El junco y el viento

 



Fue el eje central de mi breve intervención para agradecer el Premio Especial que la generosidad de la Turia tuvo a bien concederme el pasado 16 de octubre por, según aseguró al anunciar este Halcón Maltés, mi “trayectoria de apoyo al cine español”. Y lo dije porque lo creo sinceramente: el cine español es un colectivo que, salvo excepciones, merece mucho la pena, ya sea en sus tres sectores tradicionales de producción, distribución y exhibición, ya sea en la configuración de sus profesionales de todas las ramas. Como suele suceder cuando se trata de una labor donde el factor vocacional juega casi siempre un papel decisivo, el conjunto de nuestro cine se ha hecho acreedor a esta alta consideración. Pese a que tantos han intentado denigrarlo, con adjetivos que se querían insultantes, bien conocidos pero que no quiero repetir, buscando un rédito fácil y demagógico entre los suyos.

Dado que el ministro de Cultura se hallaba en el acto, quise subrayarlo ante él para que tenga siempre en cuenta esta valía de un colectivo donde el arte y la industria se funden de manera continua. Unos profesionales que si siempre han vivido en la cuerda floja del trabajo intermitente, el paro, el éxito o el fracaso, lo están pasando aún mucho peor en estos interminables meses de pandemia. Es un sector muy frágil, inseguro, que vive sujeto a que su oficio vaya en una dirección u otra, pero que siempre responde cuando se le necesita. Un amplio núcleo humano que se diría extremadamente quebradizo cuando las cosas vienen mal dadas, aunque resulta muy fuerte justo cuando parece vencido. Donde los “egos” resaltan muchas veces, llenando titulares y reportajes, por más que sea solidario hasta el máximo cuando se reclama su participación en un proyecto atractivo. La típica imagen del junco que se cimbrea cuando el viento le ataca, pero que no llega a romperse, es la que más conviene a un cine español merecedor de una mejor imagen que la que suele propagarse sobre él. Y necesitado de mayor respeto, consideración y apoyo de los que suele hallar entre nosotros.

Si traté de comunicar esta convicción al auditorio de los Premios Turia, en lo que coincidí con un crítico teatral tan valorado por mí como Nel Diago, acabé dedicando mi galardón –como él hizo con José Monleón– a dos personas más que merecedoras de tal mención: Francesc (Paco) Betriu, un estupendo cineasta, fallecido días atrás, a quien creo que no se le ha otorgado la suficiente atención; y Vicente Vergara, alma de la Turia durante tantos años y a la que sigue inspirando desde un silencio que transmite energía y deseos de vivir. Él fue el protagonista de una Gala cuyos asistentes acabaron puestos en pie para ovacionarle desde el cariño y la admiración.

La llamada "foto de familia" con todos los premiados por la "Turia" en 2020


(Publicado en "Turia" de Valencia, octubre de 2020).


Adiós, Goran

 


Envuelto en un cierto silencio, inducido por él mismo al no querer hablar de su enfermedad, con tan solo 73 años ha fallecido Goran Paskaljevic, uno de los principales cineastas europeos de las últimas décadas. Dirigió 18 películas, muchas de ellas en circunstancias difíciles, porque entre 1992 y 1998 tuvo que exiliarse de su país, Serbia, a causa del odio de un ultranacionalismo que le consideraba “traidor a la patria” o, cuando menos, “altamente sospechoso” (según la policía de Milosevic), por haber mantenido que esa extrema derecha era la culpable de la guerra que asoló los Balcanes.

Con su característico acercamiento tragicómico a la realidad, muy enraizado en su cultura, el cine de Paskaljevic se hizo más duro, incisivo y amargo a raíz de El polvorín, en 1998, inicio de su llamada “Trilogía serbia”, continuada por El sueño de una noche de invierno y Optimistas. Precisamente con esta película obtendría en 2006 la segunda de sus tres Espigas de Oro en la Semana de Cine de Valladolid, precedida por la de La otra América en 1995 y seguida por la de Lunas de miel en 2009. De hecho, ha sido el único cineasta en obtener el premio máximo del certamen en una triple ocasión, además de recibir en Valladolid un homenaje que incluía toda su filmografía hasta ese momento, 1996, y un libro original del crítico norteamericano Ron Holloway.

Pero si Goran Paskaljevic era un gran cineasta, todavía mejor era como persona. Tuve una fuerte amistad con él en todos estos años, derivada, como puede deducirse, de mi trabajo al frente del Festival vallisoletano, e incrementada en tiempos posteriores. Encuentros, charlas y cenas en Bruselas y París, donde residió alternativamente con Belgrado cuando pudo volver a su país, en compañía de su mujer, Christine, fueron potenciando una relación de la que solo guardo buenos recuerdos.

Y que se multiplicaron al compartir el Jurado Internacional de la Semana en 2015, él como Presidente y yo como seguidor encantado con sus conversaciones, su bonhomía y su sentido del humor. Es cierto que, a lo largo de todo un Festival, los integrantes de un Jurado acaban intimando más que incluso con familiares. Así viví yo el de la 60 edición, cuando acabamos premiando a una película islandesa, Rams (El valle de los carneros), que a él le encantaba especialmente porque enlazaba con aquella “tragicomedia humana” que había sido su hábitat inicial. Hasta que, con las masacres de la exYugoslavia dentro de él y citando a Voltaire en Optimistas, llegase al terrible convencimiento de que “optimismo es la locura de insistir en que somos todos buenos, cuando todos somos miserables”.

Inolvidable Goran, siempre con su eterno sombrero, siempre con su sonrisa cariñosa, siempre con su delicada apuesta por la amistad..

(Publicado en "Turia" de Valencia, octubre de 2020).


No tan extraño

 

Fue muy bueno el discurso de Isabel Coixet tras recoger el Premio Nacional de Cinematografía. Lejos de elaborar un texto protocolario o de suma de agradecimientos a mamá, papá, pareja y demás tópicos en esta serie de actos, resumió en doce puntos sus consejos a las y los jóvenes cineastas que se inician en la profesión. Que cabe resumir en esa frase de que “a falta de certezas, abraza la niebla”, una sugerente metáfora del trabajo que ha de realizarse para llegar hasta el otro lado de la cámara.

Isabel Coixet, después de recibir el Premio Nacional de Cinematografía

Tras la inauguración con la última película de Woody Allen, Rifkin’s Festival, la entrega del Premio Nacional marcó el inicio de la 68 edición del Festival de San Sebastián, que muchos dudaron que pudiera llegar a celebrarse pero que finaliza mañana, sábado 26, con la entrega de premios. Como sucedió con el de Málaga y posteriormente con Venecia, lo fundamental este año es que haya tenido lugar, su propia existencia en medio de una pandemia impenitente. Más allá de películas e invitados, dejando a un lado esta vez brillanteces, excelsas alfombras rojas, cócteles y otros festejos, lo realmente importante es que las proyecciones se han ido efectuado conforme a lo previsto, con, eso sí, cuantas medidas de precaución y requisitos sanitarios que la ocasión precisaba. Y la ciudad ha respondido con entusiasmo a este empeño de mantener el certamen en pie, como lo demuestra que el mismo domingo en que las entradas se pusieron en venta por internet, el 90% de los aforos quedaron ya vendidos.

