La infinita fascinación de Louise Brooks

 



Buenas tardes y muchas gracias por su asistencia. Y también un profundo agradecimiento a Lucía Franco y Carmen Monsalve, las responsables del Programa de Conferencias de la Fundación March que me han ofrecido la posibilidad de ocupar este estrado por tercera vez.


Se sorprenderán ustedes de que en esta sala, templo del cine mudo, venga a cometer la herejía de presentarles una película sonora, Prix de beauté, Premio de belleza, de Augusto Genina, también conocida como Miss Europa en los países anglosajones. Bueno, sonora solo hasta cierto punto, más bien “sonorizada”, poco y no muy bien, como veremos. Pero piensen que estamos en 1930, que el cine sonoro viene arrasando desde que, tres años antes, El cantor de jazz, entusiasmara al público y, quieran o no, las nuevas producciones tienen que adaptarse al tiempo de las películas “totalmente habladas” o hasta “totalmente cantadas” si desean sobrevivir.

De nada sirvieron las opiniones de los mayores cineastas del momento, de Chaplin, Eisenstein o Murnau, quienes lucharon denodadamente por preservar el cine mudo. Ellos consideraban, no sin razón, que ese cine había llegado a un grado de madurez expresiva, de identidad propia como lenguaje, que el sonoro ponía en muy grave peligro. El cine, pensaban, se acercaría peligrosamente al teatro, a un dominio de la palabra que iba a interferir el progresivo desarrollo del arte nacido en 1895. La dependencia de los diálogos y las canciones sería inmediata, condicionando también una planificación y unos movimientos de cámara que tenían que compaginarse con el pesadísimo equipamiento sonoro para registrar las palabras. Cualquiera que haya visto Cantando bajo la lluvia, por ejemplo, entenderá muy bien esta situación.

Pero el beneficio industrial acabó prevaleciendo sobre los puristas del lenguaje de las imágenes mudas. Y en el periodo de transición hasta que ya el sonoro se implantó definitivamente, se recurrió a la llamada “sonorización”. Es decir, ajustar como se podía diálogos, canciones, efectos de sonido y músicas varias a lo que había sido rodado como una película muda. Así se hizo de manera destacada en Francia, con films como La Edad de Oro, de Luis Buñuel, o la película que vamos a ver esta tarde, con resultados poco estimulantes pese a que el registro de sonido llevase la firma de la prestigiosa firma alemana Tobis.

De manera más elaborada, aunque también lo rechazase al comienzo, René Clair supo ir conformando una estética distinta, incorporando el sonoro de manera creativa en esos mismos primeros años 30 mediante trabajos de la entidad de Bajo los techos de París y El millón. Precisamente el nombre de Clair está presente en Premio de belleza, ya que él inspiró su guion e incluso estaba previsto que la dirigiera, aunque luego prefiriera emprender otros proyectos más personales como los citados.

También parece que otro gran cineasta de la época como Pabst intervino en la película, aunque los historiadores no se ponen muy de acuerdo en cuáles fueron sus funciones: unos hablan de que contribuyó al guion, otros que a apoyar su producción por SOFAR Film y no falta quienes le vieron como consejero personal de la actriz Louise Brooks, a la que había brindado su enorme doble éxito de La caja de Pandora y Tres páginas de un diario. Pero la verdad es que en Premio de belleza intervinieron asimismo otros nombres de primera fila, como el director de fotografía Rudolph Maté, quien después emprendería una amplia carrera como operador y director en Estados Unidos; el montador y ayudante de dirección Edmond T. Gréville, que también desarrollaría una larga trayectoria como realizador, y el músico alemán Wolfgang Zeller, que destacase en la mejor producción muda de su país y que aquí ofrece una incesante música. Además de componer dos canciones, una de ellas, Je n’ai qu’un amour, c’est toi (“Solo tengo un amor, que eres tú”) repetida al principio y al final, con una voz en francés que algunos han querido reconocer como la de nada menos que Josephine Baker. Canción que adquiere un potente significado como ustedes verán por sí mismos y yo no voy a ser tan “cenizo” como para descubrírselo.

