Con motivo de la elección de "El perro del hortelano" como "Película de Oro" de su reciente 23 edición, el Festival de Málaga ha publicado el libro "Pilar Miró, la ternura y la máscara", coordinado por Carlos F. Heredero, para el que escribí el amplio texto que reproduzco bajo estas líneas.
No es que el cine de Pilar Miró fuese críptico, ni que sus
nueve largometrajes de ficción necesiten de un código especial para
desentrañarlos. Al revés, en mayor o menor medida todos resultaron muy
diáfanos, perfectamente accesibles para los espectadores. Si hablo de “claves”,
me refiero más bien a aquellos puntos temáticos y estilísticos cuyo análisis
permitan conocer mejor la filmografía de una realizadora que considero ni bien
ni suficientemente valorada en su momento. Excepto por un libro, “Pilar Miró, directora
de cine”, de Juan Antonio Pérez Millán, editado por la Semana de Cine de
Valladolid con motivo del homenaje que le dedicó en 1992, dentro de su 37
edición. Un volumen al que hay que volver una y otra vez si se quiere conocer a
fondo la obra de la autora madrileña.
Entonces, cuando menciono la palabra “claves” o “llaves” para
“abrir” esa filmografía, lo hago tratando de discernir lo que de más propio,
auténtico y significativo hallamos en ella. Porque con Pilar Miró se produjeron
una serie de equívocos que entonces lo impidieron en buena parte, sobre todo
por haber abordado unos temas habitualmente polémicos y por mezclarse con
frecuencia su figura personal con sus películas, aspectos exacerbados al máximo
con motivo de la prohibición de El crimen
de Cuenca (1979) y el procesamiento de su directora por parte de la
justicia militar. A esa situación se refieren sus palabras a “Cambio 16” en
mayo del siguiente año, cuando aseguraba que “no me preocupa tanto si me van a meter o no seis años de cárcel. Eso
es igual, porque dentro de seis años se encontrarán de nuevo con la película.
Mi miedo es que ya la han destrozado, que todo el mundo irá a verla con los
ojos manipulados, irán a ver la película del escándalo, la película de las
torturas…”. Motivo también de que, al poderse estrenar por fin comercialmente
en agosto de 1981, quien esto firma ya advirtiese, dentro de un amplio
“dossier” publicado por la revista “La Calle”, de que “en la valoración de El crimen de Cuenca no debe influir la larga serie de obstáculos sufridos por el film y
por su directora, como tampoco el carácter de ‘bandera’ de la libertad de
expresión en que se convirtió involuntariamente”.
Empeño bastante inútil, visto lo visto, que se recrudeció de
inmediato con la posterior, aunque estrenada con anterioridad por la citada
prohibición, Gary Cooper, que estás en
los cielos… (1980), tan autobiográfica como lo es Dolor y gloria (2019) respecto a Pedro Almodóvar y que revelaba
ante el público aspectos muy personales de su autora. Después, sobre todo en
los títulos que siguieron a la experiencia política de Pilar Miró como
Directora General de Cinematografía y de Radiotelevisión Española, miles de
ojos escrutaron los paralelismos entre sus personajes de ficción y la vida
real, incluso en aspectos que en aquellos años llamaban todavía la atención de
nuestra sociedad, como su condición de madre soltera. Parecía que a ella se le
negaba la posibilidad de una labor creativa que no fuese la simple reproducción
de sus experiencias.
Se esforzó en negarlo, en reivindicar su derecho a inventar
historias que aunque se sustentaran en vivencias personales (¿qué autor no lo
hace?), abarcasen a muchos más semejantes porque llegaban a alcanzar una
dimensión colectiva: “Yo partía de la
base de que lo que me había ocurrido a mí le ocurre a muchas otras personas; es
decir, el hecho de quedar de pronto a merced de lo desconocido, que es lo que
más asusta al ser humano, y la reacción inmediata de pasar revista a tu vida”,
diría a propósito de la citada Gary
Cooper…, y podría extenderse a otros varios films de su trayectoria. Quizá
por eso el cine de Miró se ha prestado a tantos enfoques erróneos.
De ahí mi propuesta de aplicarle esa búsqueda de “claves”,
como si de cualquier otro realizador se tratara. Las he resumido en una decena,
no porque no pudieran ser más, sino por acotarlas en un espacio razonable y no
buscando ningún carácter exhaustivo. Cada vez que cite una de esas constantes
no mencionaré de manera fatigosa todas y cada una de las películas en que cabe
observarla, sino aquellas en que aparece de manera más relevante y definitoria.
Por tanto, lo que intento es que el lector “se anime” a bucear por sí mismo en
los trabajos de Pilar Miró a partir de las “llaves” con las que le propongo
entrar en ellos. Como ya señalase Pérez Millán en la reedición y actualización
de su libro para el Festival de Huesca de 2007, en una opinión con la que
coincido en buena parte, “Pilar Miró
consiguió y deja para el futuro tres obras de gran importancia, ambientadas en
épocas pretéritas pero con un tratamiento de permanente actualidad: El
crimen de Cuenca, Beltenebros y El perro del hortelano; otras cuatro muy estimables, en las que el
vigor de los sentimientos traspasa la pantalla, en pugna con su tendencia a la
racionalización: Gary Cooper, que estás en los cielos…, Werther, El pájaro de
la felicidad y Tu nombre envenena mis
sueños, junto a un primer ejercicio más
que digno, La petición, y un ensayo
fallido, demasiado deudor del momento en que se realizó, Hablamos esta
noche”.
