"Siete años de mala suerte"


(Texto de la presentación de la película "Siete años de mala suerte", realizada por Max Linder en 1921, dentro del Ciclo "Cine Mudo: La comedia cinematográfica", coordinado por Román Gubern, que tuvo lugar el 8 de noviembre de 2013 en el salón de actos de la sede de la Fundación March en Madrid, entidad organizadora de la muestra. Los números en rojo y entre paréntesis corresponden al momento en que se introducían imágenes alusivas a este texto).


Buenas tardes y bienvenidos a la proyección de “Siete años de mala suerte”, de Max Linder (1), película que ustedes van a tener la “buena suerte” de ver hoy. Perdón por el fácil juego de palabras…

Lo primero, deseo agradecer a Lucía Franco, Directora del Programa de Conferencias de la Fundación Juan March, que me haya invitado a hablarles de una de las obras decisivas del cine cómico de la etapa muda, dentro del ciclo dedicado a este género del llamado “periodo silente”.

“En el principio era la comedia”…, decía Eduardo Rodríguez Merchán el mes pasado, en la presentación de “La muñeca” con que se inició este ciclo. Efectivamente fue así. Junto a breves documentales, en los que el público podía asistir al insólito espectáculo de ver trenes acercándose a la pantalla, ceremonias a las que no tenía acceso, desfiles militares o tierras exóticas, fue lo cómico lo primero que atrajo hacia el cinematógrafo al ciudadano de finales del siglo XIX y principios del XX. Conviene recordar que el cine fue, antes que nada, un espectáculo de barraca de feria, al que se iba a conocer cosas y, sobre todo, a divertirse. Y así, una de las primeras peliculitas consistió simplemente en un “gag”, ingenuo a más no poder: el de “El regador regado” (2), cuando un niño pisa la manguera de un jardinero que, extrañado ante la falta de agua, mira por su embocadura; el crío levanta el pie y la cara del regador queda bañada por el agua de la manguera…

A partir de ahí, se vio que el cine cómico motivaba cada vez más la delicia de los espectadores. Surgen por todas partes actores (pocas actrices todavía), especialmente en Francia, que desean hacer reír al público apoyándose en tradiciones como las del “clown” circense, el mimo o el vodevil, muchas veces respaldados por tradiciones como la de la “comedia dell’arte”. Son caricatos que recurren a las técnicas más elementales para lograr su objetivo, ya sea con gestos exagerados, caídas, contorsiones o tartas de crema arrojadas a la cara. No hay una calidad específica en su trabajo desde el punto de vista interpretativo.

Pero, con el paso de los años, las barracas de feria van decayendo en su atractivo y, sumado a la crisis económica y social que vive Francia en 1907, principal país productor, los espectadores disminuyen paulatinamente. Se necesitan recambios, más elaborados, más cultos, más refinados, y surge el “Film d’art”, basado casi siempre en obras teatrales de signo dramático o en reconstruir sucesos como la vida de Cristo, hecho por el que esta tendencia muestra una especial atracción. Grandes actrices como Sarah Bernhardt (3), que siempre había despreciado al cine (“Un artista de talento estropea sus dones en el cinematógrafo”, había mantenido) no duda entonces en ponerse ante la cámara para registrar uno de sus grandes éxitos escénicos, la Margarita Gautier de “La dama de las camelias”, pero cuando se ve en la pantalla sufre un profundo desmayo… Quizá no tan profundo como el que experimentaría al comprobar que otra “diva”, la italiana Francesca Bertini, estaba mucho mejor que ella en idéntico papel y que triunfaba con otra versión cinematográfica de la misma obra…

Paralelamente al éxito del “Film d’art” y aprovechándose de él, al tiempo que cuida la cantera de actores cómicos, surge la productora francesa Pathé, que va a marcar toda una época. Creada por Charles Pathé en 1900 (4) y apoyada por su hermano Emile (por lo que la empresa va a llevar inicialmente el nombre de Pathé Frères), se convierte en poco tiempo en un auténtico emporio, que cubre también las ramas de distribución y exhibición. De hecho, es la primera multinacional de la historia del cine, antes que las norteamericanas, y posee delegaciones en países de medio mundo, entre ellos España, con una potencia comercial extraordinaria. Por cierto que, destacando sobremanera entre su amplísimo personal, destaca enseguida el aragonés Segundo de Chomón (5), responsable del departamento de trucajes de Pathé, a quien se ha denominado con justicia “el Méliès español”, y cuya obra más relevante es “El hotel eléctrico”, de 1905, que tienen ustedes en pantalla junto a la imagen del atractivo turolense.