Hubo una palabra que corrió como la pólvora en los primeros días del Festival, a los que asistí, e incluso así lo reflejaban los telediarios: extrañeza. Quien más quien menos hablaba de lo extraño que le resultaba contemplar las salas con la mitad de las butacas clausuradas, tener que ver las películas con mascarilla, volver en cada proyección a los rótulos en tres idiomas que nos recordaban las medidas (e incluso nos agradecían haber ido al cine) y pasar por expendedores de gel que te ofrecían amables azafatos y azafatas…

José Luis Rebordinos, Director del Festival de Cine de San Sebastián

Claro que resultaba extraño, ¡cómo no iba a serlo!, pero con un poco de paciencia colaborativa tampoco era para tanto y, de hecho, se adecuaba a la situación que estamos viviendo desde marzo. No se nos pedía nada tan excepcional que no pudiera cumplirse, y la organización del Festival se volcó tanto en marcar las normas como en que los espectadores las siguieran al máximo. E incluso alguna se agradeció, y esperemos que permanezca, como el que todas las sesiones fuesen numeradas y se evitasen las larguísimas colas tradicionales para lograr los mejores sitios. San Sebastián 2020 ha podido celebrarse, y ahora recogen el testigo Sitges, Valladolid, Sevilla, Gijón, Huelva… El cine, no lo duden, está vivo.


(Publicado en "Turia" de Valencia, septiembre de 2020).


El territorio de la esperanza

 


Tras la feliz experiencia de Málaga, San Sebastián se dispone a ser el primer Festival español de su categoría en afrontar con vida e ilusión la acometida del coronavirus. Dos palabras fundamentales, vida e ilusión, sin las que el cine no existiría desde hace 125 años, porque gracias a ellas ha superado todas las crisis, todos los malos momentos de su historia, que han sido numerosos y muy variados. Este es, sin duda, uno de los más graves y desconcertantes, pero lo superará, porque a esas dos ideas el cine une ahora la de seguridad, la de la confianza sanitaria que encuentra el público ante un espectáculo en el que todos se esfuerzan al máximo para que sea seguro.

Desde que la pandemia determinase en marzo el confinamiento de la sociedad, he defendido que los Festivales debían continuar, uniendo con inteligencia el decisivo aspecto presencial con una potenciación de la oferta “on line” que, por otra parte, los certámenes ya iban utilizando desde hace tiempo. Muchos hemos pensado que esa participación humana, directa y activa, resulta fundamental para que tenga lugar un Festival que haga honor a su nombre. Aunque con todas las precauciones y restricciones que sean precisas para ni siquiera un minuto bordear el abismo, tal como bien se ha hecho en Málaga y sin duda también en Donostia.

Decía días atrás el director de la Mostra di Venezia, Alberto Barbera, que había que seguir adelante, que la industria cinematográfica no soportaría un segundo parón como el que ha sufrido y había que impulsar todas las iniciativas positivas, como la celebración de Festivales, para evitar que la estructura se viniera abajo. Tiene razón, y si siempre se ha afirmado que el cine es “el territorio de los sueños”, hoy, septiembre de 2020, es sobre todo “el territorio de la esperanza”, allí donde confluyen los deseos de miles, de millones de personas, espectadores y profesionales, que sueñan con situarse ante una pantalla para contemplar cuanto estos han creado. Porque cada película es un acto de creación, y la creación es incompatible con la enfermedad y la muerte.

Más allá de la calidad de las películas, que ojalá sea más alta que nunca; más allá de la presencia o no de invitados de relieve, siempre bienvenidos pero no imprescindibles; más allá de la brillantez de determinadas actividades, lo decisivo de esta 68 edición de San Sebastián es su propia existencia. Porque el que se realice, eso sí, con todas las medidas de prevención necesarias, es ya un acto de rebeldía, de resistencia ante un virus que, por expansivo que sea, no nos puede doblegar. Cada vez que el proyector de una sala lance su haz de luz sobre una pantalla blanca, estaremos dando un nuevo paso adelante y contribuyendo a un acto de creación, de cultura, de vida, en el sentido más pleno y auténtico de la palabra. Ese soplo de vida que Donostia, pese a todo, celebra un año más.


(Publicado en la revista especializada "CineArte", nº 44, septiembre de 2020).

Diez claves del cine de Pilar Miró


Con motivo de la elección de "El perro del hortelano" como "Película de Oro" de su reciente 23 edición, el Festival de Málaga ha publicado el libro "Pilar Miró, la ternura y la máscara", coordinado por Carlos F. Heredero, para el que escribí el amplio texto que reproduzco bajo estas líneas. 


No es que el cine de Pilar Miró fuese críptico, ni que sus nueve largometrajes de ficción necesiten de un código especial para desentrañarlos. Al revés, en mayor o menor medida todos resultaron muy diáfanos, perfectamente accesibles para los espectadores. Si hablo de “claves”, me refiero más bien a aquellos puntos temáticos y estilísticos cuyo análisis permitan conocer mejor la filmografía de una realizadora que considero ni bien ni suficientemente valorada en su momento. Excepto por un libro, “Pilar Miró, directora de cine”, de Juan Antonio Pérez Millán, editado por la Semana de Cine de Valladolid con motivo del homenaje que le dedicó en 1992, dentro de su 37 edición. Un volumen al que hay que volver una y otra vez si se quiere conocer a fondo la obra de la autora madrileña.

Entonces, cuando menciono la palabra “claves” o “llaves” para “abrir” esa filmografía, lo hago tratando de discernir lo que de más propio, auténtico y significativo hallamos en ella. Porque con Pilar Miró se produjeron una serie de equívocos que entonces lo impidieron en buena parte, sobre todo por haber abordado unos temas habitualmente polémicos y por mezclarse con frecuencia su figura personal con sus películas, aspectos exacerbados al máximo con motivo de la prohibición de El crimen de Cuenca (1979) y el procesamiento de su directora por parte de la justicia militar. A esa situación se refieren sus palabras a “Cambio 16” en mayo del siguiente año, cuando aseguraba que “no me preocupa tanto si me van a meter o no seis años de cárcel. Eso es igual, porque dentro de seis años se encontrarán de nuevo con la película. Mi miedo es que ya la han destrozado, que todo el mundo irá a verla con los ojos manipulados, irán a ver la película del escándalo, la película de las torturas…”. Motivo también de que, al poderse estrenar por fin comercialmente en agosto de 1981, quien esto firma ya advirtiese, dentro de un amplio “dossier” publicado por la revista “La Calle”, de que “en la valoración de El crimen de Cuenca no debe influir la larga serie de obstáculos sufridos por el film y por su directora, como tampoco el carácter de ‘bandera’ de la libertad de expresión en que se convirtió involuntariamente”.