Abismos de pasión
Tomo prestado el título con que el maestro Buñuel adaptase
“Cumbres borrascosas” dentro de su etapa mexicana, para abordar el que –en mi
opinión– es el tema fundamental en la obra de Pilar Miró: la pasión, con todo
lo que comporta de ilusión, fulgor y entrega al otro, pero también de
desequilibrio, indefensión y, en definitiva, sufrimiento. Ya lo advierte el
Diccionario de la Real Academia cuando ofrece como primera acepción de “pasión”
la de “acción de padecer”,
complementada por la de “perturbación
o afecto desordenado del ánimo”.
Aunque no lo ignore, la cineasta no lo ve realmente así, sino como exaltación y
motivo por el que merece la pena vivir.
Es obvio en el caso de Werther
(1986), la cumbre del romanticismo que ella, apoyada en la ópera de Jules
Massenet, trae a tiempos actuales y a paisajes cántabros. Pese a que, a
posteriori, consideró una equivocación haber actualizado a Goethe, lo cierto es
que el film se muestra hoy bastante más valioso de lo que se juzgó en su
momento. La pasión trágica vivida por el
introspectivo profesor de griego (Eusebio Poncela) hacia Carlota (Mercedes
Sampietro), que se convierte en lo único que da sentido a su vida, se halla
expuesto de la manera con la que Miró solía hacerlo: observándola con una
cierta distancia, un tanto desde fuera, en una curiosa fusión de romanticismo
exacerbado y lúcido racionalismo. Método muy distinto, opuesto incluso, al
aplicado –por ejemplo– en dos películas que ella admiraba: Lo importante es amar (L’important,
c’est d’aimer, Andrzej Zulawski, 1974) y Mujeres enamoradas (Women in
Love, Ken Russell, 1969), propicias a la exuberancia y al desequilibrio formal.
El hijo de Carlota y de un materialista y elemental Alberto
(Feodor Atkine), un niño que se encierra en sí mismo pero que el profesor logra
que salga al mundo, viene a ser el vehículo gracias al que este vive un amor
exultante pero finalmente destructivo de sí mismo. “Pasiones en estado puro, diría la cineasta, pero pasiones siempre frustradas”. En definitiva, continuaba en “La
Vanguardia”, “Werther es una reflexión sobre los sentimientos más
primitivos y más actuales del ser humano, además de una historia de amor. La
historia de Werther me apasiona por su forma de ser y de llegar hasta el final,
el suicidio”. En una propuesta que Manuel Hidalgo valoraba, dentro de su
crítica para “El Mundo”, como “de una
seriedad admirable, que nace de una sinceridad profunda, sin concesiones, sin
tregua. Eso se nota en la pantalla, en la concentración del discurso, en su
rigor, en su densidad”.
Pero pasión arrebatada hay también en Tu nombre envenena mis sueños (1996) entre Ángel Barciela (Carmelo
Gómez) y Julia Buendía (Emma Suárez), como previamente de ella hacia un Jaime
Méndez (Toni Cantó) cuyo idealismo queda aniquilado por los fascistas en plena
Guerra Civil. Y pasión, aunque no correspondida, había ya veinte años antes en La petición (1976) hacia la dominante y
clasista Teresa (Ana Belén) por parte de Miguel (Emilio Gutiérrez Caba) y del
Mudo (Frédéric de Pasquale). Y pasión teñida de protección casi maternal habrá
en El pájaro de la felicidad (1993), por
parte de Carmen Figueras (Mercedes Sampietro) hacia Nani (Aitana Sánchez-Gijón)
y un bebé que, junto a un perro, le acaban dando un cierto sentido a su vida. Y
pasión hay en El perro del hortelano (1995),
pese a no saberse muy bien si Diana, condesa de Belflor (Emma Suárez), actúa
por verdadero amor hacia su secretario, Teodoro (Carmelo Gómez), o por celos debidos
a la relación que este mantiene con su criada Marcela (Ana Duato). Sea como
sea, para bien o para mal, la pasión mueve el mundo.
Para Pilar Miró, que aseguraba que su única verdadera pasión
era el cine, “lo pasional acaba prevaleciendo
en casi todas las historias, adueñándose de ellas”. Se lo confesaría a
Rosana Torres en “El País” del 3 de mayo de 1997, tan solo cinco meses antes de
su fallecimiento: “Es cierto que, si
alguien se fija un poquito, se me ve el plumero: me gustan las historias de
amor en el cine y en el teatro, porque ahí me las creo, tienen su principio y
su fin, y en la vida real cambian. Nunca sabes cómo terminan”. Acaben como
acaben, es el motor que activa a la mayoría de sus personajes, igual que –en diferente
grado– la amistad entre Gregorio Valero (Daniel Dicenta) y León Sánchez (José
Manuel Cervino), los dos acusados por el inexistente crimen de El Cepa
(Guillermo Montesinos) y víctimas por ello de unas terribles torturas capaces
de destruir su relación, solo recuperada al final en lo que posiblemente sea el
elemento más definitorio de El crimen de
Cuenca. Otro tanto respecto a la obediencia ciega de Darman (Terence Stamp),
por disciplina hacia sus fatigados ideales que provocan en Beltenebros (1991) el asesinato de dos correligionarios, presuntos
pero falsos traidores en una España de posguerra y represión. Acusaciones de
traición que parecen inherentes a los grupos de izquierda en la clandestinidad,
ya sea la sospecha sobre aquel Juan de El
corazón del bosque, de Manuel Gutiérrez Aragón (1978), o sobre Athos
Magnani en La estrategia de la araña
(Strategia del ragno, 1970), que Bertolucci extrajera del relato de Borges “Tema
del traidor y del héroe”.
