El último deseo


–Es mejor que lo sepa. Ya no queda la más mínima esperanza.

Llevaban días temiéndose escuchar esta frase del médico. Y la hora había llegado. La hora de comunicárselo al enfermo, que dormitaba, medio sedado, al otro lado de la puerta de la UCI. La hora de decidir quién y cómo se lo decía. La hora de buscar la forma de hacer el menor daño posible a quien ya llevaba semanas de insostenible angustia. El coronavirus le había destrozado los pulmones.

Un improvisado consejo de familia se reunió en la sala de espera más cercana a la UCI. Les faltaba el valor suficiente para anunciar que se le acababa la vida a alguien que la había vivido con apasionamiento, casi con derroche. Perdidos demasiados minutos, ahora preciosos, en dudas, en dar vueltas y vueltas a la situación, fue Leyre, su nieta, la niña de sus ojos, quien se ofreció a hacer de mensajera.

–Abuelo, tengo que hablar contigo.

No fue fácil reclamar su atención. La enfermera le había pedido que no le forzara, que podía ser contraproducente. Prometió hacerlo con el máximo cuidado, elevándole muy suavemente la cabeza para estar más cerca de él. Mientras acariciaba su cara como a un niño pequeño, le susurró la terrible noticia. Apenas aquel rostro martirizado por el dolor y la falta de oxígeno, sumido en la negrura de tantas noches en vela, mostró signo alguno de sorpresa o desesperación. Era patente que lo esperaba, por lo que una serena calma, una especie de tranquilidad íntima se asomó a sus ojos.

–Solo quiero pediros un deseo. Mi último deseo. Al fin y al cabo, soy un condenado a muerte…

Tuvieron que hablar con un amigo que llevaba una distribuidora, con un familiar que trabajaba como relaciones públicas en unas multisalas, ahora cerradas al público por el confinamiento, explicando que se trataba de un compromiso moral al que no podían sustraerse. La dirección del hospital se resistía a que se trasladara, aunque fuera por pocas horas, a un enfermo terminal y que podía motivar contagios. Su médica les ayudó a conseguir el permiso, del que tuvieron que asumir la “plena responsabilidad”, como también a disponer de una ambulancia cuyos camilleros, muy protegidos contra el virus, le condujeron hasta una de las salas.

–¿Te apetece que empecemos ya?

Asintió con un leve movimiento de cabeza a la pregunta de Leyre. Pronto, se hizo la oscuridad. Sobre la gran pantalla amanecía en Venecia, con el humo del barco que llevaba a Gustav von Aschenbach mezclándose con los jirones del alba. Incorporado en la camilla por unos almohadones que le sujetaban la espalda, siguió la proyección con tranquilidad, en paz, sin que el dolor pareciera visitarle en ningún momento. Mientras otros familiares, a distancia, estaban repartidos por la sala, Leyre permanecía a su lado, con mascarilla y guantes y apretando suavemente la mano izquierda del enfermo, esa misma mano que, muchos años atrás, tantas veces la llevó por la ciudad, por los parques, por el frío y por el calor, por la risa y por el llanto.

Moría Von Aschenbach en la playa del Lido y, desde el mar, Tadzio señalaba una dirección en el infinito de los deseos irrealizados e irrealizables. Fue el instante en que también él, víctima de otra pandemia, eligió para morir. Leyre sintió cómo la mano del enfermo perdía su fuerza, cómo sus dedos dejaban poco a poco de apretarla. Con el reflejo del agua azul que brillaba en las imágenes, pudo ver cómo aquellos ojos, devoradores de tanto amor, se cerraban quedamente. Pero aun ya sin vida, sus párpados no pudieron contener dos lágrimas que se deslizaban por las mejillas en un silencio final.


(Publicado en "Turia" de Valencia, junio de 2020).


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