Tras la feliz experiencia de Málaga, San Sebastián se dispone
a ser el primer Festival español de su categoría en afrontar con vida e ilusión
la acometida del coronavirus. Dos palabras fundamentales, vida e ilusión, sin
las que el cine no existiría desde hace 125 años, porque gracias a ellas ha
superado todas las crisis, todos los malos momentos de su historia, que han
sido numerosos y muy variados. Este es, sin duda, uno de los más graves y
desconcertantes, pero lo superará, porque a esas dos ideas el cine une ahora la
de seguridad, la de la confianza sanitaria que encuentra el público ante un
espectáculo en el que todos se esfuerzan al máximo para que sea seguro.
Desde que la pandemia determinase en marzo el confinamiento
de la sociedad, he defendido que los Festivales debían continuar, uniendo con
inteligencia el decisivo aspecto presencial con una potenciación de la oferta
“on line” que, por otra parte, los certámenes ya iban utilizando desde hace
tiempo. Muchos hemos pensado que esa participación humana, directa y activa,
resulta fundamental para que tenga lugar un Festival que haga honor a su
nombre. Aunque con todas las precauciones y restricciones que sean precisas
para ni siquiera un minuto bordear el abismo, tal como bien se ha hecho en
Málaga y sin duda también en Donostia.
Decía días atrás el director de la Mostra di Venezia, Alberto
Barbera, que había que seguir adelante, que la industria cinematográfica no
soportaría un segundo parón como el que ha sufrido y había que impulsar todas
las iniciativas positivas, como la celebración de Festivales, para evitar que la
estructura se viniera abajo. Tiene razón, y si siempre se ha afirmado que el
cine es “el territorio de los sueños”, hoy, septiembre de 2020, es sobre todo
“el territorio de la esperanza”, allí donde confluyen los deseos de miles, de
millones de personas, espectadores y profesionales, que sueñan con situarse
ante una pantalla para contemplar cuanto estos han creado. Porque cada película
es un acto de creación, y la creación es incompatible con la enfermedad y la
muerte.
Más allá de la calidad de las películas, que ojalá sea más
alta que nunca; más allá de la presencia o no de invitados de relieve, siempre
bienvenidos pero no imprescindibles; más allá de la brillantez de determinadas
actividades, lo decisivo de esta 68 edición de San Sebastián es su propia
existencia. Porque el que se realice, eso sí, con todas las medidas de
prevención necesarias, es ya un acto de rebeldía, de resistencia ante un virus
que, por expansivo que sea, no nos puede doblegar. Cada vez que el proyector de
una sala lance su haz de luz sobre una pantalla blanca, estaremos dando un nuevo
paso adelante y contribuyendo a un acto de creación, de cultura, de vida, en el
sentido más pleno y auténtico de la palabra. Ese soplo de vida que Donostia,
pese a todo, celebra un año más.
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