La vida es una película mal montada


Creo que era Godard quien decía que “el cine es la vida a veinticuatro imágenes por segundo”. Más allá de la “boutade”, muy típica de los autores de la “Nouvelle Vague” francesa, la frase nos sitúa en un terreno prometedor: el de las relaciones entre lo que acostumbramos a llamar “vida” y un arte como el cinematográfico. Una relación llena de sobresaltos, de avances y retrocesos, de frecuentes cambios, de una dialéctica no siempre fácil de percibir y analizar. Entre otros factores, porque la vida la experimentamos en nuestro propio cuerpo, en la experiencia diaria, mientras que el cine lo contemplamos en una pantalla como algo que les sucede a otros, ajeno a nosotros mismos. El “milagro” se produce cuando interiorizamos aquello que estamos viendo, cuando, paso a paso, imagen a imagen, va formando parte de esa vida personal. Es el signo distintivo de las obras maestras, de las que no solo dejan un poso en nuestras conciencias, sino que se incorporan a ellas de manera indeleble.


Prefiero, por tanto, a la de Godard la frase de Fernando Trueba que encabeza este texto: “La vida es una película mal montada”. Exacto, porque ahora esas relaciones las contemplamos desde el ángulo inverso, donde el punto de comparación ideal es un film y debe ajustarse a él la peripecia vital. Evidentemente, una película es revisada una y otra vez en la sala de montaje hasta que se encuentra el ritmo adecuado, la progresiva sucesión de secuencias, los momentos decisivos que van marcando el relato. Mientras que en la vida no nos es posible hacer lo mismo, y a menudo los hechos nos suceden de forma inesperada, compulsiva tantas veces, cuando no atrabiliaria. Es “la realidad al galope” la que nos domina, sin que casi nunca seamos capaces de embridarla para darle un sentido; lo más que solemos lograr en encauzarla mínimamente para que podamos soportarla, para que no nos asfixie en su demasía. Quizá porque, como nos avisó Gil de Biedma, “que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde”. Quizá tan tarde como cuando ya es inminente el hecho de la muerte, cuando ya va a cesar su margen de disfrute.

De ahí que no haya que confundir el cine con la vida, porque –por más que nos esforcemos en evitarlo– siempre esta será una película mal montada… Y eso que el cine lo ha intentado a fondo y de muy diversas maneras, especialmente en la década de los veinte del pasado siglo, cuando todas las posibilidades parecían abiertas, llevados sus defensores de la fascinación ante el nuevo arte. Sería el momento de la “cámara-ojo” de Dziga Vertov (resucitada años más tarde por el “cinéma-verité”), de las teorías del montaje propiciadas por Eisenstein y Pudovkin, de las búsquedas de los expresionistas alemanes y de los surrealistas franceses. El cine podía traernos o devolvernos la vida, incluso con mucha mayor potencia que ella misma; era susceptible de desvelárnosla con más claridad y precisión de la que emergía de nuestra mirada, de nuestra propia experiencia. O bien porque la cámara se ofrecía como un testigo privilegiado, susceptible de alcanzar cotas a las que el espectador no llegaba por sí mismo, o bien porque la intermediación del autor conseguía que la realidad se nos ofreciera con una nitidez y una luminosidad que deslumbraba positivamente a ese espectador. El cine parecía capaz de todo, como reflejaba –entre tantos otros– Antonio Espina en su artículo “Reflexiones sobre cinematografía” publicado por “Revista de Occidente” en enero de 1927: “En el porvenir, cuando el progreso técnico haga posible la exacta traducción visionaria al mundo exterior de nuestros ensueños y fantasmas, el cine habrá absorbido no solo casi todo el teatro, sino la principal sustancia de las demás artes. Y su radio de acción en nuestra conciencia será enorme”.

Pasada esta etapa de deslumbramiento, comenzó a afianzarse la idea de que el cine es ante todo representación, de la vida, de sus deseos y frustraciones, también de sus componentes irracionales. Siempre he considerado “sospechosa” la teoría que identifica al cine con el sueño, la experiencia cinematográfica con la onírica. No, por el contrario considero que el cine nos despierta a la realidad, nos mantiene muy conscientes y vigilantes ante ella, nos hace abrir los ojos al máximo para percibirla en toda su intensidad. ¿Ello significa una apuesta excluyente por el realismo en la expresión estética? En absoluto, ya Buñuel sostenía que “los sueños hay que filmarlos como si fueran algo real, cotidiano”, porque precisamente así es cuando adquieren toda su fuerza y dimensión.

Y la ficción, la representación, resulta imprescindible para llegar al adecuado conocimiento de las cosas. Lo expresaba muy bien Jorge Larrosa en su aportación al libro “Palabra y ficción”, editado por Joaquín Esteban Ortega para la Colección Seminarium de la Universidad Miguel de Cervantes: “Podríamos decir que, para nosotros, la lucha por la verdad se juega en la ficción o, mejor, entre las ficciones. Podríamos decir que, para nosotros, hay algunas ficciones que son necesarias, precisamente, para que esa gigantesca ficción que se nos impone no sea la única ficción. Para que existan ficciones que nos ponen en una relación otra, más verdadera, con el mundo, con lo real, con lo que somos y con lo que nos pasa, con la vida, con los otros, con nosotros mismos”. Verdad, ficción, realidad, vida…, palabras mayores que exigirían varios tomos para desarrollarlas en profundidad. Palabras que también protagonizaron el estupendo diálogo entre Mario Camus y Gustavo Martín Garzo que tuve ocasión de “moderar” el pasado verano en los Cursos de Urueña, y en el que libros y películas como “conductores” de la realidad acabaron por convertirse en protagonistas.