Empeño bastante inútil, visto lo visto, que se recrudeció de inmediato con la posterior, aunque estrenada con anterioridad por la citada prohibición, Gary Cooper, que estás en los cielos… (1980), tan autobiográfica como lo es Dolor y gloria (2019) respecto a Pedro Almodóvar y que revelaba ante el público aspectos muy personales de su autora. Después, sobre todo en los títulos que siguieron a la experiencia política de Pilar Miró como Directora General de Cinematografía y de Radiotelevisión Española, miles de ojos escrutaron los paralelismos entre sus personajes de ficción y la vida real, incluso en aspectos que en aquellos años llamaban todavía la atención de nuestra sociedad, como su condición de madre soltera. Parecía que a ella se le negaba la posibilidad de una labor creativa que no fuese la simple reproducción de sus experiencias.

Se esforzó en negarlo, en reivindicar su derecho a inventar historias que aunque se sustentaran en vivencias personales (¿qué autor no lo hace?), abarcasen a muchos más semejantes porque llegaban a alcanzar una dimensión colectiva: “Yo partía de la base de que lo que me había ocurrido a mí le ocurre a muchas otras personas; es decir, el hecho de quedar de pronto a merced de lo desconocido, que es lo que más asusta al ser humano, y la reacción inmediata de pasar revista a tu vida”, diría a propósito de la citada Gary Cooper…, y podría extenderse a otros varios films de su trayectoria. Quizá por eso el cine de Miró se ha prestado a tantos enfoques erróneos.

De ahí mi propuesta de aplicarle esa búsqueda de “claves”, como si de cualquier otro realizador se tratara. Las he resumido en una decena, no porque no pudieran ser más, sino por acotarlas en un espacio razonable y no buscando ningún carácter exhaustivo. Cada vez que cite una de esas constantes no mencionaré de manera fatigosa todas y cada una de las películas en que cabe observarla, sino aquellas en que aparece de manera más relevante y definitoria. Por tanto, lo que intento es que el lector “se anime” a bucear por sí mismo en los trabajos de Pilar Miró a partir de las “llaves” con las que le propongo entrar en ellos. Como ya señalase Pérez Millán en la reedición y actualización de su libro para el Festival de Huesca de 2007, en una opinión con la que coincido en buena parte, “Pilar Miró consiguió y deja para el futuro tres obras de gran importancia, ambientadas en épocas pretéritas pero con un tratamiento de permanente actualidad: El crimen de Cuenca, Beltenebros y El perro del hortelano; otras cuatro muy estimables, en las que el vigor de los sentimientos traspasa la pantalla, en pugna con su tendencia a la racionalización: Gary Cooper, que estás en los cielos…, Werther, El pájaro de la felicidad y Tu nombre envenena mis sueños, junto a un primer ejercicio más que digno, La petición, y un ensayo fallido, demasiado deudor del momento en que se realizó, Hablamos esta noche”.

Abismos de pasión

Tomo prestado el título con que el maestro Buñuel adaptase “Cumbres borrascosas” dentro de su etapa mexicana, para abordar el que –en mi opinión– es el tema fundamental en la obra de Pilar Miró: la pasión, con todo lo que comporta de ilusión, fulgor y entrega al otro, pero también de desequilibrio, indefensión y, en definitiva, sufrimiento. Ya lo advierte el Diccionario de la Real Academia cuando ofrece como primera acepción de “pasión” la de “acción de padecer”, complementada por la de “perturbación o afecto desordenado del ánimo”. Aunque no lo ignore, la cineasta no lo ve realmente así, sino como exaltación y motivo por el que merece la pena vivir.

Es obvio en el caso de Werther (1986), la cumbre del romanticismo que ella, apoyada en la ópera de Jules Massenet, trae a tiempos actuales y a paisajes cántabros. Pese a que, a posteriori, consideró una equivocación haber actualizado a Goethe, lo cierto es que el film se muestra hoy bastante más valioso de lo que se juzgó en su momento. La  pasión trágica vivida por el introspectivo profesor de griego (Eusebio Poncela) hacia Carlota (Mercedes Sampietro), que se convierte en lo único que da sentido a su vida, se halla expuesto de la manera con la que Miró solía hacerlo: observándola con una cierta distancia, un tanto desde fuera, en una curiosa fusión de romanticismo exacerbado y lúcido racionalismo. Método muy distinto, opuesto incluso, al aplicado –por ejemplo– en dos películas que ella admiraba: Lo importante es amar (L’important, c’est d’aimer, Andrzej Zulawski, 1974) y Mujeres enamoradas (Women in Love, Ken Russell, 1969), propicias a la exuberancia y al desequilibrio formal.

El hijo de Carlota y de un materialista y elemental Alberto (Feodor Atkine), un niño que se encierra en sí mismo pero que el profesor logra que salga al mundo, viene a ser el vehículo gracias al que este vive un amor exultante pero finalmente destructivo de sí mismo. “Pasiones en estado puro, diría la cineasta, pero pasiones siempre frustradas”. En definitiva, continuaba en “La Vanguardia”, Werther es una reflexión sobre los sentimientos más primitivos y más actuales del ser humano, además de una historia de amor. La historia de Werther me apasiona por su forma de ser y de llegar hasta el final, el suicidio”. En una propuesta que Manuel Hidalgo valoraba, dentro de su crítica para “El Mundo”, como “de una seriedad admirable, que nace de una sinceridad profunda, sin concesiones, sin tregua. Eso se nota en la pantalla, en la concentración del discurso, en su rigor, en su densidad”.

Pero pasión arrebatada hay también en Tu nombre envenena mis sueños (1996) entre Ángel Barciela (Carmelo Gómez) y Julia Buendía (Emma Suárez), como previamente de ella hacia un Jaime Méndez (Toni Cantó) cuyo idealismo queda aniquilado por los fascistas en plena Guerra Civil. Y pasión, aunque no correspondida, había ya veinte años antes en La petición (1976) hacia la dominante y clasista Teresa (Ana Belén) por parte de Miguel (Emilio Gutiérrez Caba) y del Mudo (Frédéric de Pasquale). Y pasión teñida de protección casi maternal habrá en El pájaro de la felicidad (1993), por parte de Carmen Figueras (Mercedes Sampietro) hacia Nani (Aitana Sánchez-Gijón) y un bebé que, junto a un perro, le acaban dando un cierto sentido a su vida. Y pasión hay en El perro del hortelano (1995), pese a no saberse muy bien si Diana, condesa de Belflor (Emma Suárez), actúa por verdadero amor hacia su secretario, Teodoro (Carmelo Gómez), o por celos debidos a la relación que este mantiene con su criada Marcela (Ana Duato). Sea como sea, para bien o para mal, la pasión mueve el mundo.