Augusto Genina con Louise Brooks, durante el rodaje de "Prix de beauté"

Diferente es el caso del guionista y director, el italiano Augusto Genina, de quien a los más veteranos de la sala les sonará sin duda la película que hizo en 1940 sobre la Guerra Civil española, Sin novedad en el Alcázar, sobre el asedio de las tropas republicanas a la entonces sede toledana de la Academia de Infantería. Y que, por supuesto, incluía la famosa conversación entre el General José Moscardó y su hijo Luis tras ser capturado por los atacantes y proponer estos su liberación a cambio de la entrega del Alcázar, a lo que el padre se negó, con la rotunda frase de “El Alcázar no se rinde”. Hecho no contrastado históricamente, pero que el franquismo utilizó de forma incesante, estableciendo un paralelismo entre él y la muerte del hijo menor de Guzmán el Bueno en la defensa de Tarifa. Como utilizaría durante muchos años la propia película Sin novedad en el Alcázar, con la que –según la desorbitada frase de su director– pretendía emular a todo un Acorazado Potemkin

Poco extraña esta película en el caso de Genina, convertido en cineasta oficial del fascismo italiano mediante títulos del estilo de El escuadrón blanco y Bengasi, ambas situadas en Libia, objeto siempre del deseo colonialista de ese régimen. Allí había vuelto para rodearse de todos los oropeles mussolinianos tras haberse marchado de su país con ocasión de la profunda crisis del cine italiano en 1927. Recaló primero en Alemania, donde rodó cinco largometrajes, para asentarse posteriormente en París hasta 1934, etapa en la que realizase, entre otros, este Prix de beauté, probablemente su mejor obra. Había sido antes un director muy prolífico en todo tipo de géneros de la producción muda transalpina, a la que, después de unos años de hibernación por su filiación fascista, volvió con films de intenso contenido católico y gran éxito comercial, en especial Cielo sobre el pantano, en 1949, sobre la vida de la niña santa Maria Goretti, de 12 años, película que se proyectó sin cesar en nuestros colegios del nacional-catolicismo; o, cinco años más tarde, Magdalena, modernización de la figura bíblica con la que Marta Toren triunfase mundialmente. Y es que a Augusto Genina, fallecido en 1957, con tan solo 65 años, el éxito comercial, por una u otra vía, nunca le abandonaría.

Tampoco unas buenas dotes profesionales. Pueden comprobarse en Premio de belleza, por su uso de la cámara, su sentido de la planificación, sus movimientos dentro y fuera del cuadro, su criterio escenográfico y objetual que ejemplifica ese recurso de los relojes en la segunda parte del film. No era Genina un director vulgar, como también demuestra su mezcla de ficción y documental en muchas secuencias, como la inicial en la piscina popular, similar a la que otros cineastas coetáneos harían en Alemania con Sinfonía de una gran ciudad o Gente en domingo. O las secuencias dedicadas a la elección de “la más bella” de las misses, ¡en San Sebastián!, “bajo el cielo azul de España, clara señal de que ni Genina ni sus colaboradores eran visitantes demasiado habituales de la hermosa capital guipuzcoana… Dado que se trataba de un film presuntamente sonoro, era inevitable que dicha elección se efectuase por la longitud cronometrada de los aplausos del público. No precisamente por estas escenas, pero sí Genina destacaría por el memorable final de su película, en el que ya he dicho que no entraré por respeto a ustedes, pero que les avanzo que supone una secuencia muy adelantada a su tiempo.

Pero, por encima de cualquier otra consideración, Prix de beauté es Louise Brooks, su fascinante protagonista. Con el corte de pelo que la hizo famosa, con su mirada entre ingenua y pícara, toda la película gira en torno a ella, a su personaje de Lucienne Garnier, apodada coloquialmente Lulú, sin duda en homenaje al papel que le dio fama en La caja de Pandora. Actriz especial en todos los sentidos, esa fama no le llegó en su Norteamerica natal (había nacido en Cherryvale, en el Condado de Montgomery, Kansas, en 1906), sino en Europa tras los films dirigidos por Pabst que hemos citado. Todavía supone un cierto misterio por qué dejó el cine tan pronto como en 1938, producto quizá tanto de su matrimonio con el bailarín y millonario Deering Davis, con el que formó el dúo de baile Brooks&Davis, como de una rebeldía que siempre le caracterizó y que le llevó a enfrentarse con los Estudios de Hollywood por no aceptar sus imposiciones. “No hay otro trabajo que se parezca más a la esclavitud que el de estrella de cine”, dijo entonces con pleno conocimiento de causa.

