El final de una época

"El último tango en París", de Bernardo Bertolucci (1972)


La muerte de Bertolucci no significa solo su desaparición física, esperada desde hace tiempo por su maltrecha salud, sino el final de toda una época cultural, la de los años 70. Fue el momento de los grandes debates en torno a un cine que, desde la izquierda, fuese capaz de llegar a amplios núcleos de espectadores. Las polémicas sobre El último tango en París, Novecento o La Luna eran continuas y arriscadas, había sectores enfrentados al máximo ante la obra del realizador italiano. Y no solo la suya, sino también la de otros autores, sobre todo de ese país y franceses e incluso españoles, frente a quienes había posiciones absolutamente opuestas. El cine estaba vivo y se discutía hasta la madrugada por un plano o una secuencia de Bertolucci o de Godard, de Pasolini o de Truffaut, sin dejar de lado a Saura o a Patino. Parecía que nos iba la vida en ello, que estábamos decidiendo nuestra posición en el mundo a base de las imágenes que estos directores habían ideado y nos proponían desde la pantalla. Todo eso ahora ha terminado.

Recuerdo, por ejemplo, cómo se denostaba la capacidad de Bertolucci para narrar un conflicto campesino en Novecento, dado que su origen en la burguesía acomodada lo “impedía” de manera radical… O de hasta qué punto subían las acusaciones de haberse vendido al “oro de Hollywood” por emplear a actores norteamericanos y ser producido o distribuido por compañías de Los Angeles… Contra tales “argumentos” nos levantábamos los defensores a ultranza de sus películas, que éramos sistemáticamente calificados de “posibilistas” y de mantenedores de la considerada tan sospechosa “ficción de izquierdas”, que englobaba para ellos un cúmulo de falsedades ideológicas y políticas, porque –estaba claro– nosotros no éramos suficientemente “revolucionarios”. Lo que, en cierta ocasión y escribiendo en concreto sobre el autor de El conformista, bajo el título de “Tragicomedia del traidor y del héroe” inspirado en La estrategia de la araña, resumí como el triple concepto que definía a los hostiles a Bertolucci: “El mecanicismo”, “El infantilismo” y “La contradicción”, aplicados a su obra.

"Novecento", de Bernardo Bertolucci (1976)

Otros tiempos, otras inquietudes, otras preocupaciones, probablemente a causa del anhelo de libertad y de un pluralismo que no se limitara solo al cine. Nada que ver con el hoy de un siglo XXI que anda por muy distintos derroteros y donde el cine ha dejado de ocupar ese papel protagonista que tuvo durante nuestra generación. Quizá estábamos “encerrados con un solo juguete”, que diría Juan Marsé, aunque la verdad es que no contábamos con muchos más a nuestro alcance. Pero tales debates, tales discrepancias, tales arrebatos fueron una herramienta bastante adecuada para lo que nos esperaba. Que ya no era Bertolucci o Pasolini versus Godard o Truffaut, ni “el cine de poesía” frente al “de prosa”, sino la Vida misma con mayúsculas.

(Publicado en "Turia" de Valencia, diciembre de 2018).

Bernardo Bertolucci: La muerte de un gigante




Siempre pensé que Bernardo Bertolucci había hecho El último tango en París y Novecento “demasiado pronto”. Porque llegar a esas dos obras maestras con poco más de treinta años significaba que le quedaba mucho tiempo por delante, quizá excesivo, para igualar o superar tales cumbres cinematográficas. Sobre todo, porque las habían antecedido La estrategia de la araña y El conformista y continuado con La Luna, otros tres importantes films. Y todo en menos de una década, la de los 70, periodo de enorme riqueza creativa en el autor de Parma y que le haría merecedor de la máxima atención mundial. Aunque el triunfo masivo le llegase con El último emperador, ganadora de nueve Oscar en 1988 y un rotundo éxito de taquilla.

Hay cineastas, los mejores, que definen toda una época, todo un periodo de la sociedad, y Bertolucci estaba sin duda entre ellos, hasta situarse como la gran referencia fílmica del tercio final del siglo XX. Su capacidad para unir la historia individual y la Historia colectiva, su forma de abordar las crisis personales de unos personajes que respondían a un mundo convulso y problemático, sin cesar en su búsqueda de una identidad que les sirviera para protegerse de él, conformaron una trayectoria que destaca por su lucidez y su valentía. No es precisamente fácil llegar a los abismos amorosos que mostraba El último tango en París; no resulta sencillo trazar la historia popular que reflejaba Novecento, títulos que han conformado la memoria en imágenes de generaciones de espectadores.

Se ha dicho con insistencia que la obra de Bertolucci se movía entre Marx y Freud. No son malos referentes, pero no bastan: hay que añadir que lo hizo sin esquematismos fáciles ni cuadrículas mentales, sino desde una cierta ambigüedad donde la realidad no se revela tan clara ni tan patente, llegándose incluso a que un héroe fuese en verdad un traidor, como el padre de La estrategia de la araña; o que alguien como el Paul de Marlon Brando en El último tango en París se niegue a decir su nombre hasta que acaba suplicando pronunciarlo, o que el fascista de El conformista termine por renunciar a su utilitaria ideología y denunciar a un antiguo colega. Nada es tan lineal como parece, y así la “revolución” de Mayo del 68 puede vivirse, en Soñadores, desde la experiencia de un trío erótico; las arenas del Sahara de El cielo protector no ocultan una desesperada relación de burgueses occidentales, y un sótano compartido entre dos hermanastros sirve como universo claustrofóbico para ese difícil paso de la adolescencia a la juventud y ese rechazo de la familia que hallamos en Tú y yo, como conclusión de temas tan queridos por Bertolucci.

