Cine, Educación y Patrimonio



En el marco de la Mesa Redonda celebrada en Sigüenza (Guadalajara) el sábado 18 de julio de 2020 con el tema común descrito en el título, este es el texto que tuve ocasión de presentar.

En su libro ya clásico “El cine o el hombre imaginario”, el antropólogo y filósofo francés Edgar Morin afirmaba que “antes de examinar el papel social del cine, tendremos que considerar el contenido de los films en su triple realidad antropológica, histórica, social, siempre a la luz de los procesos de proyección-identificación. Una vez más, la materia fílmica es privilegiada, porque está precisamente en el límite de la materialidad, semifluida, en movimiento…”. De ahí que Morin concluyera que “el mundo se refleja en el espejo del cine, que nos ofrece no solo ese reflejo del mundo, sino del espíritu humano”.

Traigo a colación esta cita porque me sirve como engarce de los tres elementos que deseo que conformen mi intervención: Cine, Educación y Patrimonio. Tres vectores, en definitiva, de una misma concepción humanista del hecho cinematográfico. Porque el cine, que se compone básicamente de tiempo, posee la virtud de transformarse en memoria de sí mismo, pero también de la realidad en que ha nacido y que, como decía Morin, refleja como quizá ningún otro arte. Si nosotros recordamos tiempos pasados, lo hacemos desde 1895 gracias al cine; si incluso nos retrotraemos más allá en la Historia, el documental o la ficción reconstructiva nos la pondrán ante los ojos, con mayores o menores licencias respecto a lo que sucedió de verdad en función del escrúpulo o la inventiva de los autores de las películas. Algo de lo que Sigüenza sabe mucho por la cantidad y variedad de films que se han rodado entre sus piedras, en sus edificios y calles, tantas veces mostradas como pertenecientes a otros lugares y entornos.

Por sí mismo, el cine es patrimonio de una sociedad y de unos ciudadanos en sus diversas épocas, y a protegerlo, conservarlo y restaurarlo se dedican las imprescindibles Filmotecas. Pero es, asimismo, patrimonio del resto de expresiones personales y sociales de toda una comunidad, que se verá mostrada y reconocida en la pantalla. “Tal como éramos” es el título de una espléndida película de Sydney Pollack, con Barbra Streisand y Robert Redford, que seguro que ustedes recuerdan. Pues el cine, en su esencia, es un “tal como éramos” continuo y en todas sus dimensiones. De ahí la importancia de que las Comunidades Autónomas y los Ayuntamientos españoles potencien esos pantanos de memoria que son las películas, mediante la creación de Film Commissions, rutas cinematográficas o instrumentos similares, que ayuden a la fijación en el tiempo y en el espacio de lo que antes eran unos metros de celuloide y ahora son combinaciones numéricas en el universo digital.

El camino idóneo entre Cine y Patrimonio lo recorre ese tercer vector que hemos mencionado, la Educación, que es la principal garante de respeto y cuidado hacia todo patrimonio. Pero me refiero no a una educación memorística o de simple cúmulo de nombres, hechos y cifras, sino a algo muy distinto. La verdadera educación fílmica significa trazar un sendero de conocimiento y comprensión entre la obra y el espectador. Desconfíen de los que dicen que “hay que saber de cine para hablar a fondo de él”. No, el cine se siente, se respira, se integra en uno mismo y sí, luego, hay unos datos complementarios que permitan una más intensa aproximación a un autor, un género, una época o un contexto determinados, pues mejor que mejor, pero lo imprescindible es nuestra respuesta concreta ante el desafío estético que supone cada obra. No hace falta “saber de pintura” para disfrutar a fondo con el deslumbrante estilo de Velázquez en “Las Meninas”, ni compartir una fe religiosa para conmoverse con el “Réquiem” de Mozart, ni tener necesidad de ahondar en los materiales escultóricos para sentir la vibración íntima que Rodin aplicó a “El beso”. Los ejemplos podrían ser infinitos, dentro del océano de belleza que ha ido conformando la Humanidad, pese a guerras, catástrofes naturales o pandemias como la que estamos sufriendo.

¿No se contradice lo que digo con la idea primigenia y fundamental de Educación? Creo que precisamente todo lo contrario, porque la Educación, debidamente impartida y asimilada, debe conducirnos de manera fluida a ese disfrute estético que estoy proponiendo. No es sencillo, lo reconozco, debe ser un esfuerzo compartido por la sociedad, pero que logra espléndidos frutos en cuanto se pone adecuadamente en marcha. Volviendo al hecho cinematográfico, hay que lamentar que en nuestro país no se haya ni se esté procurando de una manera sistemática esa educación de la imagen, frente a lo que lleva practicándose hace muchos años en países de nuestro entorno cultural, como Francia, Dinamarca o Gran Bretaña. Nunca los Gobiernos españoles, de uno u otro signo, han sido sensibles a esta cuestión, que siempre se plantea como acuciante pero que nunca llega a hacerse realidad.