Tras abandonar la pantalla, llevó una vida a salto de mata, desde dependienta de un comercio de Nueva York hasta prostituta de lujo. Años después y hasta su muerte, pobre y alcoholizada, en 1985, se centraría en la escritura (siempre había sido una gran lectora, incluso en los rodajes, a los que con frecuencia llevaba libros de Proust), fruto de lo cual serían numerosos artículos sobre sus avatares, que reuniría en su notable libro Lulú en Hollywood, hoy difícilmente encontrable en España.

Dado que mi compañero José Luis Sánchez Noriega ya dedicó en esta misma sala, en febrero de 2019, a Louise Brooks buena parte de su presentación de Tres páginas de un diario, no me detendré en ella tanto como me apetecería y no tendré más remedio que repetir alguna de sus citas. Pero seguro que ustedes van a compartir esa común fascinación, como la sintieron Stanley Donen y Gene Kelly al idear el baile de una Cyd Charisse con idéntico corte de pelo en la citada Cantando bajo la lluvia, Godard al caracterizar a Anna Karina en Vivir su vida, Bob Fosse a Liza Minnelli en Cabaret, Jonathan Demme a Melanie Griffith en Algo salvaje o Quentin Tarantino a Uma Thurman en Pulp Fiction. Una melena que va mucho más allá de un simple recurso de peluquería y que se extendería por el famoso cómic de Guido Crepax, Valentina, e incluso al perfume LouLou lanzado por Cacharel y cuyo poder de seducción todavía pervive.

Lulú es pretendida por el Príncipe Adolphe de Grabovsky

Mal doblada en francés por la semidesconocida actriz Hélène Regelly, esta Louise Brooks, transmutada en una belleza de “1.65 de estatura y 54 kilos”, según describe el locutor de la ceremonia de las Misses, trasciende continuamente la pantalla. Humilde mecanógrafa del inventado diario parisino “El Globo”, pareja del linotipista André (con una descripción de los talleres de un periódico que hoy parece de tiempos inmemoriales, pero no hace tanto de ello), no resulta extraño que Lulú despierte la atracción sexual, y financiera, del Príncipe Adolphe de Grabovsky o de todo un marajá indio que le promete infinitas dádivas. Regalada como jamás lo había sido, la muchacha es, en definitiva, víctima de un machismo que se expresa en dos vertientes distintas: desde el deseo de posesión y los celos; o desde el halago hacia su simple belleza (de inteligencia ni se habla) emitido con la soberbia de una posición económica dominante. Una vez más dentro del cine europeo de entreguerras, asistimos en Prix de beauté al conflicto entre la debilidad de los seres vulnerables, mujeres habitualmente, y la altivez de los poseedores de un mundo que, sin embargo, se halla cerca de su ocaso con el estallido de la II Guerra Mundial.

Para Lulú, el pájaro enjaulado supone una metáfora de su vida cotidiana

Rodada entre el 29 de agosto y el 27 de septiembre de 1929, menos de un mes, y estrenada en el 20 de agosto siguiente, nos hallamos ante una película claramente dividida en dos partes, como también el estilo que Augusto Genina aplica en ambas difiere considerablemente. Mucho más ágil y dinámico en la primera mitad de una hora, se reposa en la continuación, donde Louise Brooks, además de su atractivo, demuestra su valía de actriz dramática en secuencias como las que reflejan su vida cotidiana o cuando la contemplamos sumida en sus reflexiones sentada en la cama marital. Evidentemente, la actriz no encajaba en la línea que Hollywood había popularizado durante “los felices 20”, la de aquellas traviesas “flappers” creadas para alegría y satisfacción de un público que intentaba olvidarse así de las injusticias sociales que acabarían estallando en el “crack” del 29.