Para Pilar Miró, que aseguraba que su única verdadera pasión era el cine, “lo pasional acaba prevaleciendo en casi todas las historias, adueñándose de ellas”. Se lo confesaría a Rosana Torres en “El País” del 3 de mayo de 1997, tan solo cinco meses antes de su fallecimiento: “Es cierto que, si alguien se fija un poquito, se me ve el plumero: me gustan las historias de amor en el cine y en el teatro, porque ahí me las creo, tienen su principio y su fin, y en la vida real cambian. Nunca sabes cómo terminan”. Acaben como acaben, es el motor que activa a la mayoría de sus personajes, igual que –en diferente grado– la amistad entre Gregorio Valero (Daniel Dicenta) y León Sánchez (José Manuel Cervino), los dos acusados por el inexistente crimen de El Cepa (Guillermo Montesinos) y víctimas por ello de unas terribles torturas capaces de destruir su relación, solo recuperada al final en lo que posiblemente sea el elemento más definitorio de El crimen de Cuenca. Otro tanto respecto a la obediencia ciega de Darman (Terence Stamp), por disciplina hacia sus fatigados ideales que provocan en Beltenebros (1991) el asesinato de dos correligionarios, presuntos pero falsos traidores en una España de posguerra y represión. Acusaciones de traición que parecen inherentes a los grupos de izquierda en la clandestinidad, ya sea la sospecha sobre aquel Juan de El corazón del bosque, de Manuel Gutiérrez Aragón (1978), o sobre Athos Magnani en La estrategia de la araña (Strategia del ragno, 1970), que Bertolucci extrajera del relato de Borges “Tema del traidor y del héroe”.

Pero volviendo a esa pasión amorosa dominante en el cine de Pilar Miró, viene al recuerdo la lúcida frase del poeta libanés Yibrán: “Si la razón gobierna sola, es una fuerza que limita; y la pasión desgobernada es una llama que arde hasta su propia destrucción”

Las difíciles relaciones humanas

Nada resulta fácil ni sencillo en el mundo de interrelaciones personales mostrado en las películas de la autora de El pájaro de la felicidad, título tomado de Pío Baroja y significativo donde los haya. Porque cuando se cree haber alcanzado ese nivel de satisfacción, en el que por un instante la pasión parece culminarse, todo acaba por venirse abajo. Si de forma brillante Pérez Millán resumía Werther como un ejemplo de “quintaesencia del amor romántico: perfecto y perfectamente imposible”, al abordar las relaciones mostradas por su directora señalaba una doble posibilidad, o bien estas causan la destrucción íntima de las personas, o bien se produce la dinámica contraria, que la propia Miró especificaba, violencia mediante, a raíz de El crimen de Cuenca: “Lo fundamental aquí es contar cómo se puede llegar a destruir a dos personas, cómo se les puede llegar a convertir en dos animales, física y psíquicamente, a través de la aplicación de unos procedimientos salvajes. Su tema central es la desintegración del ser humano, y coincidía con que la película se podía construir sobre unos hechos reales”.

El fracaso de las relaciones personales, llenas de silencios, incomprensiones y reproches, lleva inevitablemente a la soledad, en la que acaban casi todos los protagonistas de las películas de Pilar Miró, con algunas excepciones como la Teresa de La petición, que logra consolidar su “status” social mediante un matrimonio de conveniencia; o la no menos clasista Diana de El perro del hortelano, amparada en sus privilegios aristocráticos. El paradigma de esa soledad es la Andrea Soriano (Mercedes Sampietro) de Gary Cooper…, cuyo leve apoyo final se limita a la mano del cirujano que va a operarla a corazón abierto. Al igual que la Carmen de El pájaro de la felicidad, después de haber escrito a su última pareja, Fernando (Lluís Homar), que “no quiero vivir una soledad compartida otra vez”, guarece su soledad en la citada presencia de su nieto y de un perro de compañía. No le resulta extraño, por tanto, que a Eduardo Elorza (José Sacristán), el dueño de la casa almeriense en que se ha refugiado, “el hecho de que alguien espere algo de mí me perturba”, y no le suena extemporáneo porque es una idea de la que ella misma participa. Así, en Gary Cooper… es Andrea quien mantiene algo muy similar: “No quiero necesitar a nadie para que nadie me decepcione. Será vanidad, orgullo, pero necesito ser fuerte. No quiero que nadie me vea débil cuando realmente soy más débil”.

La razón última es que “esto del amor siempre acaba haciendo daño”, como le dice Ángel a Julia en “Tu nombre…”, respondiendo a la inesperada noticia del compromiso de ella con otro hombre, pese a que lo considere “inteligente y dulce y me haces reír”, al parecer lo máximo a lo que llega en su valoración de cómo debe ser alguien a quien amar. En definitiva, adoptando el pensamiento de Ángel González en su libro “Palabra sobre palabra”, que El pájaro de la felicidad utiliza ampliamente, “la soledad es un farol certeramente apedreado”. Como apedreados, heridos, escarmentados, maltrechos anímicamente están la mayoría de los seres que pueblan las imágenes de Pilar Miró.

El impulso hacia la muerte

Lógica conclusión de tan profundo fracaso interpersonal es el hecho de la muerte, que sobrevuela el cine de la realizadora de Werther, con una especial incidencia del suicidio. No solo porque en esta “libre interpretación de los personajes de J. W. Goethe” así acabe su protagonista de un tiro en la sien –“una muerte ritualizada en la soledad más absoluta”, según Pérez Millán–, sino porque también el niño al que enseña el profesor se siente traumatizado por el suicidio de uno de sus dos mejores amigos. Asimismo, Hablamos esta noche (1982) recoge el itinerario de Luis María (Daniel Dicenta), que no ha superado el suicidio de su hermana, y que asiste con suma angustia a la irresponsabilidad de Víctor (Víctor Valverde) al anteponer su éxito personal a la seguridad de la central nuclear que debe controlar, hasta acabar quitándose la vida. Una vida que pende de un hilo en el dañado corazón de Andrea, la realizadora televisiva de Gary Cooper…; que casi se pierde entre las torturas y sevicias de El crimen de Cuenca, y que es a lo único que pueden agarrarse Darman y Rebeca Osorio (Patsy Kensit) en su huida a Lisboa, cuando solo anhelan “seguir viviendo”… Antes, y no por casualidad, Pilar Miró había elegido “A puerta cerrada”, la obra de Sartre cuyos personajes están muertos y cuya frase más famosa es que “el infierno son los otros”, como objeto de los ensayos que, en Gary Cooper…, Andrea lleva a cabo para un improbable espacio televisivo tipo “Estudio 1”.

