Carlos Saura, cineasta de la memoria

 

Al inicio de su primera novela, “¡Esa luz!”, que nunca logró ver convertida en película, Carlos Saura recordaba esta anécdota: “Hace años, en el Festival de Cine de Cannes de 1960, a la salida del público después de ver mi primer largometraje, Los golfos, alcancé a escuchar lo que una señora francesa muy elegante decía a otra 'Quel pays de sauvages' ('Qué país de salvajes'). Tengo la esperanza de que ese juicio de ayer haya dejado de ser válido hoy”.

A tan decisiva esperanza dedicó Carlos Saura su carrera. Porque si buceamos en su cine en estos momentos tristes de su desaparición, comprobaremos hasta qué punto su mirada sobre la evolución de la sociedad española ha constituido una línea fundamental de su obra. Y para ello nada mejor que recurrir a la memoria, al recuerdo vívido de lo que sucedió entre nosotros para nunca volver a repetirlo. Si, en medio de su incesante y casi milagrosa actividad, algo le angustiaba en sus últimos años era que la deriva de las confrontaciones políticas de cada día pudiera acabar desembocando en una nueva guerra civil.

José Luis López Vázquez y Francisco Pierrá, en "El jardín de las delicias" (1970)

Aquella Guerra Civil que tantas veces sus películas pusieron ante nuestros ojos, en títulos como El jardín de las delicias, La prima Angélica, ¡Ay, Carmela! o, desde una perspectiva metafórica, La caza (su tercer pero primer gran largometraje en cuanto a resonancia crítica), Ana y los lobos y Mamá cumple cien años, atravesadas todas ellas por la memoria de la contienda fratricida y su pervivencia a lo largo de siguientes décadas. Saura, que tan solo contaba con cuatro años cuando estalló el conflicto, nunca pudo borrar de sus recuerdos infantiles esos momentos de terror que también hizo vivir a sus protagonistas. Al igual que le sucedía al López Vázquez de los dos primeros films citados, ese miedo, esa angustia, permanecieron dentro de él, y de todos cuantos la sufrieron, de forma indeleble.

Pero no solo se trataba de la Guerra Civil, Saura se refirió asimismo a otras circunstancias distintas donde la violencia había imperado o todavía lo hacía. Era el caso de Los ojos vendados, referida a las dictaduras latinoamericanas y a la pervivencia de los torturadores. O a la violencia cotidiana del Madrid periférico de los 80 en Deprisa, deprisa, dominado por la droga, la marginación juvenil y la búsqueda del dinero fácil. Reflexión social que continuaría con ¡Dispara! y Taxi, y que culminaría con el estallido de una violencia salvaje, primitiva y ancestral, en El séptimo día, su última gran obra de ficción.

Geraldine Chaplin y Ana Torrent, en "Cría cuervos..." (1976)

Eran, en ese caso y basándose en los hechos reales de Puerto Hurraco, la confrontación hasta la muerte y el exterminio de dos familias inmersas en una ancestral rivalidad rural. Porque también, partiendo de perspectivas muy diferentes, ha sido la familia otro de los ejes fundamentales del cine de Saura. Desde el recuerdo cálido y emocionado hacia una madre enferma en Cría cuervos..., tan próxima a la obra de Bergman; hacia un padre lejano en Elisa, vida mía, y ligada a las vivencias infantiles en Pajarico, o a la persistencia de la memoria familiar en Dulces horas y mostrada de manera casi esperpéntica en las citadas Ana y los lobos y su continuación Mamá cumple 100 años. Aunque la familia comienza, en cierta manera, desde las relaciones de pareja, como sucedía en la trilogía protagonizada por Geraldine Chaplin: a veces de manera especialmente tortuosa en Peppermint frappé, heredera del Vértigo de Hitchcock; convertida en conflictivo trío pasional, muy años 60, en Stress es tres, tres, y sometida a sinuosos juegos eróticos en La madriguera.

Esos puntos nodales, esos temas favoritos que pueblan la filmografía de Saura, no pueden ni deben hacernos olvidar la fundamental búsqueda estética que lo atraviesa. Incluso en sus trabajos más pegados a una realidad no siempre bonita ni atractiva, los vinculados a su inicial vocación documentalista, hay una indudable exigencia estética, algo que siempre le preocupó sobremanera. No hay nunca vulgaridad ni facilidad en sus imágenes, sino que se percibe en ellas una incesante búsqueda formal, muy acentuada a lo largo del paso de los años, cuando colaboradores como el director de fotografía Vittorio Storaro pasaron a alcanzar una fortísima incidencia en su cine.

