Festival viene de fiesta




En estos días, en sus fechas habituales de mayo, debía estar celebrándose el Festival de Cannes, el más importante de cuantos existen en el mundo. Y yo tendría el placer de ir mandándoles desde allí mi crónica diaria con lo más destacado de la jornada, igual que desde hace nueve años. Pero en este fatídico 2020 no ha sido así, nada puede ser tal y como estaba previsto. Cannes no va a celebrarse, por más que su director, Thierry Frémaux, se niegue todavía a admitirlo. Todo se limitará a dar a conocer un listado de en torno a 50 películas que se habrían proyectado dentro de la llamada Selección Oficial, que agrupa la Competición, las Fuera de Concurso, las Sesiones Especiales y la muestra Un Certain Regard. Películas que podrán incluir en su promoción el marchamo de “Selección de Cannes 2020”, mientras que otras ya han anunciado su decisión de esperar a la edición del próximo año, caso de las últimas de Nanni Moretti, Léos Carax o Paul Verhoeven, o participar en Venecia, Toronto o San Sebastián, si es que llegan a tiempo de abrir sus puertas.

¿Qué va a suceder, entonces, con el resto de los Festivales de este año? ¿Qué camino van a elegir si la situación sanitaria no permite la celebración presencial como de costumbre, o limitada a proporciones reducidas o incluso muy reducidas? ¿Habrá que suspenderlos; o, si no, hacerlos “on line”, según se propugna a menudo, para ver en ordenadores las películas seleccionadas? Ya hay muestras de cortometrajes que así se vienen realizando, lo acaba de llevar a cabo el D’A de Barcelona y hasta el propio Cannes desarrollará de esta forma su Marché du Film, del 22 al 26 de junio. Pero no es lo mismo un Festival que un Mercado, donde la relación se establece entre un vendedor y un comprador, que –tras conocer el título ofrecido mediante un “link” debidamente codificado– negocian de pantalla a pantalla más o menos igual que tomándose un café en persona.


No, un Festival es otra cosa bastante más compleja, donde la presencia humana me parece esencial. Una presencia que se extiende desde los cineastas que presentan sus obras hasta los espectadores que las disfrutan, pasando por una serie de profesionales del mundo del cine y de la prensa que las ven para adquirirlas o para hablar sobre ellas. Festival viene de fiesta, y eso puede entenderse como alfombra roja, cócteles y “photocalls”, pero lo verdaderamente definitorio es lo que la palabra engloba de espíritu comunitario, de participación social. Lo básico es la relación que surge entre las películas con los espectadores, entre una gran pantalla con la imagen y el sonido adecuados y una platea que asiste con atención a lo que un haz de luz nos propone en la penumbra. En otras palabras, es el espíritu de comunidad el que prevalece, la presencia del público es el alma de la celebración.

Proyección del Festival de Locarno en la Grand Place

¿Necesariamente esto ha de ser así? Tal como entiendo –y entendemos muchos– un Festival, creo que sí, y no por conservadurismo o anclarse en lo establecido. Aunque también es verdad que en circunstancias excepcionales como las actuales hay que ser inventivos, arriesgados y recurrir a cuanto sea posible para salvaguardar un certamen. Y ese camino viene del lado de lo “on line”, del consumo por ordenador de las producciones artísticas. Digo más, algunas de estas aportaciones virtuales pueden haber venido para quedarse, para integrarse en unos esquemas de programación donde tengan protagonismo, ya sea en las presentaciones de las películas o debates sobre ellas, en “master class” o en ciclos con determinados tipos de cine.

Pero, por el contrario, no entiendo una Sección Oficial, con los títulos nuevos de cada temporada, para ser vista a golpe de “click” en un ordenador sin la respuesta colectiva que precisan para conocer su dimensión. Incluso la comercial, porque los Festivales constituyen el inicio de una carrera en la que están comprometidos todos los sectores cinematográficos, Producción, Distribución y Exhibición, que necesitan el refrendo a favor o en contra, o solo informativo, de los medios de comunicación. Además de que, en otro orden de cosas, los visionados “on line” plantean problemas con los derechos de las películas, los de autor y los industriales, lo mismo que consolidan el dominio de las todopoderosas plataformas en detrimento de unas salas que hoy están pasando por extremos de mera supervivencia.

Interior del Teatro Calderón, sede central de la Semana de Valladolid

Que haya en el mundo Festivales propiamente dichos, de carácter presencial y alma pública, va a depender, por supuesto, de la evolución de la pandemia en los diversos países. ¿Y en Valladolid, se preguntarán ustedes, que es lo que más cerca les cae? Pues lógicamente son sus responsables, empezando por Javier Angulo, los que tienen que dar la respuesta. Pero si me permiten mi opinión, aunque sea al 50% del aforo del Calderón, el Carrión, el Zorrilla o los Broadway (esperemos que, cuando menos, se haya llegado a ese porcentaje en octubre) y con cuantas precauciones sanitarias y de distancia sean precisas, la fiesta que significa la Semana necesita respirar con ese público que siempre ha sido su última razón de ser. No soy capaz de concebirla sin espectadores que disfruten, rían, lloren o incluso pataleen…

(Publicado en "El Norte de Castilla", de Valladolid, 20 de mayo de 2020).