Imagen de la impactante secuencia final de "Prix de beauté"

Al tiempo que, avanzados los 50, al conocer sus películas los críticos galos la redescubrían y ensalzaban con admiración, vale la pena, refiriéndose a Louise Brooks, lo que sesudos directores de Cinematecas europeas opinaron sobre ella. Todo un Henri Langlois, creador de la primera que hubo en el mundo, la francesa, se lanzaba a exclamar “No hay Garbo, no hay Dietrich, ¡solo Louise Brooks!”. Y quien fuera durante décadas director de la Cinemateca Suiza, Freddy Buache, no dudaría en calificarla como “un astro de carne y de fuego único en la historia del séptimo arte”. Por parte española, Carlos Fernández Cuenca, primer director de la entonces llamada Filmoteca Nacional, actualmente Filmoteca Española, escribiría, ya en 1967: “Louise Brooks fue un milagro excepcional en el ámbito de la pantalla. La actriz norteamericana que mejor encarnó a las seductoras europeas ocultaba tras de su rostro bellísimo, con el cabello cortado al estilo garçon de la época –cuidadosamente rapado en la nuca, el flequillo espeso llegándole a las cejas y la corta melenita marcando dos avances atrevidos sobre las mejillas-, una sensibilidad exquisita, un sentido natural de la expresión, un ritmo de movimientos que daba la insuperable sensación de la más tentadora voluptuosidad. El poder erótico de primaria animalidad que Louise Brooks lució en ‘La caja de Pandora’ no tenía precedentes en el cine, ni sería después superado o igualado siquiera. Comparada con Louise Brooks, la audacísima Brigitte Bardot resulta poco menos que una recatada alumna ejemplar de convento de monjas”.

Solo me queda por saber la visión que, ahora, en 2022, tendrán de ella ustedes, los espectadores, y sobre todo, espectadoras de Premio de belleza o Miss Europa en esta sesión que tanto me ha complacido presentar.

Muchas gracias por su atención y que disfruten de la película.


(Presentación efectuada, con apoyo de Power Point, en la sede madrileña de la Fundación March el 29 de abril de 2022).


Hacer fácil lo difícil

 

La familia de "Alcarràs"

Se estrena en toda España la película que obtuvo el Oso de Oro en el pasado Festival de Berlín: Alcarràs, segundo largometraje de Carla Simón después de que el primero, Estiu 1993, lograse el éxito tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Sin querer inmiscuirme para nada en las tareas críticas de mis compañeros de la Turia, me gustaría aportar mis opiniones sobre un film que considero de la máxima relevancia.

Para mí, Alcarràs posee una de las características fundamentales del gran cine, que es hacer aparentemente fácil lo que en verdad es muy complicado. Es decir, que la película fluya de manera natural, armónica, sin que el espectador perciba todo el enorme esfuerzo que subyace a esa sencillez expresiva. Y no me refiero, o no solo, a la dificultad de proponer una obra que fluctúa entre el estilo de ficción y el documental, aunque todo en ella esté inventado, con actores no profesionales y una temática que no es precisamente la que reclamaba Cecil B. DeMille, cuando sostenía que una película “debe comenzar con un terremoto y de ahí para arriba”

No, a lo que me refiero es a algo más profundo que tiene su raíz en el propio lenguaje fílmico y que se sustenta en la mirada del (en este caso, de la) cineasta. Una mirada que se ejerce desde la planificación, porque la contiene y la potencia, y que se extiende hasta un montaje donde esa mirada se reconstruye para conformar un determinado punto de vista sobre la realidad, aquí una familia de melocotoneros que se enfrenta al desafío de conservar las tierras que cultivan desde ochenta años atrás. Igual que los pescadores sicilianos de Aci Trezza tenían que luchar por su supervivencia en La terra trema de Visconti, una cita que hago con toda la intención.