Cristina Hoyos interpreta la Danza del Fuego en "El amor brujo" (1986)

Búsqueda, tan mal entendida en muchas ocasiones, que trascendió al llegar el cine musical de Saura a partir de Bodas de sangre, Carmen y El amor brujo (conteniendo una de las más bellas secuencias del cine español, la centrada en el fuego gitano), que contaron con la presencia fundamental de Antonio Gades. Paso a paso con un estilo cada vez más depurado, más esencial en la investigación sobre dos lenguajes autónomos cuya fusión los potenciaba, Saura aportó el máximo ejemplo de lo que podría ser un “musical a la española”, no derivado de los éxitos norteamericanos del género. En el que, con el protagonismo destacado del flamenco, también cabían otros ritmos como el Tango (donde uno de los bailes se atrevía a evocar las torturas de la Dictadura argentina), el Fado o la Jota en las obras dedicadas a ellos, a los que aportaba danzas en muchas ocasiones no previstas. Y además recoger los aires mexicanos en El rey de todo el mundo, dentro de un recorrido que aspiraba a reflejar músicas y bailes de otras latitudes como la India, que le fascinaba, aunque no lograse poner en pie su proyecto sobre ella.

Dibujo de Carlos Saura, dentro de su serie "Bárbaros" (nº 288)

Buñuel, Lorca, Goya, Juan de la Cruz, el Picasso cuyo “Guernica” tampoco consiguió llevar al cine, poblaron –entre muchos otros– la imaginación de un cineasta absolutamente decisivo para el cine español como Carlos Saura. Memoria, Guerra Civil, violencia y familia fueron llenando sus imágenes a lo largo de más de medio centenar de películas. Ya no estamos a tiempo de que él sienta en persona nuestra admiración por una vida dedicada a hacernos más conscientes, más felices y mejores como individuos y como sociedad. Pero nos queda una obra que pervivirá a lo largo de los años como seña de identidad inconfundible, y probablemente irrepetible, del cine español.


(Publicado en la edición digital de "El Cultural", 11 de febrero de 2023).

Sobre el cine de animación

 


Texto escrito para la página "Web" de la Academia de Bellas Artes como complemento del anuncio de la conferencia de Enrique Gato, creador de la serie de Tadeo Jones, el 28 de febrero de 2023. 

Dar vida y movimiento a lo que es inanimado. Este es el “milagro” que define al cine de animación desde el invento de los Lumière en 1895. E incluso antes, porque ya en los experimentos de su prehistoria se había avanzado en esta ilusión de que objetos y personas se mostrasen a los espectadores de forma dinámica. Aunque ha sido el dibujo el principal soporte de la animación, ha desarrollado con el tiempo muy diversas muestras, trabajando con muñecos, marionetas, siluetas, pinturas, arena…, en un sinfín de propuestas imaginativas. Incluso fundiéndose con el documental en las últimas décadas, cuando ya el género ha compartido su faceta infantil con la de contenidos adultos, lo que ha aumentado su alcance cara al público.

Se considera al francés Émile Cohl y al norteamericano Stuart Blackton como los “padres” del cine de animación en los primeros años del siglo XX. Pero su prolífica obra no se quedaría en ellos mismos, sino que fueron surgiendo figuras que, aunque hoy en muchos casos olvidadas, no palidecen frente a las de imagen real: Pat Sullivan con su Gato Félix; los miembros del equipo de la Warner, con Tex Avery y Chuck Jones y su Bugs Bunny a la cabeza; o los de la Metro, comandados por Bill Hanna y Joe Barbera, creadores de Tom y Jerry… Autores no inscritos en el imperio de Walt Disney, iniciado por Mickey Mouse y el primer largometraje de animación, Blancanieves y los siete enanitos, en 1937, y cuya decisiva influencia llega hasta hoy, aunque complementada por John Lasseter y su Estudios Pixar mediante animación por ordenador y fusión de complejas técnicas.

Paralelamente, en los más diversos confines, destacaron nombres de especial relieve: Paul Grimault en Francia, Lotte Reiniger en Alemania, el indiscutible maestro Norman McLaren en Canadá, Jirí Trnka y Karel Zeman y Jan Svankmajer en la entonces Checoslovaquia, George Dunning y Aardman Animations en Inglaterra, Walerian  Borowczyk y Jan Lenica en Polonia, Bruno Bozzetto en Italia, Ion Popesco Gopo en Rumanía…, y tantos más que conforman un panorama clásico de la animación digno de mejor conocimiento.