Pero volviendo a esa pasión amorosa dominante en el cine de
Pilar Miró, viene al recuerdo la lúcida frase del poeta libanés Yibrán: “Si la razón gobierna sola, es una fuerza
que limita; y la pasión desgobernada es una llama que arde hasta su propia
destrucción”…
Las difíciles
relaciones humanas
Nada resulta fácil ni sencillo en el mundo de interrelaciones
personales mostrado en las películas de la autora de El pájaro de la felicidad, título tomado de Pío Baroja y
significativo donde los haya. Porque cuando se cree haber alcanzado ese nivel
de satisfacción, en el que por un instante la pasión parece culminarse, todo
acaba por venirse abajo. Si de forma brillante Pérez Millán resumía Werther como un ejemplo de “quintaesencia del amor romántico: perfecto
y perfectamente imposible”, al abordar las relaciones mostradas por su
directora señalaba una doble posibilidad, o bien estas causan la destrucción
íntima de las personas, o bien se produce la dinámica contraria, que la propia
Miró especificaba, violencia mediante, a raíz de El crimen de Cuenca: “Lo
fundamental aquí es contar cómo se puede llegar a destruir a dos personas, cómo
se les puede llegar a convertir en dos animales, física y psíquicamente, a
través de la aplicación de unos procedimientos salvajes. Su tema central es la
desintegración del ser humano, y coincidía con que la película se podía
construir sobre unos hechos reales”.
El fracaso de las relaciones personales, llenas de silencios,
incomprensiones y reproches, lleva inevitablemente a la soledad, en la que
acaban casi todos los protagonistas de las películas de Pilar Miró, con algunas
excepciones como la Teresa de La petición,
que logra consolidar su “status” social mediante un matrimonio de conveniencia;
o la no menos clasista Diana de El perro
del hortelano, amparada en sus privilegios aristocráticos. El paradigma de
esa soledad es la Andrea Soriano (Mercedes Sampietro) de Gary Cooper…, cuyo leve apoyo final se limita a la mano del
cirujano que va a operarla a corazón abierto. Al igual que la Carmen de El pájaro de la felicidad, después de
haber escrito a su última pareja, Fernando (Lluís Homar), que “no quiero vivir una soledad compartida otra
vez”, guarece su soledad en la citada presencia de su nieto y de un perro
de compañía. No le resulta extraño, por tanto, que a Eduardo Elorza (José
Sacristán), el dueño de la casa almeriense en que se ha refugiado, “el hecho de que alguien espere algo de mí
me perturba”, y no le suena extemporáneo porque es una idea de la que ella
misma participa. Así, en Gary Cooper…
es Andrea quien mantiene algo muy similar: “No
quiero necesitar a nadie para que nadie me decepcione. Será vanidad, orgullo,
pero necesito ser fuerte. No quiero que nadie me vea débil cuando realmente soy
más débil”.
La razón última es que “esto
del amor siempre acaba haciendo daño”, como le dice Ángel a Julia en “Tu nombre…”, respondiendo a la
inesperada noticia del compromiso de ella con otro hombre, pese a que lo
considere “inteligente y dulce y me haces
reír”, al parecer lo máximo a lo que llega en su valoración de cómo debe
ser alguien a quien amar. En definitiva, adoptando el pensamiento de Ángel
González en su libro “Palabra sobre palabra”, que El pájaro de la felicidad utiliza ampliamente, “la soledad es un farol certeramente apedreado”. Como apedreados,
heridos, escarmentados, maltrechos anímicamente están la mayoría de los seres
que pueblan las imágenes de Pilar Miró.
El impulso hacia la
muerte
Lógica conclusión de tan profundo fracaso interpersonal es el
hecho de la muerte, que sobrevuela el cine de la realizadora de Werther, con una especial incidencia del
suicidio. No solo porque en esta “libre
interpretación de los personajes de J. W. Goethe” así acabe su protagonista
de un tiro en la sien –“una muerte
ritualizada en la soledad más absoluta”, según Pérez Millán–, sino porque
también el niño al que enseña el profesor se siente traumatizado por el
suicidio de uno de sus dos mejores amigos. Asimismo, Hablamos esta noche (1982) recoge el itinerario de Luis María
(Daniel Dicenta), que no ha superado el suicidio de su hermana, y que asiste
con suma angustia a la irresponsabilidad de Víctor (Víctor Valverde) al
anteponer su éxito personal a la seguridad de la central nuclear que debe
controlar, hasta acabar quitándose la vida. Una vida que pende de un hilo en el
dañado corazón de Andrea, la realizadora televisiva de Gary Cooper…; que casi se pierde entre las torturas y sevicias de El crimen de Cuenca, y que es a lo único
que pueden agarrarse Darman y Rebeca Osorio (Patsy Kensit) en su huida a
Lisboa, cuando solo anhelan “seguir
viviendo”… Antes, y no por casualidad, Pilar Miró había elegido “A puerta
cerrada”, la obra de Sartre cuyos personajes están muertos y cuya frase más
famosa es que “el infierno son los otros”,
como objeto de los ensayos que, en Gary
Cooper…, Andrea lleva a cabo para un
improbable espacio televisivo tipo “Estudio 1”.