Salvo El pájaro de la felicidad y El perro del hortelano, en el único caso de comedia en la filmografía de Miró apoyándose en un Lope de Vega festivo, sobre sus restantes películas incide de una u otra forma la circunstancia fatal de la muerte. Semejante a un “fatum” que gravita sobre sus personajes, quiéranlo o no, se hallen preparados o inconscientes ante su desenlace, el factor mortuorio determina su trayectoria íntegra, como aquellos “seres arrojados a la muerte” que todos somos sin remisión. Quizá ese sea realmente “el nombre que envenena nuestros sueños”, no el de la amante perdida del último largometraje de su autora, ni tampoco ese país añorado desde el exilio al que hizo referencia Luis Cernuda en su poema “Un español habla de su tierra”, pero al que la novela de Joaquín Leguina y su adaptación para la pantalla tomaron como título dotándole de un significado distinto.

Y es que no nos dejan vivir

Pueden estar condenados a la muerte, como todos, pero los personajes habituales de Miró se van dejando jirones de vida a causa de las instituciones represivas, de la autoridad sin control y, de una manera más continua y directa, de la familia castradora, con especial virulencia –en esta crítica a la sociedad establecida– hacia la figura materna. Ya se trate de la madre egoísta e hipocondriaca de Gary Cooper…, de la muy conservadora payesa de El pájaro de la felicidad o de la protectora del trío fascista de Tu nombre…, no hay manera humana de desarrollar un cierto entendimiento con ellas, de que se acerquen mínimamente a las verdaderas inquietudes de sus hijas, a no ser que participen de su misma moral, caso de La petición. Y ya no solo esa cotidiana incomunicación familiar sino una auténtica y múltiple opresión del ser humano se extiende a los diferentes ámbitos del poder establecido, ya sea la Guardia Civil que en El crimen de Cuenca actúa al servicio de las “fuerzas vivas” caciquiles, el terrible comisario Ugarte (José Luis Gómez) de Beltenebros o el jerarca falangista Montilla (Héctor Colomé) de Tu nombre…, desplegando todos ellos un ejercicio de la autoridad realmente aplastante para quienes tienen la desgracia de sufrirlo.

Entre unos y otros, se van estableciendo los parámetros morales de una sociedad que acaba condicionando decisivamente la vida de los individuos. La propia Carlota de quien el profesor de Werther se ha enamorado sin límites, acaba rechazándolo por miedo a un vértigo en su existencia que no sabe ni puede controlar. A cambio, parece que va a transigir con reintegrarse a la vida familiar que le propone su exmarido, Alberto, pero tras la negativa a aceptar la idea por parte del hijo de ambos, también rehúsa tal posibilidad. Se quedará como flotando en el vacío, igual que tampoco la Andrea de Gary Cooper… ni la Carmen de El pájaro de la felicidad hallan auténticos asideros en los que amarrar su existencia, ni el padre de Julia sabe cuál debe ser su actitud ante el franquismo triunfante en Tu nombre… y se limita a refugiarse en una cobardía inútil.

El mundo pertenece en realidad al elemental materialismo de los Albertos de este tiempo o al oportunismo “yuppie” (palabra de aquel momento) que jalona la existencia del Víctor de Hablamos esta noche, como lo fueron en su día la conducta despiadada de la Teresa de La petición o los señoriales caprichos de la condesa Diana de El perro del hortelano. No queda lugar para sentimientos de otros tiempos, que considerábamos tan nobles como imprescindibles, postergados entonces y ahora en aras del valor del triunfo, la escalada profesional y el éxito a toda costa. A Pilar Miró no le gustaba esa sociedad, y ya hablase del presente o del pasado, lo dejó bien patente.

Mujeres que no lloran

Frente al estereotipo de mujeres sufrientes, lloronas y víctimas, tan habituales en películas dirigidas por cineastas masculinos, Miró erige una poderosa contrafigura femenina: sus protagonistas son fuertes, decididas, poderosas, nada dependientes de los hombres, por lo menos a partir de cierto momento de su trayectoria. La galería recorre toda su filmografía, aunque en varias ocasiones no sean “personajes positivos”, como las recién citadas Teresa y Diana, que utilizan sus peores armas, sus métodos más rastreros para lograr los objetivos que se han marcado. Pero no se trata de misoginia; en definitiva, otro personaje igualmente recién mencionado, Víctor, usa sus “encantos masculinos” para medrar lo más posible en su empresa y en la escala social, tal como vimos en el apartado anterior.

Desde el inicio de su carrera para la gran pantalla, Miró era perfectamente consciente de este planteamiento, como lo demuestra el que pocos días después de estrenar su “opera prima”, La petición, declarase a la revista “El Europeo”: “Cuando un director habla sobre un personaje femenino, lo suele presentar débil. Y cuando aparece la típica heroína liberada, la cosa llega a extremos increíbles a veces. Ese personaje aparece siempre como abandonada por algo o por alguien, sea marido o parecido, y se dedica sobre todo a llorar por los rincones. No se presenta a la mujer que plantea la ruptura con algo, si no es de tal forma que existan consecuencias o causas patéticas y su carácter se da como el de un minusválido e infantil”. Por algo, redundando en esta idea, el ciclo de películas que en la Academia de Cine organiza cada año CIMA, la Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales, se llama precisamente “Mujeres que no lloran”…

Sin embargo, tal fortaleza femenina no es monolítica, puede quebrarse en cualquier momento, como bien analizó Jesús Angulo en el número monográfico de la revista donostiarra “Nosferatu” dedicado a la cineasta (donde, por cierto, puede leerse un excelente análisis de Carlos F. Heredero sobre la mal llamada Ley Miró y sus consecuencias). Escribe Angulo: “Como la Andrea Soriano de Gary Cooper, que estás en los cielos…, Carmen en El pájaro de la felicidad se ve golpeada brusca y cruelmente, lo que le lleva a plantearse toda su existencia. Lo que allí era el anuncio de una inminente y grave intervención quirúrgica, son aquí el asalto y la violación sufridos a la salida de una cena en casa de su hijo. En ambos casos, un personaje aparentemente fuerte y seguro de sí mismo descubre toda su vulnerabilidad. En ambos, la protagonista inicia un doloroso recorrido interior, mediante el que se cuestiona lo que han sido y son sus relaciones con los que le rodean”.

Posiblemente ahora sea el momento de abordar el tratamiento que Pilar Miró efectúa de las situaciones eróticas o, dicho de forma más directa, sexuales. La presencia e intensidad que adquieren en La petición al adaptar el breve relato de Zola “Por una noche de amor” (de solo catorce páginas), se debió en mayor medida al momento, 1976, en que el “cine del destape” del inmediato posfranquismo hacía furor, aunque todavía vigilado de cerca por una censura que estaba dando sus últimas boqueadas. A este momento pertenece la anécdota que la cineasta contaba sobre el motivo de que los censores retuvieran durante dos meses la película: “El responsable ministerial de turno nos explicó que no se podía consentir que a un actor se le viese ‘el hermano pequeño’… Me costó trabajo entender lo que quería decir, y además estaba segura de que no se veía nada”. Pero ella siempre consideró injusto que mientras a las actrices sí se les podía ver todo, el “hermano pequeño” (el pene) de los actores continuase oculto para los espectadores; de manera que decidió acabar con tal injusticia, sobre todo en su film de despedida, Tu nombre envenena mis sueños…, donde Toni Cantó no esconde ninguno de sus atributos.