También en España, desde los trucajes del aragonés Segundo de Chomón, habitualmente para las producciones de Méliès, pasando por el ingenuismo de la etapa de la posguerra con títulos como Garbancito de la Mancha, Alegres vacaciones o Érase una vez, recién restaurada por la Filmoteca de Catalunya, y la muy meritoria labor posterior de Cruz Delgado, Francisco Macián y Pablo Núñez, hasta la actual eclosión en nuestro siglo. Los espectaculares éxitos de Enrique Gato con su ya universal personaje Tadeo Jones, la extensión del cine de animación por zonas como Euskadi y Galicia o el Oscar al Mejor Cortometraje logrado en 2022 por Alberto Mielgo con El limpiaparabrisas, son –entre otras– claras muestras de la llegada a una edad adulta por parte de la animación española. Sería de desear que esa relevancia ganada a pulso sirviera también para que excelentes profesionales de nuestro país no tuvieran que “desertar” hacia latitudes más propicias.

Dotada de especial atractivo para los jóvenes, la práctica de la animación, ya sea la tradicional de imagen por imagen (stop motion) o por ordenador, despierta vocaciones y seguidores día tras día, igual que sucede con los cómics y los videojuegos. De ahí que, desde la Academia de Bellas Artes, su Sección de Nuevas Artes de la Imagen siga con especial atención la trayectoria de estas modalidades expresivas y de sus autores, merecedores de un detenido estudio y de la máxima consideración.

Entre mitos e iconos, Steven Spielberg

 


Seguro que, si estando en una playa, usted ha notado unas olas más fuertes de lo normal y unos apurados gritos entre los bañistas, no ha podido evitar acordarse de aquel gigantesco tiburón que tantas pesadillas le causó en su infancia. No tengo duda de que cuando ve una montaña diferente, bañada por una intensa luz y con el halo misterioso de la Torre del Diablo, ha pensado en que quizá estén llegando unos extraterrestres para encontrarnos con ellos en una tercera fase. Me parecería raro que, puesto a soñar aventuras, no se metiera usted bajo el típico sombrero de un intrépido arqueólogo en busca de la mítica Arca de la Alianza. E incluso, ante una hermosa luna llena, no crea haber visto una bicicleta surcando el cielo y un pequeño personaje cuya máxima ilusión es volver a su casa…

Podríamos seguir con más ejemplos que estos de Tiburón, Encuentros en la tercera fase, En busca del Arca perdida y E.T. Con la particularidad de que todos ellos pertenecen al mismo autor, Steven Spielberg, el máximo creador contemporáneo de iconos que perviven en nuestra memoria colectiva. No es precisamente sencilla esa elaboración de imágenes que permanezcan indelebles a lo largo de años y décadas. Solo un puñado de cineastas lo han conseguido en la más que centenaria historia del cine, señal inequívoca de su dificultad. Porque hay que penetrar muy a fondo en el inconsciente de una sociedad, bucear en sus recovecos, inquietudes y deseos para lograr un resultado así.

¿Desean que sigamos hablando de la resurrección de los dinosaurios, tan adorados por niñas y niños de todas las latitudes después de Parque Jurásico? ¿Les apetece que, remontándonos a los comienzos de la carrera de Spielberg, indaguemos en por qué cuando un vehículo permanece pegado al coche que conducimos nos viene a la cabeza aquel terrible camión cisterna que atormentaba al protagonista de Duel? Nos adentramos así en el terreno de un juego específico entre la pantalla y el espectador, quien se lleva sin apenas notarlo un mundo de ficción a casa.

Se sentía muy afortunado Orson Welles por haber jugado durante años con el mayor tren eléctrico imaginable como era el cine, por haber disfrutado de él con un placer infinito. De esa misma extirpe es Spielberg, como dejaría patente al homenajearle en su recreación de La guerra de los mundos. Porque si vamos al terreno del juego, es que estamos hablando de la infancia, ese “único espacio en que somos libres de verdad”, dice él, ese territorio propicio a los mitos en el que se apoya buena parte de la filmografía del realizador. De ahí nacen aquellos iconos, porque es en esa edad inicial e iniciática cuando nacen con irresistible poderío.

La autobiográfica "Los Fabelman" (2022)

En el caso de que todavía alguien lo ignorase, la autobiográfica Los Fabelman con la que Spielberg aspira con fuerza a los próximos Oscars, lo establece sin ninguna duda. Porque –con un confesado síndrome de Peter Pan a cuestas– regresa una y otra vez al terreno de sus pocos años, no para recrearlos necesariamente, sino como fuente de inspiración para relacionarse con sus semejantes. Y en verdad que lo ha conseguido, como demuestran los 11.000 millones de dólares que se calcula que han ingresado sus películas en los cinco continentes, cifra a cuyo nivel nadie había llegado antes e importante no por sí misma, sino por lo que denota de facilidad de comunicación con las distintas audiencias.

