La realidad vuelve al galope

 

"Zurbarán y sus doce hijos", de Arantxa Aguirre

Hay una famosa frase, atribuida al banquero y filántropo francés Edmond de Rothschild, “Chassez le naturel, il revient au galop!”, que viene a señalar que no puede anularse aquello que surge de forma natural. Pues lo mismo sucede con los documentales en el mundo del cine: por más que pasen por momentos de olvido y decadencia, siempre acaban por resurgir, porque forman parte intrínseca de su naturaleza. Al fin y al cabo, la primera pieza fílmica fue un documental de 46 segundos, Salida de los obreros de la fábrica, aunque investigaciones todavía recientes han descubierto que esas imágenes que se tenían por espontáneas habían sido ensayadas varias veces por los hermanos Lumière. Ofreciendo así una de las claves del documental, que casi nunca es solo situar la cámara ante algo real que tenga enfrente –como hace un reportaje–, sino que precisa de una puesta en escena a menudo muy elaborada.

"Cartas mojadas", de Paula Palacios

Viene esto a cuento con motivo del importante auge que está viviendo el documental en nuestro país. De las 156 películas inscritas para optar a los Premios Goya de este año, 72 son documentales (muchos de ellos, dirigidos por mujeres), 17 más que en 2019 y solo 12 por debajo de los 84 films de ficción, 7 menos que en la temporada precedente. Los hay para todos los gustos y con tendencias y estilos diversos, aunque con una calidad media muy estimable. De hecho, una de las características fundamentales del cine español de los últimos años ha sido el incremento de la valía estética de los documentales, con una elaboración mucho más exigente y sólida que en tiempos anteriores. Y, lo que es más importante, están atrayendo de forma creciente a un público joven, quizá saturado de la ficción por el consumo incesante de series o necesitado de conectar con realidades que no les llegan por otros medios. Todavía en circuitos de exhibición con pocas sesiones o alternativos, sí, pero que denotan un interés antes inexistente.

"My Mexican Bretzel", de Nuria Giménez Lorang

La verdad es que contamos con excelentes documentales sobre aspectos muy diferentes de la realidad. Los hay que abordan figuras históricas y de nuestra cultura como Zurbarán y sus doce hijos, Antonio Machado. Los días azules, Palabras para un fin del mundo, Anatomía de un dandy (sobre Unamuno y Umbral, respectivamente) o El siglo de Galdós. O se refieren a circunstancias duras y relevantes de la vida española, caso de Bajo el silencio (ETA) y El año del Descubrimiento (Cartagena). O se centran en temáticas transversales, las oleadas de emigrantes en Cartas mojadas y el feminismo en Rol&Rol, o poseen un cierto carácter experimental, que encontramos en My Mexican Bretzel y Dear Werner; sin olvidar las bellezas naturales en las que se adentra Dehesa. Un panorama ciertamente espléndido para disfrutar estas Navidades, que les deseo felices, dentro de lo que cabe, claro…


(Publicado en "Turia", de Valencia, diciembre de 2020).

Lo berlanguiano

 

Luis García Berlanga (1921-2010)

Ya no hace falta poner comillas cuando adjetivemos algo como berlanguiano. Por fin, la Academia de la Lengua lo ha admitido y figurará en su nuevo Diccionario, con lo que ello supone de consagración de una palabra. Lo pidió expresamente José Luis Borau en su discurso de ingreso en la RAE, titulado “El cine en nuestro lenguaje” y que pronunciase el 16 de noviembre de 2008: “Cada vez oímos con mayor frecuencia describir a un  personaje o una situación de la vida real como fellinianos, buñuelescos o berlanguianos. Término este último que, dicho sea de paso, bien cabría incorporar al Diccionario de la Lengua española, cual homenaje debido a quien nos ha proporcionado una visión agridulce y conmovedora de nosotros mismos, además de ser, de puertas adentro, nuestro primer creador cinematográfico”. Y ahora, nada menos que doce años después, lo recoge la RAE que, en una segunda acepción del término, le da luz verde para aquello “que tiene rasgos característicos de la obra de Luis García Berlanga”, poniendo como ejemplo de su posible empleo “una situación berlanguiana”.

"Plácido" (1961)

¿Cuáles son esos rasgos? Los señores académicos no los definen, aunque alguno de ellos como Gutiérrez Aragón bien podría haberlos concretado. Digamos que son una cierta mezcla de caos y esperpento, de múltiples personajes actuando de forma aparentemente coral pero sin comunicarse entre ellos, de comportamientos que llaman al sonrojo y a la vergüenza ajena. Teñido todo ello por un sentido del humor y de la sátira que deja hueco a la ternura, más presente en el primer Berlanga y menos a partir de que Rafael Azcona comenzase a trabajar con él. Lo berlanguiano y lo “azconiano” (todavía entre comillas) se funden entonces en una síntesis que da origen a auténticas obras maestras como Plácido y El verdugo. Una simbiosis excepcional, única en la historia del cine español.

"El verdugo" (1963)

Aunque en los últimos años de su vida, y debido en buena parte a sus coqueteos con el poder autonómico valenciano que darían origen al costosísimo disparate de la Ciudad de la Luz, Berlanga fue “recuperado” de forma oportunista por la derecha, su obra le aleja de cualquier aproximación conservadora. Todo lo contrario, es una y otra vez la imagen de un país confuso y contradictorio, dominado por el absurdo y donde chapotea un océano de perdedores, a cada cual más enfangado en su pequeño mundo. No hay en su cine resquicio de conformismo, sino ácida visión de una sociedad que engulle a sus habitantes mientras les hace creer que sus sueños son realizables. Y que cuando se dan cuenta de que no, de que han sido víctimas de un inmenso engaño, ya resulta demasiado tarde. Lo berlanguiano es, así, un espejo donde contemplar nuestra propia realidad.


(Publicado en "Turia" de Valencia, diciembre de 2020).