Se erige, entonces, en lo relativo a la explicitud del sexo, una especie de arco entre la primera y la última de las películas de Pilar Miró. Aunque en realidad es un camino progresivo, desde la pudibundez de Gary Cooper…, pasando por los juegos de seducción de Clara (Amparo Muñoz) con Víctor en Hablamos esta noche, la entrega pasional del profesor y Carlota en el hotelito de un pueblo cántabro que supone su refugio en Werther, el crispado intercambio físico de Beltenebros entre Darman y Rebeca, la relación ocasional o serena que experimentan Carmen, Eduardo y Nani en El pájaro de la felicidad y el goce festivo de Diana, por fin, con su secretario y de otras parejas de la Corte de El perro del hortelano, hasta llegar a la triple y poderosa secuencia erótica de Tu nombre… No hay duda de que para la cineasta el sexo es una fuente natural de contacto y de conocimiento personal, pero también de poder y dominio en un contexto de intimidad.

El tiempo, los tiempos

Cualquiera que repase con atención la filmografía de Pilar Miró observará su juego constante con el tiempo y con los tiempos, mediante un uso muy habitual del “flash-back”, cuando no de todavía más saltos atrás dentro de ellos y en relación con la actualidad del relato que contemplamos en la pantalla. Muy raro es un film suyo que no los contenga o, al menos, que la narración principal no vaya desarrollándose a través de diferentes espacios temporales, con una incesante imbricación de pasado, presente y futuro, hasta una especie de “continuum” que determina de forma decisiva la vida y vicisitudes de sus personajes. Se resume claramente en la voz en “off” de Carmen al término de El pájaro de la felicidad, en el guion de Mario Camus (que, en principio, iba a dirigir la película) pero que Miró hizo plenamente suyo: “Añorar el futuro que no existe es aceptar la vida despojada de sus días mejores. Y vivir es igual que haber vivido ya, sin que ese haber vivido suponga, por desgracia, estar ya muerto”.

Tan solo en menos de la mitad de sus largometrajes de ficción, cuatro casos sobre nueve, la cineasta se refirió al presente en que el film se hacía: Gary Cooper…, Hablamos esta noche, Werther (contra su deseo de situarlo en la época original, como ya mencionamos) y El pájaro de la felicidad. En los cinco restantes se retrotrajo hasta el siglo XIX en La petición, los inicios del XX en El crimen de Cuenca, los años 40 y 60 españoles en Beltenebros, la Nápoles del XVII en El perro del hortelano y la Guerra Civil y la posguerra en Tu nombre... Para una persona con la vocación política y de intervención social de Miró, con sus deseos de cambiar la realidad, ese “refugio” en el pasado solo puede deberse a creer que sigue siendo presente, que no ha existido una cesura temporal que los aleje uno del otro como si fuese una falla geológica. El tiempo conforma la Historia y las historias que la cineasta desea hacer rebrotar con sus imágenes. ¿O es casual que la protagonista de El pájaro de la felicidad se dedique a la restauración artística de cuadros del pasado, personaje que viene a ser la continuación de otros dos restauradores, aquella Sonia (Maite Blasco) de Gary Cooper… que para Andrea “es una bruja que se casó con el hombre de mi vida”, y su marido Bernardo (Fernando Delgado), el mismo que la acompaña hasta el último momento antes de ser llevada en camilla hacia el quirófano?

Además, cabe insistir en que con Pilar Miró el tiempo es susceptible de englobar los diversos tiempos a los que se enfrentan unos determinados seres humanos, cuyas pasiones, sufrimientos y experiencias van de aquí para allá, sin solución de continuidad. Y ya sabemos que el cine es por naturaleza “el arte del tiempo”, según nos enseñó el maestro Tarkovski.

Incluso dentro de una comedia desenfadada como El perro del hortelano, la superación del clasismo de su protagonista viene dada por una falsificación del pasado, merced a la invención de un padre noble y rico, el conde Ludovico (Rafael Alonso), para el plebeyo Teodoro, que así podrá romper la barrera que le impedía acceder al amor de Diana. Motivos suficientes tenía entonces Pilar Miró para, hablando sobre la película en una entrevista de “El País”, opinar que Lope de Vega era “muy atrevido y crítico con la sociedad, se adelanta a su tiempo en determinados personajes femeninos, por lo que casi diría que es un defensor de las mujeres”.

Otro juego temporal conlleva el plano final de buena parte de las películas de Pilar Miró, que suele quedar casi siempre congelado ante el espectador, como si el tiempo se hubiese detenido y ya no gravitase sobre quienes aparecen en esa imagen. Es lo más parecido a un interrogante sobre su futuro, que se perfila entre la esperanza y el aniquilamiento, entre la luz salvadora y la sombra de la destrucción, también expresado por el negro túnel hacia el que se encamina el tren de Beltenebros, tan distinto al de sentido erótico con que Hitchcock finalizaba Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). Y que se corresponde con el plano-secuencia de más de tres minutos que, inspirado por el que abre Sed de mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958), comienza el film, siguiendo el denodado esfuerzo de la pareja protagonista por huir a Lisboa. El resto es todo un “flash-back” y otro “flash-back” dentro de él y otro más… Como en la vida misma.

El estilo invisible

Se le ha negado repetidamente a Pilar Miró la condición de “autor/a”, basándose en que su estilo no era reconocible, que la puesta en escena de sus películas variaba demasiado de una a otra, en función de la historia que estaba narrando y de las características de producción. ¿Qué tienen que ver en cuanto estilo –se argumentaba– Gary Cooper… con Beltenebros, o El crimen de Cuenca con El perro del hortelano? Nadie diría que el mismo director o directora se halla detrás de la cámara, nada hay de identificable en esas imágenes tan diferentes y que parecen responder a criterios distintos, se decía desde los ámbitos de la crítica.

Pero tal carencia de estilo continuado, ¿era una virtud o un defecto? Creo que Pérez Millán lo enfocó adecuadamente: “No puede decirse que existiera un ‘estilo Miró’ en la acepción cinéfila al uso, que acabaría siendo, como en otros muchos casos, repetitivo y narcisista. Lo más llamativo, desde este punto de vista, es la versatilidad con que era capaz de adoptar elementos procedentes de fuentes muy diversas para integrarlos plenamente en su obra, personalizándolos de manera inconfundible. Una versatilidad que nació, sin duda, de sus largos años de trabajo ‘de encargo’ en televisión y del empeño que puso siempre en aprender y desempeñar bien su oficio”.