Hay, sí, iniciativas privadas y públicas muy estimables, como las que surgen en diferentes puntos de nuestra geografía, con un empeño voluntarista digno del máximo elogio pero sin una incidencia global en la población. Existen centros de todo tipo que están desarrollando teorías y prácticas muy relevantes, pero –en mi opinión– falta sin duda la acción estatal que ofrezca coherencia y un marco específico a todas estas plausibles iniciativas. Así lo hemos intentado en la Academia de Cine con el Programa Cine y Educación, que contó con la labor conjunta de una quincena de especialistas en los campos cinematográficos y pedagógicos a lo largo de más de dos años. Y que se tradujo en un amplio libro, en papel y en formato virtual, titulado como el Programa y que ha alcanzado una notable repercusión. En todas partes…, menos en el Ministerio correspondiente, en el que se ha ignorado, entre otras posibles razones por estar las competencias educativas transferidas en buena parte a las Comunidades Autónomas y por la dificultad que entraña la formación de un profesorado ya sujeto a múltiples obligaciones.

Desde luego, no planteábamos desde la Academia ningún principio dogmático ni un único trayecto para conseguir lo que, de forma bastante fea, en Bruselas la Comisión Europea llama “alfabetización audiovisual”. Todo lo contrario: además de repasar la situación legislativa y práctica en cada Comunidad de una forma que no se había hecho antes, hemos propuesto diversos itinerarios concretos para llegar al objetivo buscado. Al tiempo que trazábamos una propuesta exhaustiva de títulos españoles en función de las diferentes edades y tramos educativos, junto a un listado de un centenar de películas básicas de nuestro cine entre 1929 y 2000, cuyos DVDs pensamos que deben figurar en nuestros colegios e institutos al mismo nivel que existen en ellos bibliotecas escolares.

Según los expertos convocados por la Academia, no sería aconsejable, al menos en una primera etapa, introducir esta enseñanza como asignatura dentro de unos currículos escolares enormemente saturados. Sino, mejor, llevar a cabo una serie de acciones paralelas y simultáneas, que pueden extenderse desde promover la experiencia de ver cine en las salas hasta formar grupos de filmación entre los alumnos o mantener debates con profesionales del sector que puedan aportar experiencias concretas. Se trata, en definitiva, no de poner al cine al servicio de otras disciplinas, como tantas veces ya se hace, sino de enseñar un lenguaje propio y una estética peculiar. Y también una Historia imprescindible, porque nos parecía, y nos parece, realmente escandaloso que una alumna o alumno español salga del bachillerato sin conocer a Buñuel, Berlanga, Bardem, Saura, Fernán Gómez o tantos otros, al mismo nivel que conocen (eso espero) a Goya, Picasso, García Lorca, Valle-Inclán o Falla. Es una cuestión de cultura general, no específicamente cinematográfica, y paliar tal déficit lo  considero una tarea fundamental respecto a las nuevas generaciones.

Retrocedamos al concepto de Patrimonio. Si mediante la Educación hemos llegado a valorarlo y a transmitirlo a través de una promoción y difusión culturalmente efectivas, sabremos hasta qué punto resulta fundamental para una comunidad, en este caso la de Sigüenza. Me parece muy enriquecedor el recorrido que han hecho y van a hacer mis compañeros de Mesa sobre las películas y series televisivas que se han rodado en la ciudad o tienen que ver con ella. Pero junto a esta aportación documentada, deseo ir hacia la idea más amplia de Patrimonio Cultural como bien fundamental de la Humanidad, que es preciso divulgar y promocionar para transmitirlo debidamente.

Por ello apostamos con fuerza en esta tarde/noche, apoyándonos de nuevo finalmente en Edgar Morin, cuando afirma con convicción que “el cine se ha lanzado, cada vez más alto, hacia un cielo de sueño, hacia el infinito de las estrellas, bañado de música, poblado de presencias adorables y demoníacas, escapando de la tierra de la que debía ser, según todas las apariencias, servidor y espejo”. Pero, me permito añadir yo, siendo asimismo ambas cosas, servidor y espejo, para concluir en un momento mágico de reencuentro y fusión con la sociedad de la que ha nacido y en la que se ha desarrollado.

