Cineterapia

 

¿Saben que existe la cromoterapia, con una luz que entre otras posibilidades va cambiando a cada momento mientras uno se ducha? Está también la aromaterapia, que nos lleva al paraíso de los olores más reconfortantes. Y múltiples terapias alternativas más para relajar y motivar unos cuerpos y unas ánimas demasiado ajetreadas después de esa pandemia que todavía no ha terminado, pero que los gobiernos de medio mundo se han apresurado a dar por finalizada mediante decreto oficial.

Pues bien, yo les sugiero la cineterapia como método idóneo para esta deseable recta final del virus. Sentados en una cómoda butaca (no la del sofá, que aplana los sentidos), acompañados en el silencio y la oscuridad por seres anónimos pero partícipes de una común afición, vivir así a través del cine maravillosas aventuras, pasiones exacerbadas, situaciones divertidas, insólitos ambientes… No puede haber nada mejor con lo que serenar unos espíritus anhelantes de nuevas experiencias para superar los malos momentos pasados. Y con el aliciente de compartirlo con la persona que prefieras, cuya mano tienes entrelazada para recibir los impulsos de la pantalla a un mismo ritmo, o con el grupo de amigos con el que te sientes especialmente identificado. Ni un solo caso de coronavirus ha sido detectado procedente de una sala cinematográfica, y sí, en cambio, percibimos el cúmulo de alegrías y satisfacciones provocadas por películas, sobre todo en los meses en que las multinacionales adoptaron una cobarde retirada y las pantallas quedaron en manos de las distribuidoras independientes.

El Festival de Cannes va a ser la prueba de fuego de esta cineterapia. Su 74 edición, desplazada de mayo a julio, comienza el próximo día 6 con el musical de Leos Carax Annette y se extiende hasta el 17, con una programación donde se repiten nombres muy habituales en el certamen, como Nanni Moretti, Jacques Audiard, Wes Anderson o Asghar Farhadi. La acostumbrada semiausencia española se reduce a un film en la Semana de la Crítica (Libertad, opera prima de Clara Roquet) y dos cortos de Lois Patiño y Alberto Mielgo en la Quincena de Realizadores, así como una práctica de Gonzalo Quincoces para la ESCAC en Cinéfondation.

Mientras nosotros seguimos discutiendo si son galgos o son podencos, los grandes festivales internacionales continúan ignorando el cine español, salvo que lleve la firma de Almodóvar y poco más. Dado su carácter de acontecimiento masivo, Cannes servirá como banco de ensayos sobre la nutrida presencia de público en las salas, imprescindible para un arte popular como es el cine. Les recomiendo que retornen a ellas para esa terapia que tan bien les vendría: verán qué mundos prodigiosos les esperan en el mayor espectáculo del siglo.


(Publicado en "Turia" de Valencia, junio de 2021).


Carlos Saura

 

Muy cerca ya de los 90 años, Carlos Saura es un prodigio de energía, de creatividad, de entrega a las más diversas tareas. Tiene una película musical de su estilo por estrenar, El rey de todo el mundo, sobre el folklore mexicano; acaba de realizar el cortometraje Goya 3 de mayo; quiere llevar adelante una serie sobre García Lorca; sigue en gira “La fiesta del Chivo”, versión de la novela de Vargas Llosa, que ha dirigido; hace fotos, pinta… Realmente increíble en un hombre de su edad, que confesaba el otro día a Juan Cruz en “El País” seguir disfrutando de cada momento, aunque también manifestaba su “terror de que haya otra guerra civil en España”

Saura es el más importante cineasta español vivo. Y ha llegado el momento de que, quizá contra su propia voluntad, se le tribute esa Homenaje nacional que está mereciendo desde hace mucho tiempo. Sí, se le han otorgado múltiples reconocimientos, tanto en nuestro país como fuera de él, pero creo que hay que subrayar a ojos de todos su enorme labor creativa. Y que se lleve a cabo mientras, felizmente, siga tan activo y vital como hasta ahora. No hagamos realidad la frase de que “en España, para que hablen bien de ti hay que morirse”... y le reconozcamos cuanto ha aportado a la sociedad española. Pudiéndoselo decir en persona y con la seguridad de que estamos haciendo justicia. Es estupendo que homenajeemos a Berlanga y a Fernán-Gómez (en su caso, lamentablemente, bastante menos), como espero que el año próximo hagamos con Bardem. Pero estamos a tiempo de que Saura sienta nuestra admiración por toda una vida dedicada a hacernos más conscientes, más felices y mejores como individuos y como colectividad.

