Era de esas personas que estando en un grupo, por numeroso
que fuera, acababa llevando la voz cantante, todas las conversaciones se centraban
en él porque dominaba los temas más dispares y sabía encandilar a cuantos le
escuchaban. Así era Claudio Guerín, que solía añadir su segundo apellido, Hill,
de origen británico; así era en su relación con los demás, que quedaba bañada por
su acento andaluz y por sus ojos azules, cubiertos a menudo por unas gafas
oscuras que quizá le distanciaban de su interlocutor y propiciaban esa imagen de
frialdad con que a menudo se le caracterizaba, una imagen que él rebatía con
fuerza.
Destilaba Claudio inteligencia y sensibilidad, también un mar
de dudas e incluso angustias que mantenía casi ocultas, hasta el punto de que
en la introducción a la entrevista que Diego Galán y yo le hicimos para “Triunfo”
en febrero de 1972 confesábamos que “hallar
una persona con la que poder establecer una comunicación intelectualmente
importante, que te enriquezca y te haga replantear montones de cosas, no es por
desgracia algo habitual. Nos hemos encontrado con un hombre reflexivo, sereno,
lúcido, abierto a un diálogo que superaba a cada instante los datos más
puramente circunstanciales de nuestra conversación”. Hablamos de lo divino
y humano en aquella ocasión, como lo seguiríamos haciendo otras veces, muchas de
ellas en compañía de los miembros del grupo andaluz que llegaron a Televisión
Española en tiempos muy difíciles y restrictivos. Josefina Molina, José Manuel
Fernández, Romualdo Molina, Carlos Gortari, Alfonso Eduardo, además de Claudio
Guerín, habían “asaltado” con su talento Prado del Rey, rompiendo con un
oficialismo contra el que lucharon con denuedo, sobre todo en la Segunda
Cadena, el UHF como se decía entonces, bajo los auspicios de Salvador Pons, su director
y posteriormente Jefe de Programas de la Primera.
Después de Ricardo III,
llegarían El mito de Fausto, El portero, El cepillo de dientes, La
última cinta, La parábola del Homo Maximus,
Acreedores, Hamlet (otro éxito muy resonante, ya para Estudio 1, en la Primera
Cadena) y Retablo de la mocedad del Cid,
todas ellas entre 1967 y 1971, tan solo cinco años pero con un ritmo intensísimo
de grabaciones. Lo que le convirtió en el “hombre de moda” dentro de Prado del
Rey, el realizador joven de mayor prestigio, sobre todo para la crítica
especializada y los telespectadores más exigentes. Aunque también esa adquirida
relevancia despertaba envidias varias dentro de un sector tan competitivo,
cuyos integrantes siempre debían vencer dificultades mil entre los despachos de
los jefes televisivos.
De entre todos los títulos citados, fijémonos un momento en La última cinta, la obra que ha
rescatado Filmoteca Española para ofrecerla, más de medio siglo después, al
público actual. Son solo 53 minutos para recrear la obra de Samuel Beckett y
con el intérprete perfecto para ella, Fernando Fernán-Gómez. Verla hoy supone
un regalo, tanto por contemplar al grandísimo actor en su monólogo como por la
forma en que Claudio Guerín la lleva a imágenes, con la puesta en escena que
acreditaría en sus sucesivas realizaciones, a base de envolventes movimientos
de cámara, con frecuencia subida a una grúa, planificación muy variada y, en
definitiva, una elegancia de estilo muy personal. Con el atractivo suplementario
de comprobar la dialéctica desplegada entre realizador e interprete, capítulo de
la dirección de actores en el que Claudio confesaba haber ido “aprendiendo”
sobre la marcha, con la exigencia que implicaba, además, estar al nivel de un
Fernán-Gómez. También la labor de Mariano Ruiz-Capillas en la iluminación y de
Jaime Queralt en los decorados contribuirían decisivamente al feliz resultado de
La última cinta. Que, vista ahora,
contiene un dato curioso: realizada en 1969, sin embargo cuando el
protagonista, Krapp, escucha en la radio las campanadas de la Puerta del Sol,
se da la bienvenida y se desea lo mejor ¡para 1975!, justo el año en que Franco
va a morir…
Se verá que insisto en la trayectoria televisiva de Claudio
Guerín por encima de su faceta cinematográfica, como ya hizo Rafael Utrera en
su imprescindible libro sobre él, que publicase la Universidad de Sevilla en
1991. Y es que contra lo que pudiera parecer lógico, su personalidad se reveló
con mayor precisión y nitidez en sus adaptaciones de Shakespeare, Goethe, Strindberg,
Pinter o el propio Beckett que en sus películas. Algo más en su episodio de Los desafíos (1969), pero no desde luego
en La casa de las palomas, de dos
años después, o en La campana del
infierno, que rodó pero no llegó a montar. Fueron trabajos de encargo
dentro de un camino por el que Claudio optó: conseguir un marchamo de
profesionalidad dentro de la industria para, a partir de ahí, poder llevar a
cabo obras más personales, justo lo contrario de lo elegido por casi todos sus
compañeros de la EOC. Seguía así el modelo de determinados cineastas
norteamericanos a quienes valoró positivamente siempre, tanto en su etapa cineclubista
como al ejercer la crítica en “Nuestro Cine”, haciendo gala de un equilibrio
entre Hollywood y el cine europeo nada fácil en un medio tan volcado hacia el
realismo crítico.
Pero le faltó tiempo para llegar al “cine de autor”… La vida
de Claudio Guerín Hill se truncó con tan solo 34 años, en el último día de filmación
de La campana del infierno. Nunca
sabremos hasta dónde habría llegado en la pantalla grande, pero a tenor de lo
logrado en la pequeña las perspectivas a largo plazo eran óptimas. Cuando por
fin hubiera accedido a crear “obras que
mostraran la tensión entre la razón y la pasión, tensión que constituye el
meollo de las grandes obras”, en acertadas palabras de Manuel Gutiérrez
Aragón. Esa duplicidad suya que también se manifestaba en una personalidad atractiva
y seductora, pero siempre con un halo de cierto misterio rodeando su penetrante
mirada.
(Artículo escrito para Filmoteca Española con motivo de la inclusión de "La última cinta" en su canal "Flores en la sombra", de Vimeo, abril de 2021).
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