerza por contextualizar la trama mediante la aparición de numerosos escenarios y personajes episódicos (la tertulia del café con los amigos de don Lope, el campanero, el comandante del puesto de la Guardia Civil, el dueño del taller, el pastelero, el joyero, el ladrón, los policías, la joven a la que el caballero requiebra…) que en el libro no existían o, a lo sumo, eran simples referencias. Mayor significación alcanzan episodios inventados por el film, como el de la manifestación obrera o el de los ciudadanos escandalizados por el beso entre Tristana y Horacio, pasajes situados nada casualmente bajo el signo de la represión política o moral. Y, por encima de todo ello, el personaje de Saturno: una breve aparición en la novela como hospiciano al que va a visitar su madre, pero que en las imágenes tiene un papel decisivo por su transgresora relación erótica con Tristana, que culmina en la escena en que, desde la ventana, ella le enseña sus pechos. Muchas de las intenciones de Buñuel en la película se hallan reflejadas en la figura de este chico que él hace sordomudo, onanista y último refugio de las pulsiones sexuales de su señorita.


Frente al almibarado texto de Galdós, y aun manteniendo el valioso esquema básico del conflicto en él planteado, el cineasta lo conduce a su terreno, sustituyendo la hojarasca por elementos surrealistas, del estilo del sueño de Tristana con la cabeza de don Lope convertida en badajo, su abrazo al lecho de piedra del cardenal Tavera, la fascinación por la pierna ortopédica o la importancia que se concede al azar en diversos momentos del film. Coincidiendo con Galdós en el escaso interés por definir al personaje de Horacio, cabe lamentar únicamente que Buñuel prescinda del feminismo “avant la lettre” que demuestra el libro, porque en él Tristana intenta superar, hasta su agotamiento, la condición establecida para la mujer en aquella época, luchando siempre por una “libertad honrada”.

Quizá tan diáfana reivindicación no se acomodaba a una película que, en la mejor línea buñueliana, va mucho más allá de las apariencias, de lo evidente, que es como un estanque de aguas tranquilas bajo las que bulle todo un mundo de situaciones perturbadoras.

(Publicado en "CLIJ. Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil". Mataró, enero-febrero de 2020).