Texto incluido en el Catálogo de la Exposición "Cervantes. En la cinta del tiempo", organizada en el Museo Casa Natal de Cervantes, de Alcalá de Henares, entre el 26 de mayo y el 18 de noviembre de 2018.
Conviene
partir de la base de que El Quijote
no es tanto una novela como un mito, probablemente el único que ha dado la
literatura española junto a Don Juan, aunque algunos autores incluyan también a
la Celestina y al Lazarillo de Tormes. El mito es algo que se configura por
encima de su propia existencia: un personaje o entidad de ficción que, a través
de su pervivencia en el tiempo y su expansión en el espacio, logra dimensiones
de universalidad y se constituye en punto de referencia donde convergen una
serie de constantes humanas, por lo que alcanza categoría de símbolo. Por ello,
no deberíamos hablar de adaptaciones del Quijote
–como si se tratara de un relato más–, sino de variaciones, reflexiones o
formas de comprenderlo. Al menos en aquellas películas que han aportado un
cierto empeño creativo, antes que la fidelidad al texto de Cervantes o su
estricto seguimiento, lo que importa es comprobar en qué medida cada autor ha
enriquecido tal nivel mitológico.
Desde luego,
todo parece indicar que ello no se produjo en la decena de ocasiones en que el
Caballero de la Triste Figura accedió a la pantalla durante el periodo del cine
mudo. Desde 1902, en que Ferdinand Zecca y Lucien Nonguet filmaron para la productora
francesa Pathé una cinta de 430 metros bajo el título Don Quichotte, se repetirán en estas obras mudas diversas
características comunes:
-Se trata de
películas de muy escasa duración, que se limitan a elaborar algunos “cuadros” para
recordar al espectador las situaciones más típicas de la novela, sin ningún
intento de recrear en imágenes su trama o de profundizar en sus personajes.
-Pertenecen
o bien a la tendencia del Film d’Art,
que intentaba dignificar el espectáculo de barracón de feria recurriendo a
obras literarias de prestigio, o bien a una línea cómica con la exclusiva
pretensión del lucimiento de sus principales intérpretes, habitualmente
extraídos de los medios teatrales o del “music-hall”.
-No se
preocupan en absoluto de que la ambientación o el diseño de los personajes
respondan mínimamente a los descritos por Cervantes, hasta el punto de utilizar
ámbitos geográficos, vestuarios o tipologías en abierta contradicción con los
originales.
-Resultan de
una gran pobreza cinematográfica, pese a estar avaladas por nombres como el
citado Zecca, Méliès (1908) o Griffith, aunque este último sólo en su faceta de
productor para la versión norteamericana de 1915, dirigida por Edward Dillon.
Dado que la
mayoría de estas películas no se conserva actualmente, debemos fiarnos de los
comentarios de quienes sí pudieron verlas. Como ejemplo de ellos, valgan las
palabras con que, a propósito de otro Don
Quichotte francés, el realizado por Camille de Morlhon en 1912, Andrés
Pérez de la Motta (Film-Omeno)
protestaba en Arte y Cinematografía,
la primera revista especializada que hubo en España, de “los lugares falsos, los tipos mal estudiados, los cuadros de ningún
valor positivo, resaltando que ni hay belleza moral, ni sabemos a qué viene Don
Quijote en la película”. Un tipo de juicios del que no se libraría siquiera
el único ejemplo de adaptación realizada en nuestro país dentro del cine mudo:
la que en 1908 efectuó Narciso Cuyás para su productora Iris Films, de
Barcelona, y que únicamente contaba con 250 metros. Ni el Don Chisciotte de la firma italiana Cines, dos años después, ni el Don Quixote del británico Maurice Elvey,
en 1923, merecieron una consideración más favorable por parte de los críticos
del momento.
Sí la tuvo,
paradójicamente, la versión que en principio parecía un puro vehículo de
lucimiento para la pareja cómica danesa Carl Schenström y Harald Madsen,
conocidos en su país como Fly y Bi y en España como Pat y Patachón, primera
muestra del esquema cinematográfico del “gordo y el flaco”, que ellos quisieron
acoplar a los personajes de Alonso Quijano y Sancho Panza. Quizá porque tras la
cámara había un buen director como Lau Lauritzen, quizá porque se rodó en España
con parte del equipo técnico y artístico contratado aquí, quizá porque
Schenström y Madsen querían elevar un poco su registro excesivamente bufo, lo
cierto es que Don Quixote af Mancha se
aleja un tanto de las constantes negativas que citábamos como características
de las versiones de la etapa muda.
Pero, sin
duda, El Quijote necesitaba de la
palabra. La encontró en 1933, cuando el actor y cantante Feodor Chaliapin
–máxima figura del cine ruso prerrevolucionario, exiliado en Francia– logró poner en pie su proyecto de personificar en la
pantalla al inmortal caballero andante. Confió para ello en un cineasta
austríaco de notable valía, Georg Wilhelm Pabst, y en la adaptación elaborada
por Paul Morand, antiguo secretario de la Embajada de Francia en Madrid, a lo
que se iban a añadir canciones compuestas por Maurice Ravel pero que,
finalmente y por desacuerdos con la productora, firmaría un músico mucho menos
inspirado como Jacques Ibert. De ahí nació la primera obra con pretensión
creativa que se filmó sobre El Quijote,
la única hasta el momento en explorar el nivel mitológico que decíamos al
comienzo, tratando de aportar una visión personal y diferente al original
literario.