Salvo El pájaro de la
felicidad y El perro del hortelano,
en el único caso de comedia en la filmografía de Miró apoyándose en un Lope de
Vega festivo, sobre sus restantes películas incide de una u otra forma la
circunstancia fatal de la muerte. Semejante a un “fatum” que gravita sobre sus
personajes, quiéranlo o no, se hallen preparados o inconscientes ante su
desenlace, el factor mortuorio determina su trayectoria íntegra, como aquellos “seres arrojados a la muerte” que todos somos sin remisión. Quizá ese sea
realmente “el nombre que envenena nuestros sueños”, no el de la amante perdida
del último largometraje de su autora, ni tampoco ese país añorado desde el
exilio al que hizo referencia Luis Cernuda en su poema “Un español habla de su
tierra”, pero al que la novela de Joaquín Leguina y su adaptación para la
pantalla tomaron como título dotándole de un significado distinto.
Y es que no nos
dejan vivir
Pueden estar condenados a la muerte, como todos, pero los
personajes habituales de Miró se van dejando jirones de vida a causa de las
instituciones represivas, de la autoridad sin control y, de una manera más
continua y directa, de la familia castradora, con especial virulencia –en esta
crítica a la sociedad establecida– hacia la figura materna. Ya se trate de la
madre egoísta e hipocondriaca de Gary
Cooper…, de la muy conservadora payesa de El pájaro de la felicidad o de la protectora del trío fascista de Tu nombre…, no hay manera humana de
desarrollar un cierto entendimiento con ellas, de que se acerquen mínimamente a
las verdaderas inquietudes de sus hijas, a no ser que participen de su misma
moral, caso de La petición. Y ya no
solo esa cotidiana incomunicación familiar sino una auténtica y múltiple
opresión del ser humano se extiende a los diferentes ámbitos del poder
establecido, ya sea la Guardia Civil que en El
crimen de Cuenca actúa al servicio de las “fuerzas vivas” caciquiles, el
terrible comisario Ugarte (José Luis Gómez) de Beltenebros o el jerarca falangista Montilla (Héctor Colomé) de Tu nombre…, desplegando todos ellos un
ejercicio de la autoridad realmente aplastante para quienes tienen la desgracia
de sufrirlo.
Entre unos y otros, se van estableciendo los parámetros
morales de una sociedad que acaba condicionando decisivamente la vida de los
individuos. La propia Carlota de quien el profesor de Werther se ha enamorado sin límites, acaba rechazándolo por miedo a
un vértigo en su existencia que no sabe ni puede controlar. A cambio, parece
que va a transigir con reintegrarse a la vida familiar que le propone su
exmarido, Alberto, pero tras la negativa a aceptar la idea por parte del hijo de
ambos, también rehúsa tal posibilidad. Se quedará como flotando en el vacío,
igual que tampoco la Andrea de Gary
Cooper… ni la Carmen de El pájaro de
la felicidad hallan auténticos asideros en los que amarrar su existencia,
ni el padre de Julia sabe cuál debe ser su actitud ante el franquismo
triunfante en Tu nombre… y se limita
a refugiarse en una cobardía inútil.
El mundo pertenece en realidad al elemental materialismo de
los Albertos de este tiempo o al oportunismo “yuppie” (palabra de aquel momento)
que jalona la existencia del Víctor de Hablamos
esta noche, como lo fueron en su día la conducta despiadada de la Teresa de
La petición o los señoriales caprichos
de la condesa Diana de El perro del
hortelano. No queda lugar para sentimientos de otros tiempos, que
considerábamos tan nobles como imprescindibles, postergados entonces y ahora en
aras del valor del triunfo, la escalada profesional y el éxito a toda costa. A
Pilar Miró no le gustaba esa sociedad, y ya hablase del presente o del pasado,
lo dejó bien patente.
Mujeres que no
lloran
Frente al estereotipo de mujeres sufrientes, lloronas y
víctimas, tan habituales en películas dirigidas por cineastas masculinos, Miró
erige una poderosa contrafigura femenina: sus protagonistas son fuertes,
decididas, poderosas, nada dependientes de los hombres, por lo menos a partir
de cierto momento de su trayectoria. La galería recorre toda su filmografía,
aunque en varias ocasiones no sean “personajes positivos”, como las recién
citadas Teresa y Diana, que utilizan sus peores armas, sus métodos más rastreros
para lograr los objetivos que se han marcado. Pero no se trata de misoginia; en
definitiva, otro personaje igualmente recién mencionado, Víctor, usa sus
“encantos masculinos” para medrar lo más posible en su empresa y en la escala
social, tal como vimos en el apartado anterior.