La forma en que Carla Simón dirige a sus intérpretes constituye otro factor básico para la verosimilitud, la verdad, que respira toda la película. Su sensibilidad para trabajar con niños ya había quedado patente en Verano 1993, pero en Alcarràs, si bien comienza el relato con los pequeños y adquieren un peso específico en él, se extiende de manera coral hasta un conjunto de once personajes. Entre ellos, un abuelo que viene a ser el paradigma de la dignidad (preciosas las escenas de su paseo bajo la luna), un padre de familia cuyo intérprete parece un trasunto de Sergi López y unas mujeres que soportan el peso de una doble vida, en la casa y en el campo.

María Zamora y Carla Simón, con el Oso de Oro de la Berlinale

Hablando de mujeres, debe destacarse que en Alcarràs la mayoría de jefaturas de equipo son femeninas, desde una productora tan valiente y creativa como la valenciana María Zamora, o ejerciendo labores muy destacadas como la de la directora de fotografía Daniela Cajías y la montadora Ana Pfaff, con Carla Simón como inspirada maestra de orquesta.

Simplemente, y dicho en plata, corran a ver Alcarràs.


(Publicado en "Turia" de Valencia, abril de 2022).


Juan Diego: La voz a ti debida

 

No está al alcance de cualquier actor pasar de ser San Juan de la Cruz en La noche oscura al mismísimo Franco de Dragón Rapide. Ni mostrarse capaz de convencernos con la chulería de clase del señorito Iván de Los santos inocentes o el torpe cómico de la legua de El viaje a ninguna parte. Esa capacidad transformadora, esa construcción de un personaje desde lo más íntimo a sus expresiones físicas, solo está al alcance de los grandes actores. Y Juan Diego ha sido uno de los grandes de la interpretación española, ya fuera en cine, teatro o televisión. Por algo nuestros mejores directores le reclamaron para papeles tan difíciles, como es el caso, en las películas citadas, de Saura, Camino, Camus o Fernán-Gómez.

Tomo prestado de Pedro Salinas, del nombre de su libro de poemas más famoso, el título de este artículo. O, más bien, de Garcilaso de la Vega, en una de cuyas Églogas se inspiró el escritor madrileño. Porque lo que destacaba especialmente de Juan Diego era su voz, esa voz tan personal que fue haciéndose más ronca con el tiempo, cubriendo su acento andaluz, hasta deteriorarse gravemente en los últimos años. Esa etapa final en la que él se sumergía con serenidad en su “tránsito hacia la nada”, convencido de que, cerca ya de los 80 años, le faltaba poco y que pronto sería olvidado, en todo caso recordado como “un chico majo”. No, Juan, no, volvamos a Garcilaso cuando aseguraba que “aquel sonido hará parar las aguas del olvido”, y así será contigo.

Ver a Juan Diego en la pequeña pantalla del televisor en blanco y negro significaba comprobar el crecimiento, Estudio 1 tras Estudio 1, de un joven intérprete que estaba buscando su lugar bajo el sol. Quien apareciera ante nuestros ojos como un actor algo dubitativo, mejoraba de programa en programa hasta convertirse en pieza fundamental de aquel espacio dramático que tan buen teatro llevó hasta millones de españoles. En obras de muy distinto calado, género y valía, Juan Diego fue transformándose en alguien de referencia por su capacidad de comunicación.

Llegó también la convulsa etapa de los estertores del franquismo, de la huelga de actores, donde Juan llevó la voz (¡otra vez la voz!) cantante junto a Concha Velasco, su pareja de entonces, desde Llegada de los dioses, de Buero Vallejo, en 1971. Esa voz que sobresalía en las asambleas de los teatros o en la sede del Sindicato del Espectáculo, en un paro creciente al que sumó la inmensa mayoría de las actrices y actores españoles de relieve. Habrá que hacer algún día un relato pormenorizado de aquella huelga -como tantas veces ha reclamado Tina Sainz-, que no podrá obviar la fuerza de las intervenciones de Juan Diego, quizá no muy elaboradas pero enormemente convincentes para cuantos, muchos, le escuchaban. La impronta del Partido Comunista, al que él pertenecía, y un evidente dominio escénico lograban milagros a la hora de convencer incluso a los más reticentes.