Pero este “golden boy” del cine norteamericano, que ha llegado a los grandes Estudios mediante sus productoras Amblin y DreamWorks, no solo ha transitado con la máxima eficacia por ese universo de los iconos de nuestro tiempo. También ha sido capaz de que si, en una línea radicalmente opuesta, el gran público reconoce la infinita barbarie del Holocausto, su mente se remita a La lista de Schindler. O que cuando percibe la cruel e infinita sangría de la Segunda Guerra Mundial, sea al contemplar al desembarco en la normanda playa de Omaha rememorado por Salvar al soldado Ryan. O que acceda al infinito sufrimiento causado por la “Gran Guerra” de 1914-18 gracias a War Horse, cuando el incesante sacrificio de los caballos en el frente corría paralelo al de los seres humanos que morían en las trincheras. O que al sentirse solo y perdido en un aeropuerto, no reviva la peripecia de aquel apátrida Viktor Navorski deambulando sin cesar por La terminal.

Perspectiva bifronte de un cineasta, la de la fantasía y la realidad, que transita con facilidad de un género a otro, ya sea la ciencia ficción, el cine de aventuras, la tragedia, el melodrama o incluso el musical, como demostrase muy recientemente en su West Side Story y su coreografía deslumbrante por las calles de Nueva York. Al fin y al cabo, la multiplicidad de géneros, incluso de aquellos que estaban considerados de menor nivel, figuraba entre las perspectivas de los jóvenes cineastas norteamericanos que a comienzos de la década de los 70 rompieron con las normas de un Hollywood caduco y conservador. George Lucas, Spielberg, Scorsese o Coppola fueron la punta de lanza de una generación que por su empuje y creatividad pronto se convertiría en dueña de las pantallas. El impresionante éxito de La guerra de las galaxias supuso la eclosión popular de este grupo del “Nuevo Hollywood”, que se sentía muy lejano de sus mayores. Cuando, aparte de Lucas y sus Jedis, Spielberg ya había hecho Tiburón, su primer gran éxito, Scorsese, Taxi Driver, y Coppola El Padrino, tal acumulación de talento significaba que el futuro era suyo.

Al analizar las dos primeras décadas de la obra de Spielberg en su famoso “50 años de cine norteamericano”, Tavernier y Coursodon escribían que el cine de Spielberg “ha sido frecuentemente calificado de anti-intelectual (incluso por él mismo) y optimista, como si esas dos etiquetas tuvieran necesariamente que ir emparejadas; pero ocurre que la primera es claramente más exacta que la segunda”. Más que intelectual o no, creo que lo que define de forma nítida su filmografía es la búsqueda de la emoción, el acercamiento a unos determinados personajes cuyas vivencias son capaces de provocar la adhesión de los espectadores. Camino seguido y perseguido por el realizador con una insistencia que en ocasiones puede resultar excesiva, hasta blanda y complaciente con algunos de esos personajes que no lo merecen, pero que no por ello deja de ser definitoria, lo mismo que su continua exaltación del núcleo familiar. Con una modulación, que a medida que avanzaba su edad hasta los actuales 75 años, ha matizado con esmero, como esos compositores inteligentes que rebajan sus tonalidades cuando se acercan a la madurez.

Siguiendo su argumentación, los dos críticos citados afirmaban que no había que “asombrarse de que la tendencia a refugiarse en lo irreal, en lo fantástico, en el mundo de la visión infantil, sea la contrapartida de una cierta misantropía”, que “se transluce claramente en la mordiente ironía con que Spielberg describe la sociedad norteamericana y la mayor parte de los adultos que la componen”. Misantropía que, desde luego, no excluye la nítida empatía que el cineasta siente por buena parte de cuantos pueblan sus películas. Aquel principio de Jean Renoir, tantas veces repetido, de que “todo el mundo tiene sus razones”, encuentra en él un entusiasta partidario. Raro será encontrar en su cine un esquematismo empobrecedor o unos prejuicios consolidados: todo lo contrario, puede conseguir que entendamos a un ciudadano mediocre que trabaja como agente para la Unión Soviética en El puente de los espías, con su impresionante reconstrucción del Muro de Berlín; o que ya en su día nos llegase a conmover la perseguida pareja de The Sugarland Express.