Desde el inicio de su carrera para la gran pantalla, Miró era
perfectamente consciente de este planteamiento, como lo demuestra el que pocos
días después de estrenar su “opera prima”, La
petición, declarase a la revista “El Europeo”: “Cuando un director habla sobre un personaje femenino, lo suele
presentar débil. Y cuando aparece la típica heroína liberada, la cosa llega a
extremos increíbles a veces. Ese personaje aparece siempre como abandonada por
algo o por alguien, sea marido o parecido, y se dedica sobre todo a llorar por
los rincones. No se presenta a la mujer que plantea la ruptura con algo, si no
es de tal forma que existan consecuencias o causas patéticas y su carácter se
da como el de un minusválido e infantil”. Por algo, redundando en esta
idea, el ciclo de películas que en la Academia de Cine organiza cada año CIMA,
la Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales, se llama
precisamente “Mujeres que no lloran”…
Sin embargo, tal fortaleza femenina no es monolítica, puede quebrarse
en cualquier momento, como bien analizó Jesús Angulo en el número monográfico
de la revista donostiarra “Nosferatu” dedicado a la cineasta (donde, por
cierto, puede leerse un excelente análisis de Carlos F. Heredero sobre la mal
llamada Ley Miró y sus consecuencias). Escribe Angulo: “Como la Andrea Soriano de Gary Cooper, que estás en los cielos…, Carmen en El pájaro de la felicidad se ve golpeada brusca y cruelmente, lo que
le lleva a plantearse toda su existencia. Lo que allí era el anuncio de una
inminente y grave intervención quirúrgica, son aquí el asalto y la violación
sufridos a la salida de una cena en casa de su hijo. En ambos casos, un
personaje aparentemente fuerte y seguro de sí mismo descubre toda su
vulnerabilidad. En ambos, la protagonista inicia un doloroso recorrido
interior, mediante el que se cuestiona lo que han sido y son sus relaciones con
los que le rodean”.
Posiblemente ahora sea el momento de abordar el tratamiento
que Pilar Miró efectúa de las situaciones eróticas o, dicho de forma más
directa, sexuales. La presencia e intensidad que adquieren en La petición al adaptar el breve relato
de Zola “Por una noche de amor” (de solo catorce páginas), se debió en mayor
medida al momento, 1976, en que el “cine del destape” del inmediato
posfranquismo hacía furor, aunque todavía vigilado de cerca por una censura que
estaba dando sus últimas boqueadas. A este momento pertenece la anécdota que la
cineasta contaba sobre el motivo de que los censores retuvieran durante dos
meses la película: “El responsable
ministerial de turno nos explicó que no se podía consentir que a un actor se le
viese ‘el hermano pequeño’… Me costó trabajo entender lo que quería decir, y
además estaba segura de que no se veía nada”. Pero ella siempre consideró
injusto que mientras a las actrices sí se les podía ver todo, el “hermano
pequeño” (el pene) de los actores continuase oculto para los espectadores; de
manera que decidió acabar con tal injusticia, sobre todo en su film de
despedida, Tu nombre envenena mis sueños…,
donde Toni Cantó no esconde ninguno de sus atributos.
Se erige, entonces, en lo relativo a la explicitud del sexo, una
especie de arco entre la primera y la última de las películas de Pilar Miró.
Aunque en realidad es un camino progresivo, desde la pudibundez de Gary Cooper…, pasando por los juegos de
seducción de Clara (Amparo Muñoz) con Víctor en Hablamos esta noche, la entrega pasional del profesor y Carlota en
el hotelito de un pueblo cántabro que supone su refugio en Werther, el crispado intercambio físico de Beltenebros entre Darman y Rebeca, la relación ocasional o serena
que experimentan Carmen, Eduardo y Nani en El
pájaro de la felicidad y el goce festivo de Diana, por fin, con su
secretario y de otras parejas de la Corte de El perro del hortelano, hasta llegar a la triple y poderosa
secuencia erótica de Tu nombre… No
hay duda de que para la cineasta el sexo es una fuente natural de contacto y de
conocimiento personal, pero también de poder y dominio en un contexto de
intimidad.
El tiempo, los
tiempos
Cualquiera que repase con atención la filmografía de Pilar
Miró observará su juego constante con el tiempo y con los tiempos, mediante un uso
muy habitual del “flash-back”, cuando no de todavía más saltos atrás dentro de
ellos y en relación con la actualidad del relato que contemplamos en la
pantalla. Muy raro es un film suyo que no los contenga o, al menos, que la
narración principal no vaya desarrollándose a través de diferentes espacios
temporales, con una incesante imbricación de pasado, presente y futuro, hasta
una especie de “continuum” que determina de forma decisiva la vida y
vicisitudes de sus personajes. Se resume claramente en la voz en “off” de Carmen
al término de El pájaro de la felicidad,
en el guion de Mario Camus (que, en principio, iba a dirigir la película) pero
que Miró hizo plenamente suyo: “Añorar el
futuro que no existe es aceptar la vida despojada de sus días mejores. Y vivir
es igual que haber vivido ya, sin que ese haber vivido suponga, por desgracia,
estar ya muerto”.