Quizá por el decisivo papel que llegó a tener para el imaginario colectivo de nuestra generación, confundimos demasiado tiempo el cine con la vida, un tanto a la manera de lo que expresaba Godard en la frase del comienzo. Tardamos en darnos cuenta de que la realidad no se reducía a hora y media o dos horas, que las alegrías y las tragedias, los conflictos y los problemas no se presentaban con la ordenación de un guion ni se arreglaban en tan escaso periodo de tiempo. Hay, en este sentido, una muy significativa secuencia de Total, la espléndida TVMovie de José Luis Cuerda, cuando todo el trayecto sentimental de una pareja, desde el enamoramiento hasta la ruptura, se ofrece en una sola secuencia, a través de un “travelling” que sigue a esa pareja en todo su itinerario sentimental. Es como la reducción al absurdo, la visión humorística, de esta confusión entre realidad y cine que tanto desconcierto nos ha ocasionado. No estoy hablando de fáciles mitificaciones ni de simples procesos de identificación, sino del desengaño producido al irnos dando cuenta de que todo resultaba infinitamente más complejo e inaprensible y de que, sobre todo, el tiempo de la pantalla nada o muy poco tiene que ver con el real de nuestra vida.

En modo alguno se deduzca de ello la no existencia de esa profunda interrelación entre el cine y la realidad. El primero puede llegar quizá no a transformarla, pero sí a clarificar e incluso a modificar su dinámica, y con ella la nuestra, como ha quedado patente en numerosos procesos sociales, en momentos de cambio dentro de la sociedad. Ha sido entonces cuando el cine, y más tarde también la televisión, han demostrado fehacientemente su potencia, su gran margen de actuación sobre la vida colectiva. Un ejemplo evidente lo tenemos ahora mismo: una amplia serie de títulos, entre los que figuran los documentales Inside Job, de Charles Ferguson, o Capitalism: A Love Story, de Michael Moore; y, en el terreno de la ficción, Margin Call, de J.C. Chandor; The Company Men, de John Wells; Une vie meilleure, de Cédric Kahn, o Le capital, de Costa-Gavras (cuyo banquero protagonista se jacta de ser una especie de Robin Hood al revés, “quitando el dinero a los pobres para dárselo a los ricos”), nos hablan de la actual crisis económica con una certeza que supera nuestra propia percepción de la realidad. Así ha sido a lo largo de la Historia desde que el cine nació a finales del siglo XIX, demostrando sin cesar su voluntad de intervenir, a través de un medio u otro, en las sucesivas circunstancias de las que iba siendo coetáneo.

Si hablábamos antes del tiempo vital y del tiempo fílmico, hay que dejar constancia de que el cine es, “per se”, un arte del tiempo y, por extensión, tal como acabamos de ver, de los tiempos con los que coincide. En este sentido, me parecen muy valiosas las palabras de Patxi Lanceros en su ensayo para el ya citado libro “Palabra y ficción”, aunque él las aplicase al mundo helénico: “Trágico es el paso del tiempo; trágico el lugar y el momento, entre dos tiempos, en los que uno y otro chocan, como dos placas tectónicas, produciendo cataclismos, maremotos y terremotos cuyas consecuencias, a veces, se prolongan. En el tiempo (…) En Grecia, en unos agitados años, se produjo una de esas trágicas colisiones. Quedan monumentos que dejan rastro escrito, memoria o leyenda del momento y del proceso. Nos siguen incitando, nos siguen inquietando. Por pasar el tiempo”. También el cine ha dejado, deja y dejará “monumentos” para la posteridad, servirá para marcar la memoria de esos “choques de tiempos” de que habla Lanceros. Porque su huella resultará imborrable para el proceso de conocimiento de las generaciones futuras. Porque, ya sea a través de relatos ficcionales o de la captación directa de la realidad, las imágenes remitirán siempre a quienes fuimos, a cuanto anhelamos, a todo aquello en que volcamos positivamente nuestros empeños o que nuestras frustraciones y fracasos no nos permitieron llegar a conseguir.


En definitiva, con la vida hacemos cine y con el cine hacemos también la vida, en un incesante flujo de interconexiones ante el que las artes, en su conjunto, suponen un factor privilegiado. Aunar ambos elementos es el papel fundamental de la cultura, del completo y complejo sistema de signos que logre hacernos cada día más conscientes del mundo en que vivimos, y también a quienes lo recibirán como herencia. Sin el cine, sin el arte, sin la cultura, esa vida presente y futura se nos escaparía irremediablemente como agua entre los dedos.

(Texto publicado en el libro "El imaginario cinematográfico y la sociedad hipermoderna", editado por la Universidad Miguel de Cervantes, 2013).

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