Dentro del campo cinematográfico, tres Goyas sobre nueve nominaciones logró Juan Diego a lo largo de su carrera: como Mejor Actor de Reparto por El rey pasmado, de Imanol Uribe, y París-Tombuctú, de Luis García Berlanga, y como Mejor Actor Protagonista por Vete de mí, en la que le dirigiera Víctor García León, hijo de sus amigos José Luis García Sánchez (el cineasta que más le dirigió) y Rosa León, papel por el que también obtuvo la Concha de Plata del Festival de San Sebastián. Lo cito no tanto por mencionar unos premios que seguro que se repiten en cuantos artículos se escriban sobre Juan, como para destacar que, desde una formación casi autodidacta, fue convenciendo a unos y a otros de que su labor era fundamental si se quería contar con un actor que traspasase la pantalla.

Sin desdeñar los ataques casi de ira con que abordaba lleno de razón algunas cuestiones, sobre todo políticas, Juan era una persona siempre sonriente, amable, cercana. Con una curiosa peculiaridad, nacida sin duda del continuo ejercicio de memoria que implica su profesión: recordaba sin dudar las caras de quien acudían a saludarle, o él iba hacia ellos, con el detalle de cuándo se habían visto la última vez y qué temas habían abordado. Era también una de sus facetas del seductor que siempre fue, encaminado tantas veces, sin embargo, a encarnar personajes negativos, ya fuera un inquisidor capuchino, un dictador, un padre pusilánime o un explotador cuyo ahorcamiento era siempre saludado por el aplauso del público de Los santos inocentes. Cuando a Juan le preguntaban por esa facilidad para interpretar a los “malos”, siempre decía que en esos momentos sacaba a relucir “al fascista que todos llevamos dentro”…

Con el fallecimiento de Juan Diego se ahonda en la incesante desaparición de una generación de actores y actrices que nos van dejando. Ellas y ellos han formado un “imaginario” con el que hemos sobrevivido miles y miles de espectadores a lo largo de muchos años. Sí, es ley de vida y esos espectadores también iremos diciendo adiós. Pero cuando un intérprete muere, se nos va siempre, y más en este caso, una voz irremplazable.


(Publicado en la edición digital de "El Cultural", 28 de abril de 2022).

Eterno Chaplin

 

La Filmoteca de València programa, hasta finales de mayo, un ciclo sobre Charles Chaplin realmente antológico en toda la extensión de la palabra. Bajo el acertado título de La vigencia de un genio, se podrán admirar sus obras fundamentales, entre ellas los 10 largometrajes que dirigió. Parece que lo sabemos todo del icono más representativo de la historia del cine y sobre el que más se ha escrito en todo el mundo, pero cada visionado de sus films nos ofrece cosas nuevas, elementos enriquecedores e inagotables. Intentaré acercarme a ellos, por orden cronológico, en tan solo unas líneas:

El chico (1921).- Tierno melodrama que acumula los hallazgos de Chaplin en sus anteriores cortometrajes, solo queda lastrado por unas oníricas e ingenuas secuencias finales a base de angelitos voladores.

Una mujer de París (1923).- Película adelantada a su tiempo en el tratamiento de las relaciones eróticas, le trajo no pocos problemas a su autor, que no aparece en ella salvo como figurante.

La quimera del oro (1925).- Una oda a la supervivencia, contiene las celebérrimas secuencias de la danza de los panecillos o la comida de una desvencijada bota para calmar el hambre.

El circo (1928).- El largometraje más desconocido de Chaplin supone un cálido homenaje al universo circense, al que se enorgullece en pertenecer. Por ello, doblemente recomendable.

Luces de la ciudad (1931).- Como Eisenstein o Murnau, se resistía Chaplin al cine sonoro que se imponía por doquier. Aceptó que a esta historia de amor le acompañase la música, con la inmortal La violetera, pero sin diálogos.

Tiempos modernos (1936).- ¿Quién no se acuerda de su protagonista metido en el engranaje de una máquina o poniéndose involuntariamente al frente de una manifestación obrera? De nuevo, Chaplin se adelantaba a su tiempo.

El gran dictador (1940).- En plena Guerra Mundial cuando el nazismo iba triunfando, Chaplin se atreve con una valiente parodia de Hitler, para llegar a un discurso final que ha quedado como manifiesto del pacifismo.