Elogio de la diversidad


Fue una fecha importante la del 20 de octubre de 2005. Ese día, en París, la UNESCO aprobaba la Convención sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales, más conocida como la Convención para la Diversidad Cultural. No era un documento precisamente minoritario, 146 Estados lo firmaban, España entre ellos, con Carmen Calvo, entonces Ministra de Cultura, como signataria por nuestro país.


Quien ha tenido una actitud relevante en favor de esa diversidad cultural, y concretamente en el campo del cine, es la Distribución independiente europea y, entre nosotros, la española. La variedad en las carteleras, las posibilidades de ver expresiones en imágenes diferentes de la dominante y casi exclusiva, el rico tapete de autores, tendencias y estilos mostrado a la sociedad, constituye un motivo de profundo elogio. Porque de este impulso cultural se han beneficiado ya varias generaciones de espectadores.

Si se repasan los premios de los principales Festivales del mundo, ya sean la Palma de Oro de Cannes, el León de Oro de Venecia, el Oso de Oro de Berlín o la Concha de Oro de San Sebastián, incluso el Oscar a la Mejor Película en 2020; si se consultan los títulos que han logrado una mayor repercusión internacional; si se consideran aquellos films que han quedado en la memoria reciente de los aficionados, se comprobará que la inmensa mayoría de ellos han sido comercializados por distribuidores independientes.

Y eso que tienen que luchar, en muy desigual competencia, con las Majors norteamericanas, colonizadoras de nuestro mercado fílmico; también con la anomalía que supone que, aparte de sus propios films, distribuyan los títulos nacionales de mayor atractivo comercial, algo que no sucede en los otros países europeos. Pese a ello, los independientes no olvidan al cine español: baste decir que, en cifras de 2019, la Distribución independiente se encargó de 66 de sus producciones, cinco veces más que las citadas multinacionales.

Es un sector que se ha encontrado repetidas veces ante el abismo: creciente descenso de espectadores en las salas; carencia de adquisiciones por parte de las Televisiones, incluso las de carácter público; retraimiento vertiginoso de los formatos domésticos en DVD o BluRay; piratería masiva; cambios radicales de ocio y, últimamente, la aparición de poderosas plataformas digitales. Pero por espíritu de supervivencia o por un sólido espíritu cinéfilo, la Distribución independiente ha sobrevivido en los más duros escenarios.

Y sigue haciéndolo ahora, cuando una pandemia la ha dejado tan fuera de juego como a todo nuestro mundo, con cines cerrados durante más de tres meses en los que no poder exhibir sus películas. Su futuro no es nada fácil.

 

(Publicado en "Turia" de Valencia, julio de 2020).


Lo que vino para quedarse


Ha sido la frase favorita del estado de alarma, ya finalizado después de un centenar de días. Cada vez que se hablaba de algo, se repetía lo de que “ha venido para quedarse”, como apostando a que en el futuro iba a seguir teniendo un peso específico. Que ya fuese el teletrabajo, el máximo cuidado con la higiene, o una justa consideración –¡por fin!– de la sanidad pública y el cuidado de los mayores no habían sido algo pasajero durante este tiempo, sino que tenían fuerza y sentido para permanecer entre nosotros. Esperemos que no, por el contrario, esa cursilería de estilo que se ha impuesto en tantos comentarios, refritos de imágenes o reencuentros familiares. No, no es cierto el mantra de que vamos a salir “mejores” de la pandemia. Más bien lo contrario, porque habrá más paro, peores trabajos y, sobre todo, una situación de penuria económica que afectará especialmente a los jóvenes.

"Soy leyenda", práctica de Mario Gómez para la Escuela Oficial de Cine (1967)

Pero ciertas “invenciones” sí deben salvarse. Entrando ya en el terreno cinematográfico, considero necesario conservar la iniciativa de algunas Filmotecas de nuestro país, proponiendo programas “on line” con tesoros de sus archivos que, en otras condiciones, pocos habrían conocido. Filmoteca Española, por ejemplo, se ha marcado un buen tanto en esta línea, ofreciendo novedades entre las que han destacado las valiosas prácticas de Mario Gómez, que en la década de los 60 fue alumno de la Escuela Oficial de Cinematografía y desarrolló después su carrera profesional en Televisión Española. Una de estas prácticas en particular, Soy leyenda, sobre la famosa novela de Richard Matheson, ha batido el récord de visionados, con más de 50.000. Pero también es destacable el “descubrimiento” de María Forteza y su corto documental Mallorca, que la ha convertido en la primera cineasta del periodo sonoro español, como ya reseñamos en esta misma sección.