Allí, en las filas de Pathé, a donde llega con poco más de veinte años, es donde comenzará su andadura Max Linder. De nombre auténtico Gabriel-Maximilien Leuvielle, nacido en Saint-Loubes (región de La Gironde) el 16 de diciembre de 1883, estudió durante dos años en el Conservatorio de Burdeos y, al no encontrar plaza en el de París (a donde se había trasladado en 1904), comienza a hacer papeles cómicos en el Teatro del Ambigú. En él le ve Charles Pathé, quien tras una representación le envía este telegrama: “Señor, le he estado observando. En sus ojos hay una fortuna. Venga y actúe delante de mis cámaras. Le ayudaré a ganarla”. Dicho y hecho. Charles Pathé estaba buscando un recambio para André Deed (6), que con su personaje de Boireau (traducido en España y Latinoamérica como Toribio o Sánchez) lograse grandes éxitos pero que había cambiado de compañía productora. Max Linder viene así a reemplazarle, primero con pequeñas intervenciones y posteriormente con su personaje ya elaborado. Hay en él una obsesión por distanciarse tanto de André Deed como de otro actor muy popular, Prince-Rigadin (Salustiano en España) (7), y de tantos otros que seguían con los fáciles y ya gastados modelos payasescos. Primero con películas muy cortas, y luego de mayor duración, crea su personaje de Max.

Porque, ante todo, Max Línder conforma desde 1910 un personaje (8): atildado, sonriente por lo general, de buena sociedad, mundano, quiere representar al “dandy” o al “calavera” de la “Belle Epoque” parisina, con su vaguería, su cinismo, sus deseos de juerga y “ligue” (“flirtear”, se llamaba entonces), su atracción por las mujeres, el odio o el recelo que despierta entre las madres o los padres de ellas… El sombrero de copa, el habitual chaqué con pantalón rayado, sus botines de marca (que, por cierto, lleva con alzas, dada su baja estatura), su bastón con puño dorado, resultan consustanciales al personaje de Max, que se impone mundialmente. Más de ciento sesenta películas, la mayoría de breve duración (de las que solo se conservan unas treinta), son interpretadas y habitualmente escritas y dirigidas por él, con el nombre de Max figurando siempre en el título. Citemos, como simple ejemplo entre tantísimas, “Max pedicuro”, realizada en 1914 (9), donde él se está declarando de rodillas a una joven cuando en la casa aparece el padre de ella. Temiendo su ira por tal galanteo, Max finge que es el pedicuro de la muchacha y que la está atendiendo. Ni corto ni perezoso, el padre le pide que también le atienda a él, y así tiene que hacerlo Max para salvar una situación tan comprometida…

Como decía, el éxito se produce no solo en Francia sino en todo el mundo. Max Linder lo aprovecha para hacer espectáculos en persona, interpretando números cómicos, por diversas ciudades del mundo. De esa gira, dos logran un especial clamor: en Barcelona, donde es recibido –según las crónicas de la época– por más de diez mil personas, y en San Petersburgo, cuyas calles recorre, acompañado por la multitud, en un vehículo especialmente preparado para combatir el intenso frío reinante. También gracias a esa popularidad, Max Linder consigue de Pathé ser el actor mejor pagado de la época, con un contrato anual en 1912 de un millón de francos oro de la época. Situación de primerísima figura mundial que no variaría hasta la consolidación de Charles Chaplin…

Mucho se ha hablado de la influencia de Max Linder sobre Chaplin, exagerada en ocasiones por el habitual chovinismo francés. Pero es cierto que, al dedicarle una fotografía, Chaplin escribe: “Al único Max, el maestro, de su alumno, Charles Chaplin” (10). Pero también es cierto que Chaplin, nunca demasiado generoso en el terreno personal, ni siquiera le cita en su autobiografía… Pero de lo que no cabe duda es de que Chaplin se inspira en Linder al crear el personaje de Charlot, pero justamente para “darle la vuelta”. Si se fijan, donde en Linder hay un sombrero de copa, en Chaplin, un raído bombín; en vez de un atildado chaqué, una chaqueta y un pantalón demasiado anchos y usados; en lugar de unos botines lustrosos, unos viejos zapatos excesivamente grandes; incluso sustituyendo a un sereno bigote, otro que se mueve sin parar… Lo que distancia, en definitiva, a un “gentleman” de un pobre “hombre de la calle”. Charlot es la contrafigura de Max, su contratipo, el total y muy elaborado reverso de un personaje. Lo que conduce a otro tipo de humor distinto, donde los sentimientos vienen a jugar, por ejemplo, un papel plenamente opuesto.

Al tiempo que Chaplin, una ola creciente se va imponiendo en el cine cómico mundial: la que personifica en Estados Unidos el canadiense Mack Sennett y sus vertiginosas “Keystone Comedies”, con “gags” continuos, ritmo incesante, persecuciones desenfrenadas y plagadas de atractivas chicas (las “Bathing Beauties”) (11). El cetro del cine cómico se traslada entonces a Norteamérica, de donde ya no se moverá, cambio de ruta derivado también de la Guerra Mundial que destroza Europa entre 1914 y 1918. Max Linder participa en ella, de una manera sobre la que hay muchas versiones. La más acreditada asegura que, debido a su consustancial mala salud, proclive siempre a la neurastenia, fue movilizado solo como conductor, participó como tal en la célebre batalla del Marne y, en su transcurso, pasó una noche entera escondido en agua helada, lo que le causó una neumonía, por la que se le dio de baja. Y estando restableciéndose en un hospital militar, le llegó la oferta de trabajar en Estados Unidos: la productora Essanay estaba buscando un sustituto precisamente para Chaplin, que había firmado por una compañía rival, y fue a fijarse en quien este había considerado su “maestro”.