Monsieur Verdoux (1947).- Quizá la obra más desesperanzada y patética de Chaplin, en su retrato de un asesino en serie de ancianas, con la memoria reciente de millones de vidas sacrificadas por las armas.

Candilejas (1952).- Parábola sobre la transferencia vital entre generaciones, las del “clown” Calvero y la bailarina Terry, reunió en una secuencia mítica a Chaplin con Buster Keaton, a quienes muchos se esforzaron en enfrentar.

Un rey en Nueva York (1957).- Impedido por el maccarthysmo de regresar a Estados Unidos, Chaplin concibió esta meditada venganza en la que pone en solfa varios de los pilares básicos del capitalismo norteamericano.

La condesa de Hong Kong (1967).- Única película de Chaplin en color, revela un imposible deseo de aferrarse al pasado, seducido por la belleza de Sophia Loren y despidiéndose con su creación de un camarero más que titubeante.


(Publicado en "Turia" de Valencia, abril de 2022).


Una bofetada a los Oscar

 

Momento de la agresión de Will Smith a Chris Rock

Que se premie a una “feel good movie” (traducible por “película de buenos sentimientos”) no debería extrañarnos tanto en estos atribulados tiempos. Entre la pandemia y la invasión de Ucrania, además de tantos otros hechos negativos, que se opte por un film reconfortante entra en la dinámica social de una dura realidad. CODA, acrónimo en inglés de “Hijos de Adultos Sordos” y subtitulada en España como Los sonidos del silencio, se llevó el Oscar a la Mejor Película probablemente no por su valía cinematográfica, sino porque actúa como sencilla compensación a tantos momentos de angustia. Ya funcionaba así la película francesa en que se basa, La familia Bélier, de gran éxito dentro y fuera de su país. A veces desestimamos el papel “consolador” que siempre ha tenido el cine, sobre todo si se refiere a una comunidad discapacitada como la sorda, ante la que asumimos una quizá fácil, pero no menos intensa, “buena conciencia”. Esta ha sido la baza del segundo largometraje de la realizadora Siân Heder desde que se presentó y fue premiado en el Festival de Sundance del pasado año; también ocupa ya el escaso segundo lugar de “remakes” en lograr el Oscar principal.

Que debería haber sido para El poder del perro o Drive my Car, las dos obras fundamentales del pasado año, encierra pocas dudas. De las doce nominaciones de la primera, que tan solo haya quedado el galardón para la dirección de Jane Campion resulta absurdo porque se supone que no ha dirigido en el vacío, sino con un guion, unos actores y un equipo que también habrían merecido similar reconocimiento. En cuanto al film de Ryûsuke Hamaguchi, ha recibido la estatuilla a la Mejor Película Internacional, pero sin triunfar en el resto de las cuatro categorías en que estaba nominado.

Aunque, lamentablemente, lo que quedará de esta edición de los Oscar es la injustificable bofetada o puñetazo de Will Smith al cómico Chris Rock a consecuencia de un torpe chiste de este sobre la mujer del actor y su dolencia alopécica. Tampoco debería extrañarnos demasiado que un actor que ha hecho de la “violencia simpática” su seña de identidad tenga una reacción acorde con ella, pese a su intento de variar de trayectoria con la inane El método Williams, hecha para su lucimiento más que el de las dos hermanas tenistas y cuya única curiosidad para nosotros es el reconstruido duelo final de Venus Williams con Arantxa Sánchez Vicario.

Párrafo aparte merece el Oscar al Mejor Corto de Animación obtenido por Alberto Mielgo, español residente en Los Ángeles, por The Windshield Wiper, dado a conocer en la Quincena de Realizadores de Cannes y, aquí, por el Festival de Valladolid. Compuesto de breves e intensos momentos, El limpiaparabrisas se pregunta nada menos “qué es el amor”… Una “sociedad secreta”, concluye este muy valioso cortometraje, mientras suena la voz de Soko, tan sugerente como lo son todas sus imágenes.

Con el Oscar a "El limpiaparabrisas" como Mejor Cortometraje de Animación


(Publicado en "Turia" de Valencia, abril de 2022).