Tan solo en menos de la mitad de sus largometrajes de
ficción, cuatro casos sobre nueve, la cineasta se refirió al presente en que el
film se hacía: Gary Cooper…, Hablamos esta noche, Werther (contra su deseo de situarlo en
la época original, como ya mencionamos) y El
pájaro de la felicidad. En los cinco restantes se retrotrajo hasta el siglo
XIX en La petición, los inicios del
XX en El crimen de Cuenca, los años
40 y 60 españoles en Beltenebros, la
Nápoles del XVII en El perro del
hortelano y la Guerra Civil y la posguerra en Tu nombre... Para una persona con la vocación política y de
intervención social de Miró, con sus deseos de cambiar la realidad, ese “refugio”
en el pasado solo puede deberse a creer que sigue siendo presente, que no ha
existido una cesura temporal que los aleje uno del otro como si fuese una falla
geológica. El tiempo conforma la Historia y las historias que la cineasta desea
hacer rebrotar con sus imágenes. ¿O es casual que la protagonista de El pájaro de la felicidad se dedique a la restauración artística de cuadros
del pasado, personaje que viene a ser la continuación de otros dos
restauradores, aquella Sonia (Maite Blasco) de Gary Cooper… que para Andrea “es
una bruja que se casó con el hombre de mi vida”, y su marido Bernardo (Fernando
Delgado), el mismo que la acompaña hasta el último momento antes de ser llevada
en camilla hacia el quirófano?
Además, cabe insistir en que con Pilar Miró el tiempo es susceptible
de englobar los diversos tiempos a los que se enfrentan unos determinados seres
humanos, cuyas pasiones, sufrimientos y experiencias van de aquí para allá, sin
solución de continuidad. Y ya sabemos que el cine es por naturaleza “el arte del tiempo”, según nos enseñó
el maestro Tarkovski.
Incluso dentro de una comedia desenfadada como El perro del hortelano, la superación
del clasismo de su protagonista viene dada por una falsificación del pasado,
merced a la invención de un padre noble y rico, el conde Ludovico (Rafael
Alonso), para el plebeyo Teodoro, que así podrá romper la barrera que le
impedía acceder al amor de Diana. Motivos suficientes tenía entonces Pilar Miró
para, hablando sobre la película en una entrevista de “El País”, opinar que Lope
de Vega era “muy atrevido y crítico con
la sociedad, se adelanta a su tiempo en determinados personajes femeninos, por
lo que casi diría que es un defensor de las mujeres”.
Otro juego temporal conlleva el plano final de buena parte de
las películas de Pilar Miró, que suele quedar casi siempre congelado ante el
espectador, como si el tiempo se hubiese detenido y ya no gravitase sobre
quienes aparecen en esa imagen. Es lo más parecido a un interrogante sobre su
futuro, que se perfila entre la esperanza y el aniquilamiento, entre la luz
salvadora y la sombra de la destrucción, también expresado por el negro túnel
hacia el que se encamina el tren de Beltenebros,
tan distinto al de sentido erótico con que Hitchcock finalizaba Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). Y que se
corresponde con el plano-secuencia de más de tres minutos que, inspirado por el
que abre Sed de mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958), comienza el film, siguiendo el denodado
esfuerzo de la pareja protagonista por huir a Lisboa. El resto es todo un
“flash-back” y otro “flash-back” dentro de él y otro más… Como en la vida
misma.
El estilo invisible
Se le ha negado repetidamente a Pilar Miró la condición de
“autor/a”, basándose en que su estilo no era reconocible, que la puesta en
escena de sus películas variaba demasiado de una a otra, en función de la
historia que estaba narrando y de las características de producción. ¿Qué
tienen que ver en cuanto estilo –se argumentaba– Gary Cooper… con Beltenebros,
o El crimen de Cuenca con El perro del hortelano? Nadie diría que
el mismo director o directora se halla detrás de la cámara, nada hay de
identificable en esas imágenes tan diferentes y que parecen responder a
criterios distintos, se decía desde los ámbitos de la crítica.
Pero tal carencia de estilo continuado, ¿era una virtud o un
defecto? Creo que Pérez Millán lo enfocó adecuadamente: “No puede decirse que existiera un ‘estilo Miró’ en la acepción
cinéfila al uso, que acabaría siendo, como en otros muchos casos, repetitivo y
narcisista. Lo más llamativo, desde este punto de vista, es la versatilidad con
que era capaz de adoptar elementos procedentes de fuentes muy diversas para
integrarlos plenamente en su obra, personalizándolos de manera inconfundible.
Una versatilidad que nació, sin duda, de sus largos años de trabajo ‘de encargo’
en televisión y del empeño que puso siempre en aprender y desempeñar bien su
oficio”.
En otras palabras, considero que el estilo de la cineasta
nace íntimamente de cada película que emprende, no de la textura global del
conjunto. Pero en cada una de ellas sí existe un definitivo compromiso estético
con su contenido, con su estructura y su dinámica narrativa. Es en esa
coherencia interna de cada film, en esa lógica creativa que impera sobre él,
donde hay que buscar realmente la huella de Pilar Miró. Junto a la
imprescindible fuerza del relato, lo que le preocupaba era que los elementos
puestos en juego para realizar una obra mantuvieran una cohesión entre sí,
quedasen relacionados de modo imprescindible para alcanzar los objetivos
propuestos. De ahí que lo llame “el estilo invisible” de una cineasta que se
esforzó siempre por dotar a su trabajo de una clara personalidad, no de forma continuada,
no en la totalidad de su filmografía, sino aceptando y potenciando el desafío
que suponía el enfrentarse a cada película en concreto.