"El amor brujo", de Carlos Saura (1986)

Lo percibía con intensidad viendo la exposición “Carlos Saura y la Danza” que acaba de celebrarse en Madrid para mostrar la larga y profunda relación del cineasta con el baile y el cante de distinto signo, especialmente el flamenco. Hablaba al comienzo de “una película musical de su estilo”, y conseguir eso, un estilo propio al abordar la fusión entre el cine y la música, son palabras mayores, al alcance de muy pocos. Saura lo ha ido desarrollando desde la trilogía compuesta por Bodas de sangre, Carmen y El amor brujo con una tenacidad, una coherencia y un dominio artístico dignos del mayor elogio. Se le negó durante demasiado tiempo, y ahí están las críticas cegatas de su tiempo para demostrarlo, pero ahora resplandece en toda su dimensión esa manera única de abordar la íntima fusión de dos lenguajes autónomos. No es solo Saura ese cine musical, pero forma parte decisiva de un autor que, en otros registros, nos ha dejado obras de la maestría de La caza, El jardín de las delicias, La prima Angélica, Elisa, vida mía, Mamá cumple cien años, Deprisa, deprisa o El séptimo día, entre tantas otras. Gran Carlos Saura.

(Publicado en "Turia" de Valencia, junio de 2021).


Cine, amor y libertad


Texto del Prefacio de Fernando Lara para las Memorias de Julio Diamante, tituladas "Del cine y otros amores" (Ediciones Cátedra) y que han sido presentadas sucesivamente en la Universidad de Cádiz, el 28 de mayo, y en la Filmoteca Española, el 10 de junio.

No puede extrañar que Julio Diamante se una a Luis Buñuel a la hora de afirmar en sus Memorias que “un film puede ser bueno, mediocre o pésimo, pero nunca debe estar realizado contra la conciencia, los pensamientos o la ideología del autor”“Este es el único dogma que yo acepto”, señala con rotundidad, y lo extiende “a todas las expresiones creativas y a todos los comportamientos sociales”. Una verdadera declaración de principios de este hombre íntegro, cabal, que siempre sostuvo su convicción de amar el cine, pero no solo el cine, “como hecho de cultura e instrumento de libertad”. Lo puso en práctica a lo largo de su fértil trayectoria profesional, pero también personal, con sus ideas y sentimientos bañados por ese republicanismo sincero que fue adquiriendo desde los años de infancia. Su gran pasión de vivir y recrear la vida sería, además, la inspiradora de las múltiples expresiones artísticas y culturales que practicó con auténtico gozo.

Expresiones creativas que, en el caso de Diamante, no se limitan al cine, sino que se amplían al teatro, la televisión, la poesía, el flamenco o el jazz, dentro de una formidable visión humanista. Y que se manifiesta igualmente en ese comportamiento social respecto a su país y sus ciudadanos, traducido en un profundo compromiso político. Únase a todo ello su defensa del amor en libertad, del amor como “esencia de la vida”, así como su constatación de las múltiples barreras que se empeñan en dificultarlo, y obtendremos un retrato bastante aproximado de la figura de Julio Diamante, del armazón básico de su pensamiento, resumido en estos dos primeros párrafos.

Pero en estas Memorias hay otro componente fundamental, que es un sentimiento muy potente al abordar el pasado, con una mirada cálida y comprensiva que se expresa sobre todo en las páginas dedicadas a sus años de infancia y juventud, en un Cádiz luminoso y un Madrid republicano que irían configurando su personalidad. Julio parecía en ocasiones un tanto hosco y distante ante quienes no le conocían bien. Nada más lejos de la realidad: como confirman sus recuerdos, especialmente de esa etapa inicial e iniciática, era un hombre tierno, sensible y cercano. Se refleja nítidamente en los párrafos que dedica a su familia, con devoción filial hacia sus padres, Pilar y Julián, pero también a miembros anteriores de la estirpe, sus abuelos Julio, Matilde, Simón y esa abuela Emilia, “la incomparable Emilia” según sus admiradores, que hablaba un 80% con refranes, entre ellos uno impagable que su nieto jamás supo descifrar: “Mañana será otro día y verá la tuerta los espárragos”… Envolviéndolo todo, la Cádiz mítica a la que el cineasta dedicase versos tan sentidos como “Cádiz, madre y cuna,/cerca de mí estás,/que cada vez que me encuentro a solas/en ti pienso más”; o “Cádiz, serena sirena,/tan antigua y siempre joven,/se me ensancha el corazón/solo de escuchar tu nombre”.