María Forteza toma la palabra





Es, hasta ahora, la historia cinematográfica del confinamiento. Una bonita historia, que surgió al incluir Filmoteca Española en su oferta virtual “El Doré en casa” un cortometraje documental sonoro titulado Mallorca, que recoge imágenes de la isla al ritmo de la barcarola que Isaac Albéniz compuso en 1890 y con una voz en “off” encomiástica. Pero la dimensión de la película no viene dada por su convencional contenido a lo largo de casi ocho minutos, sino por estar firmada por una mujer, María Forteza, de la que poco o nada se sabía. Al estar rodada, según diversos indicios, al comienzo de la década de los 30, ella se convertía así en la primera directora del cine sonoro español, por delante de Rosario Pi, cuyo El Gato Montés data de 1935.

La noticia corrió como la pólvora, incluso “traspasando fronteras”, pues medios tan relevantes como el británico “The Guardian” se hicieron eco. La presentación que de Mallorca hizo Cristina Andreu, Presidenta de CIMA (la Asociación de Mujeres Cineastas), en el citado espacio virtual, realzaba la significación del descubrimiento, que se produjo al digitalizar un depósito entregado a Filmoteca Española en 1982 y que no fue verificado en su momento. Con gran celeridad, la periodista Laura Jurado ha ido publicando en la web “Industrias del Cine” varios reportajes sobre la personalidad de María Forteza y su entorno, sobre todo su marido Ramón Úbeda.


Los títulos de crédito de Mallorca son inequívocos: la dirección le corresponde a ella, mientras que él aparece como responsable de la producción y el sonido, que era su especialidad hasta el punto de haber inventado un sistema de grabación sonora. Por tanto, no es María Forteza su ayudante, o quien solo efectuase la localización de los diversos escenarios del documental, como –con un cierto machismo histórico– se han apresurado a aventurar medios archivísticos mallorquines.

María Forteza, con su marido, Ramón Úbeda, y la hija de ambos, Marita

No, todo indica que fue la responsable máxima del corto, después de una amplia carrera ¡como cupletista! desde 1924 y que fue derivando hacia el cine. María, de origen judío, y Ramón fundaron también un pequeño estudio de doblaje en Barcelona antes de la Guerra Civil, que les fue incautado a su término, por lo que decidieron marchar a Lisboa, donde él se ganó la vida como sonidista antes de emigrar a Brasil y Argentina en 1951. Pero ya para entonces la pareja se había separado y María volvió a Mallorca con la hija de ambos, Marita. Después, Ramón regresaría a Barcelona, pero enfermo y arruinado, hasta el punto de que, menciona Jurado, su entierro a principios de los 70 tuvo que ser pagado por un amigo… Finalizaba así la historia de una singular pareja, de la que ella emerge ahora como pionera del cine sonoro español.

(Publicado en "Turia" de Valencia, mayo de 2020).

La epidemia, según Von Trier


Siempre que estos días se hace recopilación de películas sobre epidemias, salen a colación Contagio, de Steven Soderbergh; Estallido, de Wolfgang Petersen; 28 días después, de Danny Boyle, o Tren a Busan, de Yeon Sang-ho. Pero nadie parece acordarse de un título muy significativo, Epidemic, de Lars Von Trier, segundo largometraje del cineasta danés, realizado en 1987 como pieza central de su llamada “Trilogía europea”, iniciada por El elemento del crimen tres años antes y concluida en el 91 precisamente con Europa, que supuso el reconocimiento internacional de su autor.


Nunca estrenada comercialmente en España (quizá de ahí su no inclusión en esas listas), Epidemic es una película dentro de otra película, lo que hoy –poniéndonos bastante pedantes– llamaríamos un ejercicio de metalenguaje fílmico. Dos guionistas, el propio Von Trier y su colaborador habitual de entonces en ese terreno, Niels Vorsel, escriben a toda prisa para llegar al compromiso que tienen con su productor. Y se les ocurre hacerlo sobre una epidemia que se transmite básicamente por el agua, pero que desea ser ocultada por unos poderes médicos y políticos contra los que lucha el doctor Mesmer, interpretado también por Von Trier. Una historia que seguimos de forma paralela a la de la redacción del guion, filmadas ambas en blanco y negro, aunque la “real” en 16 milímetros con un grano fotográfico muy acusado, y en 35 milímetros la de “ficción”. Ambos relatos acaban confluyendo de manera inevitable cuando la epidemia ya llega a contagiar a uno de los mismos guionistas que la estaban ideando.

Epidemic se presentó en su día, mayo de 1987, dentro de Un Certain Regard, la sección paralela del Festival de Cannes donde tuve ocasión de verla. No es precisamente una de las mejores obras del autor de Rompiendo las olas, Bailar en la oscuridad o Melancolía, pero sí contiene algunos de sus signos de identidad. Sobre todo, la búsqueda de imágenes fuertes o insólitas, como la de Von Trier colgado de un helicóptero portando una bandera de la Cruz Roja para divulgar la existencia de la epidemia, la de una mujer encerrada en un ataúd que pugna por salir de él o toda la larguísima secuencia final, donde un hipnotizador lleva a su “víctima” a un trance devastador que termina con un doble suicidio y la evidencia de la extensión del contagio.

"Epidemic": La mujer encerrada en el ataúd

Puro Von Trier, por tanto, aunque todavía un tanto anárquico y necesitado de controlar su propios recursos expresivos. Del estilo de la “boutade” de colocar sobre todas las imágenes de Epidemic el título de la película en caracteres grandes y con un sello a la manera de “copyright”. Algo que, en aquel Cannes de finales de los 80, hizo correr ríos de tinta…

(Publicado en "Turia" de Valencia, mayo de 2020).