Ingmar Bergman
Durante muchos años, decir Bergman en España era decir Semana
de Cine de Valladolid. En ella se descubrió en nuestro país la obra del maestro
sueco, y la proyección en los primeros años 60 de, sucesivamente, ‘El séptimo
sello’, ‘El manantial de la doncella’ y ‘Los comulgantes’ supuso todo un
aldabonazo difícil de olvidar. La concisa estética bergmaniana, su visión de
temas como la muerte, el conflicto entre lo terrenal y lo espiritual o la
ausencia de Dios fascinaron a unos espectadores que, en todo caso desde Dreyer,
no habían visto nada parecido. Algunos también se llamaron a escándalo ante que
la vida se jugara en un tablero de ajedrez y no por designio divino; o porque
la brutal violación de una joven doncella tuviera un significado casi
purificador, o al comprobar que el silencio celeste se extendía hasta a los
propios clérigos que debían esclarecerlo. De hecho, nunca se ha hablado tanto
de metafísica y teología como a la salida del Cine Avenida, en el Paseo de Zorrilla
vallisoletano…
Desde allí, el conocimiento de Bergman se extendió a miles de
cinéfilos, y no tan cinéfilos, españoles: hay que recordar que, por ejemplo,
‘El manantial de la doncella’ se mantuvo durante quince semanas en el Cine
Coliseum, de Madrid. Corría por entonces la “leyenda urbana” de que el jesuita
Carlos María Staehlin había “bautizado” los subtítulos de sus películas en los
pases del Festival para adecuarlos a una ortodoxia católica a la que Bergman
era muy ajeno. Pero, en su excelente libro sobre el medio siglo del certamen,
César Combarros Peláez ya aclaró lo sucedido: no fue en Valladolid, entre otras
cosas porque las copias no estaban subtituladas al castellano, sino luego en la
exhibición comercial cuando –para lograr pasar una Censura de la que formaba
parte– el padre Staehlin manipulaba el doblaje con el fin de “acercarse” lo más
posible a esa ortodoxia.
La fidelidad de la Semana hacia un Bergman que los
periodistas ya no confundían con su homónima Ingrid, superó esa etapa y
permaneció para siempre. A ese periodo de su filmografía divulgado inicialmente
entre nosotros y que quedó coronado con tres Lábaros de Oro del Festival,
sucedieron otros todavía más decisivos. Por sus salas fueron pasando ‘Persona’,
‘La vergüenza’, ‘Pasión’, ‘Secretos de un matrimonio’, ‘La flauta mágica’,
‘Sonata de otoño’, ‘Fanny y Alexander’…, la mayor parte de una trayectoria que
se completaría con dos retrospectivas y media, al estar compartida esta última
por Robert Bresson, que ayudaban a recuperar los comienzos del cineasta desde
1945 o a “rellenar” los huecos existentes.
"Fanny y Alexander"
Así, el adicto a la Semana pudo ir comprobando en primicia la
evolución de Bergman hacia lo más definitorio de su obra, por encima de aquella
etapa que nos lo dio a conocer: la decisiva importancia dada al rostro y al
cuerpo humano en general, la profundidad en la disección de los sentimientos
amorosos, la forma de penetrar en los conflictos más íntimos, la búsqueda de
una trascendencia no ya teológica sino plenamente derivada de las propias
vivencias de los personajes... Todo ello a menudo enmarcado en los ásperos
paisajes de la isla de Farö, en la que el propio Bergman residía e incluso
murió en 2007, a los 89 años. Quizá entonces, como el anciano de ‘Fresas
salvajes’ en su fusión de tiempos, rememorase aquella infancia como hijo de un estricto
pastor protestante que recreara especialmente en ‘Fanny y Alexander’ y que
sentó las bases para una creatividad excepcional que se expresaría tanto en el
cine como en el teatro.
Tres veces galardonado con el Oscar (por ‘El manantial de la
doncella’, ‘Como en un espejo’ y la propia ‘Fanny y Alexander’), además de que
la Academia de Hollywood le concediera el Premio Irving Thalberg al conjunto de
su obra, se diría que la figura de Bergman aparece hoy un tanto difuminada para
las nuevas generaciones, para aquellas que tienen a Spielberg como su
referencia más histórica. No hay que preocuparse, ya llegarán a Bergman, a su
intensidad emocional, a su originalidad expresiva, a su depuración estilística.
Es una cuestión de tiempo que vayan acercándose a su cine y se entusiasmen con
él, como tantos hicimos y seguimos haciendo.
Sé positivamente que hay quienes, tras un conflicto personal,
corrían a ver una película de Bergman para tratar de profundizar y clarificar
lo que les estaba sucediendo. No se trataba, por supuesto, de un fácil
sentimentalismo. Era una auténtica catarsis que solo pueden provocar las
verdaderas obras de arte. Y si no, que se lo digan a Woody Allen, que ha
demostrado por activa y por pasiva su admiración por el autor de ‘Gritos y
susurros’, con películas enteras, como ‘Interiores’, que suponen un explícito
homenaje a él. O que acudan al cineasta turco Nuri Bilge Ceylan, cuyo ‘Sueño de
invierno’, ganadora de la Palma de Oro en el pasado Festival de Cannes, tanto
“bebe” de su sentido del tiempo, del ritmo y de la planificación. O, entre
nuestros directores, al mismísimo Carlos Saura de ‘Cría cuervos’ o ‘Elisa, vida
mía’.
Bergman, siempre Bergman.
(Publicado en el suplemento "La Sombra del Ciprés", de "El Norte de Castilla", de Valladolid, mayo de 2015).
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