En busca de la
excelencia
Como directa consecuencia de lo anterior, puede constatarse
en el cine de Pilar Miró un amplio nivel de autoexigencia, un deseo de ir paso
a paso hacia empeños cada vez más arriesgados. Existe la falsa idea, tantas
veces aplicada a quienes proceden del medio televisivo, de que sus películas
son académicas, planas, convencionales desde un punto de vista formal, lo que
no se corresponde con la realidad. Vistas en panorámica y desde la distancia de
hoy, puede percibirse en ellas un continuado empeño por ir mejorando sus
respuestas creativas, por depurar de sus imágenes una serie de “gangas” –como
en los minerales– que le lastraban al comienzo de su carrera, un encomiable
esfuerzo por llegar a la excelencia, la lograse o no.
Ya desde la fase de guion, y conjuntamente con sus
colaboradores habituales en este terreno como Mario Camus, Juan Antonio Porto o
Antonio Larreta, se fue adentrando en más difíciles empeños, como el traslado
de relatos literarios de primera a tercera persona, caso de Werther, Beltenebros (con la inolvidable primera frase inventada por Antonio
Muñoz Molina en la novela original, “Vine
a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca”) y Tu nombre envenena mis sueños. Lo que
determina, ante todo, una serie de variaciones esenciales en el punto de vista
desde el que se cuenta la historia. También se percibe un notable esfuerzo por
“traducir” certeramente a imágenes textos basados en la palabra, tan evidente
en las tres películas que acabamos de mencionar y, de una manera todavía más
acusada, en El perro del hortelano. Pero
otro tanto sucede con los demás aspectos de su puesta en escena, ya sea en
cuanto a la planificación, los movimientos de cámara (el surgimiento de la “steadycam”
le va a permitir planos secuencia como el inicial de Beltenebros, al que ya hemos hecho referencia, además de otros
menos impactantes a lo largo del film), la creciente ambición en la fotografía
que le facilitan profesionales de la altura de Aguirresarobe y Alcaine o una
notable mejora en el uso de la música a partir de la irrupción de José Nieto en
el cuadro de colaboradores, similar a la de diversos nombres propios tan
cualificados como Gil Parrondo, Félix Murcia o Pedro Moreno.
Cualquiera que mire con objetividad la trayectoria de Pilar
Miró ha de percibir este proceso de enriquecimiento estético, lo mismo que de
depuración dramatúrgica, postergando diversos “tics” y “facilidades” varias. La
tendencia hacia un cierto esquematismo en su primera etapa, el exceso de
subrayados, su inclinación al énfasis, van siendo progresivamente sustituidos
por un tratamiento más profundo y elaborado del proceso de comunicación con el
espectador (que fue siempre su obsesión principal), con un claro refinamiento
en el uso del lenguaje cinematográfico, una mayor confianza, por tanto, en sí
misma y en sus propios recursos como creadora. Aspecto que resulta apasionante
de observar, porque revela un ímpetu positivo por llevar a cabo su labor de
manera cada vez más exigente consigo misma y con su obra. Lo que se refleja
asimismo en la dirección de actores, casi siempre acertada tanto en la elección
de los intérpretes como en su actuación ante la cámara. Facilitada sin duda por
su amplia experiencia televisiva, al trabajar entonces con numerosísimos actrices
y actores, desde un principio resultó elogiable también en cine, aunque iría
igualmente modulando esa faceta tan decisiva en la elaboración de un film.
De ahí que, por ejemplo, las miradas adquieran de película en
película un mayor peso específico, una creciente capacidad de sugerencia que
elimina en muchos casos la necesidad de torrentes de palabras (miradas a las
que Mercedes Sampietro aporta un magisterio que se extiende a todos y cada uno de
sus trabajos con la realizadora). Una rica ambigüedad sustituye al subrayado,
una visión humanista al predominio didáctico. Justo a algunos de aquellos “defectos”
que, en diversos sentidos, yo mismo reprochase en la crítica a Hablamos esta noche para “Guía del Ocio”
de Madrid: “Se parte de un guion muy
acumulativo en cuanto a incidencias dramáticas, pero átono en su progresión
narrativa…, la realización se estructura de manera casi ritual en función de
una sola escala de planos…, la interpretación juega en exclusiva sobre la
presencia física de los actores o sobre lo que explican de sí mismos y de los
demás, encorsetados por su carácter de prototipos”. La “urgencia” de hablar
de determinadas cuestiones (el peligro nuclear, el éxito a costa de todo, la
irresponsabilidad ética) no debía conducir a refugiarse en la facilidad de
pensamiento ni en la dejadez estética. Pilar Miró lo entendió bien tras el
fracaso de Hablamos esta noche y supo
ir incorporando a su cine criterios e ingredientes muy distintos, como
atestiguarían sucesivamente la pasión contenida de Werther, el barroquismo estilístico de Beltenebros, la belleza poética de El pájaro de la felicidad, el desenvuelto clasicismo de El perro del hortelano o la confluencia
con lo más triste e indigno de la Historia española que envuelve Tu nombre envenena mis sueños.