Sería esta, hace seis años, la última película del gran cineasta italiano, que tuvo que dirigirla postrado en la silla de ruedas en la que se desplazaba desde tiempo atrás, desde que su espalda fue degenerando. Igual que lo hicieron en sus últimas realizaciones ilustres colegas suyos, como Visconti, Huston o Ford. Un duro y triste desenlace para quien, en la plenitud de su vida, fue todo fuego, pasión y creencia en sí mismo y en su obra, como pudimos constatar quienes, de una u otra manera, le tratamos en alguna ocasión. Fuego y pasión que llevó a su cine de manera directa, siempre en busca de una intensa “emoción racional” por parte del espectador, al que además ofrecía una elaborada propuesta estética desde la luz, la música (especialmente, de Verdi) y la utilización del tiempo, los tres soportes en que basaba su poder de comunicación en la etapa de máxima madurez.

Como colofón a este texto de homenaje a Bertolucci, deseo reproducir unas palabras de la prestigiosa crítica norteamericana Pauline Kael, quien, con motivo del estreno de El último tango en París, no dudó en afirmar que “esta fecha puede convertirse en un jalón para la historia del cine, comparable a la del 29 de mayo de 1913 en la historia de la música, la noche en que se interpretó por primera vez “La consagración de la primavera”… Tan solo cuatro años después, llegarían Olmo y Alfredo, aquella pareja protagonista de Novecento, para ofrecernos una visión tan certera como profunda de lo que fue y significó la primera mitad del pasado siglo.

Genial Bernardo Bertolucci, un gigante de nuestro tiempo.

(Publicado en "Turia" de Valencia, noviembre-diciembre de 2018).

Tres horas

"Obra sin autor", de Florian Henckel von Donnersmarck


Cuatro de las principales películas de la Sección Oficial del 15 Festival de Cine Europeo de Sevilla duraban más de tres horas, o casi: El peral salvaje, de Nuri Bilge Ceylan (188 minutos), Obra sin autor, de Florian Henckel von Donnersmarck (también 188 minutos), Mektoub, My Love: Canto Uno, de Abdellatif Kechiche (175 minutos) y Atardecer, de László Nemes (142 minutos). Es decir, las últimas obras de dos ganadores de la Palma de Oro de Cannes (Bilge Ceylan con Sueño de invierno y Kechiche con La vida de Adèle) y de dos Oscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa (Von Donnersmarck con La vida de los otros y Nemes con El hijo de Saúl). Tras tales éxitos, cabe preguntarse por qué se lanzan a esas duraciones tan largas de sus relatos, que suponen un cierto desafío a los hábitos del espectador.

Una primera respuesta sería simplemente porque lo necesitan para desarrollar a fondo sus historias. Pero, vistos los films, la mayoría no precisaría de tanto tiempo para contarlas si hicieran uso de un recomendable sentido de la elipsis y la síntesis narrativa. También puede influir un cierto “endiosamiento” autoral, un saberse poseedor de un “status” privilegiado para no tener que someterse a los condicionamientos de otros colegas menos afamados. O que, dadas las múltiples aportaciones de organismos y entidades de diversos países a los que recurren para poner en pie sus películas, cubran mejor las expectativas con un producto fuera de norma que responda a ese “algo especial” que se ha financiado.

"Mektoub, My Love: Canto Uno", de Abdellatif Kechiche

Motivos varios capaces de influir en duraciones por encima de la estándar, que no es “per se” la mejor, pero es la que domina en un mercado que, aunque se le considere cultural, también tiene que cubrir unos objetivos mínimamente comerciales y competitivos. Por buenos que sean estos films, los distribuidores dudan mucho en adquirirlos por la sencilla causa de que los exhibidores se resisten a programarlos, al poder dar de ellos únicamente dos pases al día en vez de los cuatro, o al menos tres, habituales. ¿Qué esta es una razón espuria que no debería influir sobre un medio artístico como el cine? Posiblemente, pero así es la realidad, por áspera que parezca.

En Sevilla, el primer premio de su Palmarés no ha sido para ninguno de los títulos citados, sino para otro, ya visto en Cannes, de “solo” 110 minutos: Donbass, de Sergei Loznitsa, muy notable reconstrucción semidocumental de episodios reales sobre la situación en Ucrania. El mismo Loznitsa que estremece al recuperar en El Proceso la filmación de un típico juicio stalinista de 1930, mediante el que los principales dirigentes del llamado “Partido Industrial” fueron ejecutados o condenados a duras penas. Pero la cuestión es que ese presunto partido contrarrevolucionario ni siquiera existió, fue un invento de la KGB para llevar a cabo una de sus “purgas ejemplares”…

(Publicado en "Turia" de Valencia, noviembre de 2018).