También la ciudad de Madrid, a donde llega con cinco años, posee un aura muy poderosa en la memoria de Julio Diamante, con la impronta de un republicanismo que no le abandonará en toda su vida. Como tampoco su confeso “amor al cine”, surgido la tarde en que fue con su abuelo Simón al ya desaparecido Cine Génova para ver “El delator” y quedar fascinado con las impactantes imágenes que John Ford elaborase sobre la novela de Liam O’Flaherty. Contrastando con esta felicidad, la represión y la negrura de una posguerra infinita, calificada por Rafael Azcona (para Diamante, y lo suscribo, “el hombre más importante del cine español”) de “muy obscena”, donde ya predomina la realidad de la cárcel de su padre, su abuelo y amigos de ambos, las privaciones económicas y un ansia de libertad que en Julio se haría cada vez más y más grande. Cádiz y Madrid son, por tanto, los territorios de ingreso en el mundo de un ser sensible para el que nada de cuanto sucede alrededor suyo resulta ajeno, algo que sería constante en toda su existencia.

Son estas de iniciación a la vida las páginas de las Memorias que prefiero, quizá por ser menos conocidas que los avatares profesionales y políticos posteriores. Aunque la descripción desde dentro de las luchas universitarias de la década de los 50 por uno de sus principales protagonistas, o las vivencias interiores de cuanto fue y supuso durante 18 ediciones la Semana de Cine de Autor de Benalmádena, un modelo de Festival para muchos certámenes posteriores, tampoco tienen desperdicio. Como igualmente la desigual batalla del cineasta con una censura impenitente y todopoderosa, y con unos productores ineptos o directamente sinvergüenzas, como el que le llevó por la calle de la amargura en “La Carmen”.

No, no tuvo suerte Julio Diamante con ninguno de esos dos obstáculos, que le resultaron infranqueables en muchos momentos: ni con la falta de libertad de expresión durante el franquismo, ni con una industria cinematográfica caracterizada por su bajísimo nivel artístico y cultural. No volvió a hacer una película desde 1975, y este casi medio siglo en que no se situó tras la cámara ha supuesto sin duda una lamentable pérdida para nuestro cine. En el que, salvo en sus comienzos con “Los que no fuimos a la guerra”, pese a sus múltiples avatares comerciales; “Tiempo de amor”, en mi opinión, su mejor película, y “El arte de vivir”, que resumía muy claramente su pensamiento sobre la sociedad española del momento, él no se sintió feliz. E incluso no pudo llevar a cabo alguna idea tan peculiar como contar con Buster Keaton para su “nonnata” adaptación de “Divinas palabras”, de Valle-Inclán, me figuro que en el papel del sacristán Pedro Gailo…

Más satisfecho quedó del teatro, con la dirección de obras de autores a los que admiraba y su elaboración de aquel “neoexpresionismo realista” que aplicó a muchas de sus puestas en escena, de Max Frisch a Carlos Muñiz, de Ibsen o Strindberg a Lauro Olmo y Martín Iniesta, con Bertold Brecht siempre como punto de referencia. Y una pasión por el trabajo de las actrices y los actores que trasladaría a los escenarios y los platós de cine y televisión, además de inspirar las clases de interpretación que impartió durante once años en la Escuela Oficial de Cine, hasta su desaparición.

Aunque el término resulte un tanto cursi, Julio Diamante es el prototipo de figura poliédrica, de creador polifacético que domina diversas expresiones artísticas. El flamenco y el jazz le aportaron experiencias de una enorme riqueza, lo mismo que la escritura, tanto de alcance poético en “Cantes de vida y vuelta”, como en otros libros de tipo ensayístico, dentro de los que destaca “De la idea al film”, o que testimoniase sus dos grandes pasiones musicales en otro poemario, “Blues Jondo”. En ellos, y también –como queda dicho– en el teatro, compensaría las frustraciones que el cine le causaba continuamente, dentro de esa dinámica de triturar talentos que siempre ha caracterizado a la industria nacional, que ni entendió ni supo merecer a un Julio Diamante que fluctuaba entre “la capacidad de liberación del cine”, su capacidad para ayudar a crear “un hombre nuevo” y su creencia de que “hacer cine es el oficio de soñar despierto”.