Spielberg, en el rodaje de "Los archivos del Pentágono" (2017)

Si hablamos de la valía de la reconstrucción del Berlín de la Guerra Fría, el elogio es extensible a cuantos films de Spielberg ponen en pie mundos ajenos al suyo. Lo hizo pronto en la melodramática El color púrpura y en la histórica El imperio del sol, tanto en el caso de la Georgia esclavista de principios del siglo XX como del contraste entre el Shanghai mundano y la represión ejercida por el ejército japonés tras invadir China, visto a través de los ojos de un adolescente. Otro tanto en la minusvalorada Múnich, con la trágica Olimpiada de 1972 en que se produjo la masacre de once deportistas israelíes a cargo de Septiembre Negro. Pero también en el citado “remake” de West Side Story hay una visión de la ciudad desde ángulos bastante más realistas y cotidianos que en el film original, algo que –dentro de un relato fabulador e inclinado hacia la mitificación– también cabe encontrar en la saga del Arca perdida y en numerosos títulos más. Si la labor definitoria de todo cineasta es aportar la visión de un mundo aparte, o acercarse al propio desde perspectivas singulares, Spielberg cumple sin duda con ese requisito creativo básico.

Es verdad que medios económicos tiene para ello, porque completa su faceta de director con la de productor, la mayor parte de las veces para sus propias películas, aunque también para otras como Poltergeist, Los Goonies o la serie Regreso al futuro, dirigidas nominalmente por Tobe Hooper, Richard Donner y Robert Zemeckis, pero que llevan su impronta, su visión del papel del cine. Los éxitos de Spielberg, aunque mezclados con algunos resonantes fracasos (1941, Always, Hook, Amistad, Mi amigo el gigante), le permiten mantener ese sello de identidad sobre films realizados por colegas con menor personalidad.

Tampoco podría entenderse la carrera de Spielberg sin la prolongada colaboración de una serie de nombres propios. En primerísimo lugar, el eterno compositor John Williams, cuyas músicas están indisolublemente unidas a las imágenes a las que acompañan, en una simbiosis extendida nada menos que a lo largo de ¡29 películas! Pero también otras personas como los productores Frank Marshall y Kathleen Kennedy, su “compañera de juegos” a la hora de inventar ficciones, y, en cuanto a guion se refiere, Melissa Mathison y, durante la última etapa, Tony Kushner, además de unos intérpretes encabezados por el siempre magnífico Tom Hanks. Un actor siempre confiable, seguro, que en Los archivos del Pentágono brilla con intensidad como Ben Bradlee, el director del “Washington Post” que convence a la propietaria del diario, Katherine Graham (Meryl Streep), a publicar la documentación mantenida secreta por el Gobierno sobre la Guerra del Vietnam. Realizada en 2017, con ella Spielberg renueva la línea de películas de los 70 sobre investigaciones periodísticas de trascendencia, cuyo máximo ejemplo sería Todos los hombres del Presidente.

La persecución del camión contra el coche en "Duel" (1973)

Permítanme terminar esta semblanza con un recuerdo personal: corría el mes de noviembre de 1973 cuando una compañía multinacional norteamericana nos invitaba a los entonces críticos de la revista “Triunfo” a ver una película (en realidad, un telefilm) que respondía al título original de Duel, que no se había estrenado comercialmente en Estados Unidos pero había encontrado una notable acogida en Francia tras ser premiada en el Festival de Avoriaz. Tanto a Diego Galán como a mí nos impresionó lo que aquí iba torpemente a llamarse El diablo sobre ruedas, y la mencionada compañía nos comunicó que su director, un desconocido llamado Steven Spielberg, que apenas había superado los 25 años, estaba en Madrid pero no encontraban a nadie que quisiera entrevistarle.

Dado que la película nos había impactado tanto, aceptamos encantados ser prácticamente los únicos en hacerlo. Y fuimos con ganas al Hotel Palace para entrevistar a un joven tan serio como tímido que se fue animando a medida que percibía nuestra fascinación por Duel. Hasta el punto de que la charla superó la hora de duración y quedamos muy amigos de aquel muchacho de Cincinnati que nos aseguraba que llevaba haciendo cine desde los trece años, cuando rodó, incluso con actores, el film de 40 minutos Escape to Nowhere y cuyo primer corto profesional, Amblin’, de 1969, daría nombre después a su productora.

De aquel Spielberg a quien nadie se interesaba por entrevistar a la “superestrella” que hoy todo medio desearía, hay un largo camino que se resume en el incesante paso del tiempo, en este caso reflejado en la figura de un cineasta de época.


(Publicado en "El Cultural", 3-9 de febrero de 2023)