Un mundo objetual
Espejos, anillos, botas, fustas, vasijas, cajitas, soldados
de plomo…, hay todo un mundo objetual que surge de película en película de
Pilar Miro. Más allá de tal insistencia, esos objetos adquieren un valor
específico, propio, pero capaces al tiempo de revelar la psicología de quien
los posee o los utiliza. Signos de poder, de autoridad, de dominación, de
consumo, de filiación; signos que nos hablan de relaciones, de empeños
personales, que hacen que la acción se fije en algo concreto y exacto, que logran
un especial protagonismo ante el espectador al estar mostrados en planos de
detalle, ocupando toda la pantalla o una parte sustancial de ella.
Otro tanto, aunque no se trate de objetos, sucede con las
manos de los personajes, entrelazadas en numerosas ocasiones, sobre todo como
señal de amor, necesidad y contacto mutuos. Incluso en el cuadro que Carmen
está restaurando en El pájaro de la
felicidad, “María y Santa Isabel”, las dos mujeres tienen juntas sus manos,
como acariciándose, porque “Murillo quiso
reflejar en él un sentido positivo de la existencia”. Un sentido que Miró
ensalza al contraponerlo a la soledad que suele dominar a sus personajes, a
manera de paréntesis que hagan más soportable ese mundo hostil o, cuando menos,
indiferente en el que a menudo habitan y donde apenas hay refugios. Pese a que
tantas veces parezca lo contrario, el de Pilar Miró es un cine de sentimientos
(aunque malos, en no pocas ocasiones), de anhelos y de pasiones. Y nada mejor
que unas manos que se unen, que se buscan porque desean estar juntas, para
demostrarlo fehacientemente.
Pilar Miró, cineasta
de la Transición
El cine realizado durante la Transición política española se movió
por su deseo de recuperación: recuperación de una Historia que había sido
deformada, manipulada o, cuando menos, ignorada; recuperación de una vida
social, donde los conflictos colectivos se mantenían siempre ocultos;
recuperación de una vida personal, en que el erotismo y el sexo habían quedado
proscritos; recuperación de un cierto nivel ético y moral que la corrupción
sistemática de cuarenta años de franquismo había enterrado… En definitiva, todo
aquello que estaba reprimido por un poderoso aparato gubernamental y que, pese
a ir aflorando poco a poco y con enormes dificultades durante los últimos años
del dictador, no saldría a la luz hasta que la libertad de expresión –que la
Constitución consagraría– fuese una realidad desde la desaparición oficial de la
censura a finales de 1977.
Desde tal perspectiva, añadidos el injusto y lamentable
procesamiento por El crimen de Cuenca
e incluso los cargos que desempeñó durante los Gobiernos socialistas, la figura
de Pilar Miró se alza como la más nítida exponente cinematográfica de ese
periodo de la Transición. Al contemplar sus películas a la luz de este
planteamiento, se llega a la conclusión de que la mayoría son deudoras de dicha
etapa, a la vez que contribuyen a su mejor conocimiento y comprensión. Además,
como receptoras del espíritu de aquel momento quizá único, como fue el paso de
la dictadura a la democracia, esa caracterización se extendió también a las
filmadas después de la Transición propiamente dicha. En lo que tampoco hay que
obviar una cuestión generacional, porque diversos compañeros de Pilar Miró
participaron del mismo espíritu, cada uno desde la óptica creativa que les
resultaba más afín.
Con la diferencia sustancial de que ella era una mujer
inserta en un mundo de hombres, donde solo Josefina Molina y Cecilia Bartolomé
(las tres, procedentes de la Escuela Oficial de Cine) le hacían compañía. Y así
se mantuvo hasta que la Generación de los 90 llevase tras la cámara a una serie
de cineastas como Isabel Coixet, Icíar Bollaín, Gracia Querejeta, Chus
Gutiérrez o Patricia Ferreira, mejorando una situación que, pese a todo,
todavía está lejos de normalizarse. Pero Pilar Miró figura por derecho propio
entre esas “pioneras” que lucharon con denuedo en la Transición para que la
mujer tuviese carta de naturaleza en el panorama cinematográfico español.
Si existiesen dudas de que ella está tan estrechamente ligada
a ese periodo mucho más conflictivo de lo que hoy suele mostrarse, basta con
recorrer las páginas de “Pilar Miró. Nadie me enseñó a vivir”, en las que Diego
Galán trazó en 2006 su biografía, apoyándose –aparte de su búsqueda personal–
en una serie de “cartas, documentos y
diarios” que le facilitó su hijo Gonzalo. A cuantos vivimos directamente la
Transición, lo que se narra en este muy valioso libro nos resulta tan familiar,
tan cercano, que no podemos sino situar a la cineasta como testigo privilegiado
de aquel momento histórico y sentirla dotada de la suficiente capacidad
creativa como para reflejarlo, de una u otra forma, en la pantalla.
Al inicio de su novela “Beltenebros”, Muñoz Molina situó una
frase del Quijote, que Pilar Miró prefirió desplazar hasta el final de la
película, como metáfora en ambos casos de la trayectoria de sus personajes: “Unas veces huían sin saber de quién y otras
esperaban sin saber a quién”. Hoy, en la mañana invernal pero soleada en
que finalizo este artículo, me pregunto con inquietud si en esas palabras de
Cervantes no estará encerrada toda la trayectoria de Pilar Miró, de nosotros
mismos, los “hijos de la Transición”, y de un país que nunca ha acabado de
encontrarse a sí mismo.
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