Improvisó unas estrofas Julio Diamante ante el féretro de Luis García Berlanga, su amigo, como también lo fue, todavía más, Juan Antonio Bardem y diversos compañeros de oficio y de prolongada lucha asociativa por el reconocimiento de la labor de los directores y de sus derechos. Cantó entonces Julio en el velatorio esta soleá: “Las lágrimas y las risas/de Plácido y el verdugo/nos hicieron entender/lo agridulce de este mundo./Cuando se muere algún pobre/qué triste que va el entierro/cuando se muere algún rico/va la música y el clero/cuando se muere Berlanga/se entristece el mundo entero”. Palabras que enlazan con las que el propio Julio emplea “a manera de epílogo” de “Del cine y otros amores” al referirse al tiempo vital, “cuyas horas hieren y la última mata”, y que con “su compañero el destino, ese gran músico cuyos compases van marcando la danza del vivir, han modelado mis sentimientos y pensamientos inseparables del cine, la cultura y la libertad”.

Cine, cultura, libertad. Así tituló uno de sus libros y estos tres términos me parecen el camino idóneo para abordar las Memorias de Julio Diamante.


El beso francés

 

En toda reunión sobre cine español que se precie, siempre hay alguien que se hace el ingenioso y asegura que todo se resolvería si copiáramos el modelo francés. Incluso citará a Berlanga, a quien se atribuye (otras veces es a otros) la frase de que la mejor Ley de Cine para España sería la que escribiera una simple traductora de la Ley francesa… Lo primero a responder es que en Francia no existe Ley de Cine como tal, sino una serie de normas fragmentarias y dispersas, nacidas muchas de ellas en plena posguerra europea, cuando el proteccionismo hacia la cultura propia parecía obligado. Y numerosas disposiciones más que surgieron enraizadas en el principio de la “Excepción Cultural”, acuñado durante la etapa presidencial de Miterrand y de Jack Lang al frente del Ministerio correspondiente.

Claro, todos estamos de acuerdo en que el llamado “beso francés” es el mejor, pero no siempre puede darse a la persona deseada ni las circunstancias lo permiten en cualquier momento. Pues algo así sucede con el cine francés comparado con el español. Ni las sociedades de las que nacen son las mismas, ni la cultura alcanza similar valoración en una y otra, siendo allí cuestión de Estado que todos respetan, ni siquiera sus industrias audiovisuales responden a esquemas parecidos. Los franceses inventaron el cine y siempre lo han cultivado como algo propio, a cuidar con delicadeza para no quedar asfixiados por la producción de Hollywood. Lo que en verdad han conseguido hasta ser la primera potencia europea en producción y la principal exportadora, como lo demuestra el que suframos un auténtico hartazgo de comedias galas en nuestras carteleras.

19 de mayo: Interior del cine Grand Rex, de París, con el máximo aforo permitido

Era impresionante ver las imágenes del 19 de mayo en París, con largas colas de público ante las salas ¡desde las 8 de la mañana!, cuando abrieron con solo un 35% de su aforo tras siete meses de cierre total. Los reportajes hablaban de espectadores felices por ver Otra ronda, o por “descubrir” en ese primer día nada menos que La Aventura antonionesca… Mientras, en España, las cifras han ido descendiendo sin parar: se ha pasado de los 403.406 espectadores y 2.683.794 euros de taquilla en el primer fin de semana de abril, cuando la mayoría de las salas se puso en marcha, hasta menos de 200.000 espectadores y poco más de un millón de euros de recaudación en el último finde. Explicaciones “a posteriori” siempre las hay, que si celebrar el cese del estado de alarma, que si el buen tiempo que invitaba a rebosar las terrazas o los partidos de fútbol decisivos para la Liga. Lo que se quiera, pero lo cierto es que el cine en salas no supone entre nosotros esa “religión” de más allá de la frontera. Por si alguien no se había dado cuenta de que todavía no practicamos demasiado el beso francés...


(Publicado en "Turia" de Valencia, mayo de 2021).