Rótulo de "La obra del fascismo", producida en 1936 por el Socorro Rojo Internacional

Pero un similar relieve ha alcanzado la programación virtual de la Filmoteca Valenciana (que reabrió sus puertas físicas en compañía de Fellini y su Roma), con sesiones tan importantes como la que albergó el documental La obra del fascismo, producido por el Socorro Rojo Internacional, con imágenes impresionantes y muy poco conocidas de los bombardeos sobre Madrid; o, en su última entrega, un melodrama rural, Castigo de Dios, de Hipólito Negre (1925), todo un clásico del género.

Esas joyas de los archivos permanecían ocultas para la mayoría de los mortales. Y no deben seguir estándolo, porque hay mucho cinéfilo de pro que, por vivir en ciudades distintas u otros motivos, no puede desplazarse a las salas de proyección de las Filmotecas. Que estos programas “hayan venido para quedarse” es lo que hace falta para conformar unas auténticas Cinematecas virtuales de nuestro tiempo.


(Publicado en "Turia" de Valencia, junio de 2020).



El último deseo


–Es mejor que lo sepa. Ya no queda la más mínima esperanza.

Llevaban días temiéndose escuchar esta frase del médico. Y la hora había llegado. La hora de comunicárselo al enfermo, que dormitaba, medio sedado, al otro lado de la puerta de la UCI. La hora de decidir quién y cómo se lo decía. La hora de buscar la forma de hacer el menor daño posible a quien ya llevaba semanas de insostenible angustia. El coronavirus le había destrozado los pulmones.

Un improvisado consejo de familia se reunió en la sala de espera más cercana a la UCI. Les faltaba el valor suficiente para anunciar que se le acababa la vida a alguien que la había vivido con apasionamiento, casi con derroche. Perdidos demasiados minutos, ahora preciosos, en dudas, en dar vueltas y vueltas a la situación, fue Leyre, su nieta, la niña de sus ojos, quien se ofreció a hacer de mensajera.

–Abuelo, tengo que hablar contigo.

No fue fácil reclamar su atención. La enfermera le había pedido que no le forzara, que podía ser contraproducente. Prometió hacerlo con el máximo cuidado, elevándole muy suavemente la cabeza para estar más cerca de él. Mientras acariciaba su cara como a un niño pequeño, le susurró la terrible noticia. Apenas aquel rostro martirizado por el dolor y la falta de oxígeno, sumido en la negrura de tantas noches en vela, mostró signo alguno de sorpresa o desesperación. Era patente que lo esperaba, por lo que una serena calma, una especie de tranquilidad íntima se asomó a sus ojos.

–Solo quiero pediros un deseo. Mi último deseo. Al fin y al cabo, soy un condenado a muerte…

Tuvieron que hablar con un amigo que llevaba una distribuidora, con un familiar que trabajaba como relaciones públicas en unas multisalas, ahora cerradas al público por el confinamiento, explicando que se trataba de un compromiso moral al que no podían sustraerse. La dirección del hospital se resistía a que se trasladara, aunque fuera por pocas horas, a un enfermo terminal y que podía motivar contagios. Su médica les ayudó a conseguir el permiso, del que tuvieron que asumir la “plena responsabilidad”, como también a disponer de una ambulancia cuyos camilleros, muy protegidos contra el virus, le condujeron hasta una de las salas.

–¿Te apetece que empecemos ya?

Asintió con un leve movimiento de cabeza a la pregunta de Leyre. Pronto, se hizo la oscuridad. Sobre la gran pantalla amanecía en Venecia, con el humo del barco que llevaba a Gustav von Aschenbach mezclándose con los jirones del alba. Incorporado en la camilla por unos almohadones que le sujetaban la espalda, siguió la proyección con tranquilidad, en paz, sin que el dolor pareciera visitarle en ningún momento. Mientras otros familiares, a distancia, estaban repartidos por la sala, Leyre permanecía a su lado, con mascarilla y guantes y apretando suavemente la mano izquierda del enfermo, esa misma mano que, muchos años atrás, tantas veces la llevó por la ciudad, por los parques, por el frío y por el calor, por la risa y por el llanto.

Moría Von Aschenbach en la playa del Lido y, desde el mar, Tadzio señalaba una dirección en el infinito de los deseos irrealizados e irrealizables. Fue el instante en que también él, víctima de otra pandemia, eligió para morir. Leyre sintió cómo la mano del enfermo perdía su fuerza, cómo sus dedos dejaban poco a poco de apretarla. Con el reflejo del agua azul que brillaba en las imágenes, pudo ver cómo aquellos ojos, devoradores de tanto amor, se cerraban quedamente. Pero aun ya sin vida, sus párpados no pudieron contener dos lágrimas que se deslizaban por las mejillas en un silencio final.


(Publicado en "Turia" de Valencia, junio de 2020).