La Unesco designa determinadas experiencias culturales como
“Patrimonio Inmaterial de la Humanidad”. No diré yo tanto de la Semana
Internacional de Cine de Valladolid, porque hablar de “la Humanidad” es mucho
hablar, pero sí considero al Festival como “patrimonio inmaterial” de toda una
ciudad y de las diversas generaciones que la han ido habitando, así como
también de multitud de cinéfilos de todo nuestro país, que o bien han acudido a
ella personalmente o han estado muy atentos a su celebración a lo largo de nada
menos que sesenta años.
Por definición, lo inmaterial es algo difícil de precisar,
pertenece a la memoria y la conciencia de las gentes, que lo hacen vivir cada
cierto tiempo. No puede limitarse a unas construcciones concretas, a unos
objetos específicos, ni siquiera a unas personas en particular. Es la suma de
todo ello, pero ligado a una percepción individual y colectiva de que se está
ante una realidad excepcional. Es, asimismo, una amalgama de sentimientos ante
lo que se nos ofrece como algo irrepetible, aunque –paradójicamente– se
reproduce de manera sucesiva ante nuestros ojos. De ahí que la Semana de
Valladolid signifique un patrimonio inmaterial que pertenece por igual a todos
los vallisoletanos.
El Teatro Calderón, sede central del Festival, lleno de público
No solo, aunque también, cuentan las miles de películas que
se hayan proyectado en estas seis décadas. No solo, aunque también, importan
las personalidades de todo el mundo que nos han visitado edición tras edición.
No solo, aunque también, resultan fundamentales las decenas de libros que se
han publicado y que han hecho posible el mejor conocimiento de una serie de
figuras de la máxima dimensión. Lo que importa es el ambiente que se genera, la
manera de vivir el acontecimiento anual, el aire que se respira durante esos
días tan especiales. Es decir, lo inmaterial, lo que cada uno siente dentro de
sí ante el acontecimiento y la forma en que lo interioriza y lo expresa ante su
colectividad.
De ahí que por buena que sea una exposición sobre el
patrimonio de la Semana, por representativa que pueda ser de su larga
existencia, nunca llegará a traducir realmente lo que el Festival supone para
sus participantes y asistentes. Porque su principal patrimonio es algo tan
diverso y casi indefinible como el público. Porque él ha sido sustento y razón
de ser, sus verdaderas raíces dentro de una sociedad que precisa de realidades
inmateriales para sobrevivir como tal. La cita anual de la Semana no importa
únicamente por lo que tiene de vía de conocimiento de un arte como el cine,
sino que sirve como reencuentro de ciudadanos en un ámbito común, dando sentido
a aquella “polis” que propugnaron los griegos. Sin ese hálito colectivo, el
Festival no existiría y, de hacerse, de nada valdría.
Voy a resumirlo en una anécdota que me parece valiosa: una
noche de Clausura, bajaban dos chicas desde las localidades superiores del
Teatro Calderón. Iban comentando la película que acababan de ver, hasta que una
de ellas se paró en los escalones y le dijo a la otra: “Sí, me ha gustado. Pero estoy triste, porque hasta dentro de año no
vuelve la Semana”… En estas palabras no hay exclusivamente cinefilia o
“búsqueda” de acontecimiento. Hay la necesidad de compartir un determinado
espacio y un determinado tiempo con muchos otros, hay la necesidad de respirar
una atmósfera que tarda en repetirse aunque se conserva dentro de nuestro
interior.
Podría hablar de múltiples situaciones que forman parte de
nuestro patrimonio. Como aquella sesión de noche en que, por primera vez, se
podía contemplar en versión original y en una nueva copia ‘El apartamento’, y resultaba
patente la forma en que los espectadores “respiraban” al unísono ante esa obra
maestra de Billy Wilder. O como aquella mañana de domingo en que, desde más de
una hora antes de que se abrieran las puertas, una multitud se agolpaba para
conocer los más recientes films de Atom Egoyan y Abbas Kiarostami, expectación
que nadie podía imaginar. O el asombro compartido cuando un ya veterano Stanley
Donen se arrancó con unos divertidos pasos de baile desde el escenario del
Calderón. O, mucho antes, la profunda emoción que todos sentimos cuando, en la
X edición y con ‘Los olvidados’, los espectadores vivimos la experiencia
inédita –por culpa de la censura franquista- de situarnos cara a cara ante una
obra de Luis Buñuel.
Una foto histórica: En 1975, el público guarda cola para poder ver "La naranja mecánica" en el Teatro Carrión
Ejemplos así los hay a centenares, pero todos confluyen en un
mismo término: el público, los vallisoletanos, que son quienes han hecho grande
a la Semana. Unos cuantos de nosotros hemos tratado de cooperar para que ese
“patrimonio inmaterial” siguiera creciendo. Y, particularmente, yo no tengo más
que palabras de agradecimiento para cuantos, a lo largo de veinte años, entre
1984 y 2004, me acompañaron en esta tarea, formando parte de un espléndido equipo.
Pero siempre supimos que no trabajábamos para nuestra satisfacción personal, ni
siquiera para ese cine que tanto nos apasionaba a todos. Éramos simples
instrumentos de los deseos de una colectividad, meros gestores de sueños e
ilusiones que se plasman cada 365 días en una muy querida ciudad llamada
Valladolid.
(Publicado el 5 de septiembre de 2015 en el suplemento dedicado por el diario "El Norte de Castilla" a la Semana Internacional de Cine de Valladolid, suplemento también entregado en la exposición "Seminci: Una historia de cine").
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