En otras palabras, considero que el estilo de la cineasta nace íntimamente de cada película que emprende, no de la textura global del conjunto. Pero en cada una de ellas sí existe un definitivo compromiso estético con su contenido, con su estructura y su dinámica narrativa. Es en esa coherencia interna de cada film, en esa lógica creativa que impera sobre él, donde hay que buscar realmente la huella de Pilar Miró. Junto a la imprescindible fuerza del relato, lo que le preocupaba era que los elementos puestos en juego para realizar una obra mantuvieran una cohesión entre sí, quedasen relacionados de modo imprescindible para alcanzar los objetivos propuestos. De ahí que lo llame “el estilo invisible” de una cineasta que se esforzó siempre por dotar a su trabajo de una clara personalidad, no de forma continuada, no en la totalidad de su filmografía, sino aceptando y potenciando el desafío que suponía el enfrentarse a cada película en concreto.

En busca de la excelencia

Como directa consecuencia de lo anterior, puede constatarse en el cine de Pilar Miró un amplio nivel de autoexigencia, un deseo de ir paso a paso hacia empeños cada vez más arriesgados. Existe la falsa idea, tantas veces aplicada a quienes proceden del medio televisivo, de que sus películas son académicas, planas, convencionales desde un punto de vista formal, lo que no se corresponde con la realidad. Vistas en panorámica y desde la distancia de hoy, puede percibirse en ellas un continuado empeño por ir mejorando sus respuestas creativas, por depurar de sus imágenes una serie de “gangas” –como en los minerales– que le lastraban al comienzo de su carrera, un encomiable esfuerzo por llegar a la excelencia, la lograse o no.

Ya desde la fase de guion, y conjuntamente con sus colaboradores habituales en este terreno como Mario Camus, Juan Antonio Porto o Antonio Larreta, se fue adentrando en más difíciles empeños, como el traslado de relatos literarios de primera a tercera persona, caso de Werther, Beltenebros (con la inolvidable primera frase inventada por Antonio Muñoz Molina en la novela original, “Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca”) y Tu nombre envenena mis sueños. Lo que determina, ante todo, una serie de variaciones esenciales en el punto de vista desde el que se cuenta la historia. También se percibe un notable esfuerzo por “traducir” certeramente a imágenes textos basados en la palabra, tan evidente en las tres películas que acabamos de mencionar y, de una manera todavía más acusada, en El perro del hortelano. Pero otro tanto sucede con los demás aspectos de su puesta en escena, ya sea en cuanto a la planificación, los movimientos de cámara (el surgimiento de la “steadycam” le va a permitir planos secuencia como el inicial de Beltenebros, al que ya hemos hecho referencia, además de otros menos impactantes a lo largo del film), la creciente ambición en la fotografía que le facilitan profesionales de la altura de Aguirresarobe y Alcaine o una notable mejora en el uso de la música a partir de la irrupción de José Nieto en el cuadro de colaboradores, similar a la de diversos nombres propios tan cualificados como Gil Parrondo, Félix Murcia o Pedro Moreno.

Cualquiera que mire con objetividad la trayectoria de Pilar Miró ha de percibir este proceso de enriquecimiento estético, lo mismo que de depuración dramatúrgica, postergando diversos “tics” y “facilidades” varias. La tendencia hacia un cierto esquematismo en su primera etapa, el exceso de subrayados, su inclinación al énfasis, van siendo progresivamente sustituidos por un tratamiento más profundo y elaborado del proceso de comunicación con el espectador (que fue siempre su obsesión principal), con un claro refinamiento en el uso del lenguaje cinematográfico, una mayor confianza, por tanto, en sí misma y en sus propios recursos como creadora. Aspecto que resulta apasionante de observar, porque revela un ímpetu positivo por llevar a cabo su labor de manera cada vez más exigente consigo misma y con su obra. Lo que se refleja asimismo en la dirección de actores, casi siempre acertada tanto en la elección de los intérpretes como en su actuación ante la cámara. Facilitada sin duda por su amplia experiencia televisiva, al trabajar entonces con numerosísimos actrices y actores, desde un principio resultó elogiable también en cine, aunque iría igualmente modulando esa faceta tan decisiva en la elaboración de un film.

De ahí que, por ejemplo, las miradas adquieran de película en película un mayor peso específico, una creciente capacidad de sugerencia que elimina en muchos casos la necesidad de torrentes de palabras (miradas a las que Mercedes Sampietro aporta un magisterio que se extiende a todos y cada uno de sus trabajos con la realizadora). Una rica ambigüedad sustituye al subrayado, una visión humanista al predominio didáctico. Justo a algunos de aquellos “defectos” que, en diversos sentidos, yo mismo reprochase en la crítica a Hablamos esta noche para “Guía del Ocio” de Madrid: “Se parte de un guion muy acumulativo en cuanto a incidencias dramáticas, pero átono en su progresión narrativa…, la realización se estructura de manera casi ritual en función de una sola escala de planos…, la interpretación juega en exclusiva sobre la presencia física de los actores o sobre lo que explican de sí mismos y de los demás, encorsetados por su carácter de prototipos”. La “urgencia” de hablar de determinadas cuestiones (el peligro nuclear, el éxito a costa de todo, la irresponsabilidad ética) no debía conducir a refugiarse en la facilidad de pensamiento ni en la dejadez estética. Pilar Miró lo entendió bien tras el fracaso de Hablamos esta noche y supo ir incorporando a su cine criterios e ingredientes muy distintos, como atestiguarían sucesivamente la pasión contenida de Werther, el barroquismo estilístico de Beltenebros, la belleza poética de El pájaro de la felicidad, el desenvuelto clasicismo de El perro del hortelano o la confluencia con lo más triste e indigno de la Historia española que envuelve Tu nombre envenena mis sueños.

Un mundo objetual

Espejos, anillos, botas, fustas, vasijas, cajitas, soldados de plomo…, hay todo un mundo objetual que surge de película en película de Pilar Miro. Más allá de tal insistencia, esos objetos adquieren un valor específico, propio, pero capaces al tiempo de revelar la psicología de quien los posee o los utiliza. Signos de poder, de autoridad, de dominación, de consumo, de filiación; signos que nos hablan de relaciones, de empeños personales, que hacen que la acción se fije en algo concreto y exacto, que logran un especial protagonismo ante el espectador al estar mostrados en planos de detalle, ocupando toda la pantalla o una parte sustancial de ella.

Otro tanto, aunque no se trate de objetos, sucede con las manos de los personajes, entrelazadas en numerosas ocasiones, sobre todo como señal de amor, necesidad y contacto mutuos. Incluso en el cuadro que Carmen está restaurando en El pájaro de la felicidad, “María y Santa Isabel”, las dos mujeres tienen juntas sus manos, como acariciándose, porque “Murillo quiso reflejar en él un sentido positivo de la existencia”. Un sentido que Miró ensalza al contraponerlo a la soledad que suele dominar a sus personajes, a manera de paréntesis que hagan más soportable ese mundo hostil o, cuando menos, indiferente en el que a menudo habitan y donde apenas hay refugios. Pese a que tantas veces parezca lo contrario, el de Pilar Miró es un cine de sentimientos (aunque malos, en no pocas ocasiones), de anhelos y de pasiones. Y nada mejor que unas manos que se unen, que se buscan porque desean estar juntas, para demostrarlo fehacientemente.

