Al inicio de su primera novela, “¡Esa luz!”, que nunca logró
ver convertida en película, Carlos Saura recordaba esta anécdota: “Hace años,
en el Festival de Cine de Cannes de 1960, a la salida del público después de ver
mi primer largometraje, Los golfos,
alcancé a escuchar lo que una señora francesa muy elegante decía a otra 'Quel
pays de sauvages' ('Qué país de salvajes'). Tengo la esperanza de que ese
juicio de ayer haya dejado de ser válido hoy”.
A tan decisiva esperanza dedicó Carlos Saura su carrera.
Porque si buceamos en su cine en estos momentos tristes de su desaparición,
comprobaremos hasta qué punto su mirada sobre la evolución de la sociedad
española ha constituido una línea fundamental de su obra. Y para ello nada
mejor que recurrir a la memoria, al recuerdo vívido de lo que sucedió entre
nosotros para nunca volver a repetirlo. Si, en medio de su incesante y casi milagrosa
actividad, algo le angustiaba en sus últimos años era que la deriva de las
confrontaciones políticas de cada día pudiera acabar desembocando en una nueva
guerra civil.
Aquella Guerra Civil que tantas veces sus películas pusieron
ante nuestros ojos, en títulos como El jardín
de las delicias, La prima Angélica,
¡Ay, Carmela! o, desde una perspectiva
metafórica, La caza (su tercer pero
primer gran largometraje en cuanto a resonancia crítica), Ana y los lobos y Mamá cumple
cien años, atravesadas todas ellas por la memoria de la contienda
fratricida y su pervivencia a lo largo de siguientes décadas. Saura, que tan
solo contaba con cuatro años cuando estalló el conflicto, nunca pudo borrar de
sus recuerdos infantiles esos momentos de terror que también hizo vivir a sus
protagonistas. Al igual que le sucedía al López Vázquez de los dos primeros
films citados, ese miedo, esa angustia, permanecieron dentro de él, y de todos
cuantos la sufrieron, de forma indeleble.
Pero no solo se trataba de la Guerra Civil, Saura se refirió asimismo
a otras circunstancias distintas donde la violencia había imperado o todavía lo
hacía. Era el caso de Los ojos vendados,
referida a las dictaduras latinoamericanas y a la pervivencia de los
torturadores. O a la violencia cotidiana del Madrid periférico de los 80 en Deprisa, deprisa, dominado por la droga,
la marginación juvenil y la búsqueda del dinero fácil. Reflexión social que
continuaría con ¡Dispara! y Taxi, y que culminaría con el estallido
de una violencia salvaje, primitiva y ancestral, en El séptimo día, su última gran obra de ficción.
Eran, en ese caso y basándose en los hechos reales de Puerto Hurraco,
la confrontación hasta la muerte y el exterminio de dos familias inmersas en una
ancestral rivalidad rural. Porque también, partiendo de perspectivas muy
diferentes, ha sido la familia otro de los ejes fundamentales del cine de
Saura. Desde el recuerdo cálido y emocionado hacia una madre enferma en Cría cuervos..., tan próxima a la obra de
Bergman; hacia un padre lejano en Elisa,
vida mía, y ligada a las vivencias infantiles en Pajarico, o a la persistencia de la memoria familiar en Dulces horas y mostrada de manera casi
esperpéntica en las citadas Ana y los
lobos y su continuación Mamá cumple
100 años. Aunque la familia comienza, en cierta manera, desde las relaciones
de pareja, como sucedía en la trilogía protagonizada por Geraldine Chaplin: a
veces de manera especialmente tortuosa en Peppermint
frappé, heredera del Vértigo de
Hitchcock; convertida en conflictivo trío pasional, muy años 60, en Stress es tres, tres, y sometida a sinuosos
juegos eróticos en La madriguera.
Esos puntos nodales, esos temas favoritos que pueblan la
filmografía de Saura, no pueden ni deben hacernos olvidar la fundamental
búsqueda estética que lo atraviesa. Incluso en sus trabajos más pegados a una
realidad no siempre bonita ni atractiva, los vinculados a su inicial vocación
documentalista, hay una indudable exigencia estética, algo que siempre le
preocupó sobremanera. No hay nunca vulgaridad ni facilidad en sus imágenes,
sino que se percibe en ellas una incesante búsqueda formal, muy acentuada a lo
largo del paso de los años, cuando colaboradores como el director de fotografía
Vittorio Storaro pasaron a alcanzar una fortísima incidencia en su cine.
Búsqueda, tan mal entendida en muchas ocasiones, que
trascendió al llegar el cine musical de Saura a partir de Bodas de sangre, Carmen y
El amor brujo (conteniendo una de las
más bellas secuencias del cine español, la centrada en el fuego gitano), que
contaron con la presencia fundamental de Antonio Gades. Paso a paso con un
estilo cada vez más depurado, más esencial en la investigación sobre dos
lenguajes autónomos cuya fusión los potenciaba, Saura aportó el máximo ejemplo
de lo que podría ser un “musical a la española”, no derivado de los éxitos norteamericanos
del género. En el que, con el protagonismo destacado del flamenco, también
cabían otros ritmos como el Tango (donde uno de los bailes se atrevía a evocar
las torturas de la Dictadura argentina), el Fado o la Jota en las obras dedicadas
a ellos, a los que aportaba danzas en muchas ocasiones no previstas. Y además recoger
los aires mexicanos en El rey de todo el
mundo, dentro de un recorrido que aspiraba a reflejar músicas y bailes de
otras latitudes como la India, que le fascinaba, aunque no lograse poner en pie
su proyecto sobre ella.
Buñuel, Lorca, Goya, Juan de la Cruz, el Picasso cuyo “Guernica”
tampoco consiguió llevar al cine, poblaron –entre muchos otros– la imaginación
de un cineasta absolutamente decisivo para el cine español como Carlos Saura. Memoria,
Guerra Civil, violencia y familia fueron llenando sus imágenes a lo largo de
más de medio centenar de películas. Ya no estamos a tiempo de que él sienta en persona
nuestra admiración por una vida dedicada a hacernos más conscientes, más
felices y mejores como individuos y como sociedad. Pero nos queda una obra que
pervivirá a lo largo de los años como seña de identidad inconfundible, y
probablemente irrepetible, del cine español.
(Publicado en la edición digital de "El Cultural", 11 de febrero de 2023).
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