No fue buena esta primera experiencia de Max Linder en Estados Unidos, a lo largo de 1917, cuando rodó tres cortometrajes de escasa repercusión, porque no hubo entendimiento (incluso idiomático) entre ambas partes y porque la moda de las “Keystone Comedies” y Charlot podían con todo. Linder regresó a Francia con un sentido de fracaso, pasó un par de años de inactividad, se internó de nuevo, ahora en un hospital suizo, y reinició después una breve carrera en su país, donde destaca en 1919 el primer largometraje de su filmografía y del cine cómico francés, “Le Petit Café”, aunque no fuera dirigido por él, sino por Raymond Bernard.

Pero Linder tenía clavada la “espinita” norteamericana, y allí regresa en 1920 para hacer, contratado por la United Artists pero con producción ejecutiva propia, sus tres películas fundamentales. Primero, al año siguiente, la sarcástica “Be My Wife” (12), que en países de habla hispana llevó el tremendo título de “Peor que una suegra”. Después, “Siete años de mala suerte”, en la que nos detendremos enseguida; y en 1922, “El estrecho mosquetero” (13) (imposible traducción de “L’etroit mousquetaire” original, en el que se juega con una pronunciación casi igual a la del nombre de la novela de Dumas y la película de Douglas Fairbanks); en realidad, era una divertida parodia de esta última, jugando a despropósitos anacrónicos como que aparecieran en la acción revólveres, teléfonos, máquinas de escribir o motos.

(14) Vayamos, entonces, a “Siete años de mala suerte” (ya conocen ustedes la superstición que le da título). Como no quiero “fastidiarles” la película, no les voy a contar nada de ella. Valga con decir que contiene las más típicas, celebradas y mejores características del personaje de Max creado por Linder, ya comentadas anteriormente (aunque la acción se traslade a un contexto norteamericano en lugar de francés), y que para la mayoría –entre los que me encuentro– es la obra maestra del cómico galo. Solo deseo llamarles la atención sobre la famosa secuencia del espejo (15), imitada posteriormente en numerosos “sketchs” y diversas películas, entre ellas “Sopa de ganso”, de los Hermanos Marx; el baile con la criada de la novia (16) y las escenas que tienen como escenario la estación del tren (17). Pero hay muchas más situaciones con las que ustedes van a disfrutar... Porque otro de los signos característicos de Max Linder, además de la creación antes citada de un personaje propio, es la de cultivar como pocos lo que podríamos llamar "humor de situación"; es decir, no el chispazo inmediato de un "gag" aislado, sino el desarrollo de toda una situación que provoca la diversión del espectador. Un paso adelante, por tanto, más elaborado y consciente en el terreno de la comedia cinematográfica.

De nuevo consagrado como una figura después de sus tres largometrajes norteamericanos, Max Linder regresa a Francia, donde rueda con el gran Abel Gance en 1923 una parodia de los films con casas embrujadas: “Au secours!”, llamada entre nosotros “El castillo de los fantasmas”; y en Austria, al siguiente año, “Die Zirkuskönig”, que significa “El rey del circo” pero que en España se conoció como “Domador por amor” (¡es tremendo lo de los títulos españoles de la época!) (18).

Hasta que llega la fatídica noche del 30 de octubre de 1925. Fatídica porque, tras un viaje a Suiza, Max Linder y su mujer Hélène Peters, con la que había contraído matrimonio dos años antes y que era mucho más joven que él, se suicidan en un hotel de París (19). Las frecuentes depresiones nerviosas de Linder, su neurastenia, su consumo de ciertas drogas, parece que motivaron tan terrible final. Corrieron miles de rumores sobre el hecho, incluso que él la había matado a ella en un infundado ataque de celos, antes de abrirse las venas en una bañera… Lo cierto es que, tan solo con 42 años, Max Linder fallecía en un momento de nuevo álgido en su trayectoria. El destino trágico de numerosos actores cómicos se veía así consumado una vez más.

También como les sucedió a muchos otros cómicos de su generación, con la llegada del sonoro sobrevino el olvido mayoritario del nombre de Max Linder. Solo la gran dedicación de su hija Maud (20) logró revertirlo. Especialmente, a través de dos películas realizadas a manera de antología: “En compañía de Max Linder”, en 1963; y “El hombre del sombrero de seda”, de veinte años después, (21) donde, con enorme cariño y entrega, recogía los mejores momentos del cine de su padre. Como los que ustedes van a tener ocasión de disfrutar esta noche viendo “Siete años de mala suerte”. (22)

Muchas gracias por su atención.







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