Pilar Miró, cineasta de la Transición

El cine realizado durante la Transición política española se movió por su deseo de recuperación: recuperación de una Historia que había sido deformada, manipulada o, cuando menos, ignorada; recuperación de una vida social, donde los conflictos colectivos se mantenían siempre ocultos; recuperación de una vida personal, en que el erotismo y el sexo habían quedado proscritos; recuperación de un cierto nivel ético y moral que la corrupción sistemática de cuarenta años de franquismo había enterrado… En definitiva, todo aquello que estaba reprimido por un poderoso aparato gubernamental y que, pese a ir aflorando poco a poco y con enormes dificultades durante los últimos años del dictador, no saldría a la luz hasta que la libertad de expresión –que la Constitución consagraría– fuese una realidad desde la desaparición oficial de la censura a finales de 1977.

Desde tal perspectiva, añadidos el injusto y lamentable procesamiento por El crimen de Cuenca e incluso los cargos que desempeñó durante los Gobiernos socialistas, la figura de Pilar Miró se alza como la más nítida exponente cinematográfica de ese periodo de la Transición. Al contemplar sus películas a la luz de este planteamiento, se llega a la conclusión de que la mayoría son deudoras de dicha etapa, a la vez que contribuyen a su mejor conocimiento y comprensión. Además, como receptoras del espíritu de aquel momento quizá único, como fue el paso de la dictadura a la democracia, esa caracterización se extendió también a las filmadas después de la Transición propiamente dicha. En lo que tampoco hay que obviar una cuestión generacional, porque diversos compañeros de Pilar Miró participaron del mismo espíritu, cada uno desde la óptica creativa que les resultaba más afín.

Con la diferencia sustancial de que ella era una mujer inserta en un mundo de hombres, donde solo Josefina Molina y Cecilia Bartolomé (las tres, procedentes de la Escuela Oficial de Cine) le hacían compañía. Y así se mantuvo hasta que la Generación de los 90 llevase tras la cámara a una serie de cineastas como Isabel Coixet, Icíar Bollaín, Gracia Querejeta, Chus Gutiérrez o Patricia Ferreira, mejorando una situación que, pese a todo, todavía está lejos de normalizarse. Pero Pilar Miró figura por derecho propio entre esas “pioneras” que lucharon con denuedo en la Transición para que la mujer tuviese carta de naturaleza en el panorama cinematográfico español.

Si existiesen dudas de que ella está tan estrechamente ligada a ese periodo mucho más conflictivo de lo que hoy suele mostrarse, basta con recorrer las páginas de “Pilar Miró. Nadie me enseñó a vivir”, en las que Diego Galán trazó en 2006 su biografía, apoyándose –aparte de su búsqueda personal– en una serie de “cartas, documentos y diarios” que le facilitó su hijo Gonzalo. A cuantos vivimos directamente la Transición, lo que se narra en este muy valioso libro nos resulta tan familiar, tan cercano, que no podemos sino situar a la cineasta como testigo privilegiado de aquel momento histórico y sentirla dotada de la suficiente capacidad creativa como para reflejarlo, de una u otra forma, en la pantalla.

Al inicio de su novela “Beltenebros”, Muñoz Molina situó una frase del Quijote, que Pilar Miró prefirió desplazar hasta el final de la película, como metáfora en ambos casos de la trayectoria de sus personajes: “Unas veces huían sin saber de quién y otras esperaban sin saber a quién”. Hoy, en la mañana invernal pero soleada en que finalizo este artículo, me pregunto con inquietud si en esas palabras de Cervantes no estará encerrada toda la trayectoria de Pilar Miró, de nosotros mismos, los “hijos de la Transición”, y de un país que nunca ha acabado de encontrarse a sí mismo.


Poco a poco

 

"La boda de Rosa", de Icíar Bollaín

No nos hagamos ilusiones: el público no va a volver masivamente a las salas de la noche a la mañana. Hay mucho temor a contagiarse y a contagiar a otras personas si te agarra el virus. Es cierto que no se ha detectado ningún caso proveniente de un cine, pero el miedo de la población a los espacios cerrados permanece. Aunque, poco a poco, se van dando signos crecientes de esperanza, como los éxitos comerciales de la continuación de Padre no hay más que uno o Tenet, pese a que su boca-oído ha sido muy negativo; o los notables recibimientos a La boda de Rosa y Las niñas tras su buen tránsito por el Festival de Málaga. El positivo funcionamiento de este certamen, como el que se prevé que alcance San Sebastián, con todas las medidas y más de precaución sanitaria, son también signos de esa luz al final del túnel. Pero siempre que se vaya paso a paso, sin acelerones perjudiciales.

El peligro es que, por el camino, queden muchas salas fuera de juego, que no puedan asumir la disminución de público, la reducción de aforo o la menor disponibilidad de títulos con tirón para la taquilla. Aspecto este último en que Disney ha jugado un lamentable papel, al negarse a estrenar en cines Mulán y lanzarla exclusivamente en su plataforma, al precio de 21,99 euros, para facilitar su expansión por todo el mundo. Es una forma de provocar el cierre de muchas salas, sobre todo de las que no pertenecen a grandes cadenas, capaces de proteger mucho mejor su cuenta conjunta de resultados. Pese a todos los reclamos de solidaridad lanzados a los cuatros vientos en el mundo audiovisual, las multinacionales norteamericanas se han comportado con un egoísmo a prueba de bombas. Quizá tampoco habría que extrañarse demasiado en el caso de estos templos del capitalismo…

Presentación del libro "Pilar Miró. La ternura y la máscara" en el Festival de Málaga

Decía antes que el desarrollo del Festival de Málaga había supuesto un buen paso adelante. También, dentro de él, la presentación del libro de más de 300 páginas que se ha dedicado a Pilar Miró, subtitulado “La ternura y la máscara”, con motivo de la elección de El perro del hortelano como “Película de Oro” de esta complicada 23 edición, una iniciativa que el certamen lleva celebrando desde hace varios años. Coordinado por Carlos F. Heredero, en el libro hemos participado diversos autores, que ofrecemos de la obra y la personalidad de Pilar una mirada complementaria, diversa y estimo que enriquecedora. Y esa presentación se efectuó de manera presencial, no virtual, con el máximo de espectadores en la sala que las normas sanitarias permitían. Otro signo de ese lento trayecto hacia la normalidad que estamos transitando y que algún día ha de culminar. Pero sabiendo avanzar “a poc a poc”, esa frase tan sabiamente empleada a menudo por las personas catalanoparlantes.


(Publicado en "Turia" de Valencia, septiembre de 2020).