De hecho,
Pabst no intenta simplemente adaptar el texto de Cervantes, sino recrearlo
desde unas perspectivas estéticas y, sobre todo, plásticas. Sin embargo, y pese
al prestigio que el film logró en su tiempo y que en buena parte mantiene hasta
nuestros días, lo cierto es que tal recreación resulta más que discutible,
cuando no plenamente equivocada. Para su decisiva propuesta plástica, Pabst se
muestra demasiado deudor de los pintores flamencos, que nada tienen que ver con
el mundo de Don Quijote; para su replanteamiento temático, el autor de La caja de Pandora concede a la
Inquisición un papel excesivo, que juega tanto en el palacio de los Duques
–centro de un desmesurado segmento de la acción– como a la hora de la quema de
los libros del Hidalgo; para cumplir su deseo de explotar la posibilidades
recién adquiridas por el medio, el cineasta recurre a canciones que nada aportan,
al tiempo que no puede librarse de la “pesantez” todavía inherente al uso de la
cámara sonora, que se obstina en pasear por decorados erróneos.
Queda, sí,
de este Don Quichotte, un prometedor
uso de dibujos animados en los títulos de crédito, así como unos intensos
últimos veinte minutos, desde el enfrentamiento con los molinos de viento (que
Pabst convierte en la postrera aventura del Caballero, siendo el primer
realizador que le hace girar varias veces enganchado en las aspas) hasta el
bello plano final, con el libro de Cervantes que renace de las cenizas de otros
muchos de caballerías, una vez muerto Alonso Quijano. Que este sea armado
caballero en una representación teatral del Amadís
de Gaula, que desde el principio vaya en compañía de Sancho Panza, que la
Sobrina sea novia del bachiller Sansón Carrasco…, parecen variaciones
secundarias cuando de una recreación se trata. Lo curioso es que tantas “licencias” como las descritas no
provocaran durante las décadas posteriores la animadversión de los críticos
franquistas, que elogiaron con entusiasmo el trabajo de Pabst, seguramente como
tributo de reconocimiento por haber colaborado con el nazismo y no alejarse de
Hitler, como hicieron la casi totalidad de sus mejores colegas.
Pero la
influencia de este Quijote “centroeuropeo” da idea el que, saltando en el
tiempo veinticuatro años y desde unos parámetros radicalmente distintos,
Grigori Kozintsev se inspirara evidentemente en él para su versión, hasta el
punto de que uno piensa que en vez de prepararla leyendo la novela de
Cervantes, lo hizo viendo el film de Pabst. Muchas de sus soluciones narrativas
son idénticas, por lo que no vale la pena insistir en ellas, aunque en el
terreno plástico el cineasta ucraniano cuente con el color, recurra
preferentemente a Daumier y El Greco –con insertos de las pinturas negras de
Goya en la secuencia de los molinos–, y se
beneficie del trabajo de ambientación de un gran escultor español, Alberto
Sánchez, exiliado en la Unión Soviética tras nuestra Guerra Civil.
Encomiable
en sus esfuerzos de recreación de un mundo lejano, con el notable trabajo de
Nikolai Cherkasov (que fuese, con Eisenstein, Alexander Nevski e Iván el
Terrible) en el papel protagonista, el Don
Quijote de Kozintsev ofrece por primera vez en la pantalla pasajes
importantes de la obra, como el del niño pastor a quien defiende el Hidalgo,
causando involuntariamente su posterior desgracia, o la aventura que motivó que
el Caballero de la Triste Figura se autodenominara desde ese momento el
Caballero de los Leones.
El enfoque
con que Kozintsev contempla el mito se traduce, especialmente, en subrayar su
condición de símbolo de una justicia casi utópica. Don Quijote se mueve bajo la
amargura de que “los desgraciados piden
ayuda y los poderosos no escuchan”, lo que le lleva a que sus últimas
palabras en el lecho de muerte constituyan –dirigidas a Sancho– todo un
programa de acción: “Luchando
infatigablemente, viviremos tú y yo. Viviremos hasta el Siglo de Oro. La
justicia destruirá la ambición y la codicia. Adelante, ni un paso atrás…”.
Aunque en apariencia nos encontremos en La Mancha del siglo XVI, estamos
evidentemente, pese a correr tiempos de “deshielo” ideológico, en la Unión
Soviética de 1957.
Entre Pabst
y Kozintsev, el primer Quijote sonoro español vio la luz. Lo dirigió Rafael Gil
en 1947, basándose en algo que ni siquiera quiso llamarse “adaptación” sino simple
“síntesis literaria”, a cargo del escritor Antonio Abad Ojuel. Realmente, esa
idea de “síntesis” preside la
película, que busca –a lo largo de sus 137 minutos– convertirse en un resumen fiel y respetuoso del texto
cervantino, del que básicamente sólo elimina los relatos que, como el del Curioso impertinente o el de las Bodas de Camacho, no afectan al
contenido central del libro.
Con un
reparto de figuras de la época encabezado por Rafael Rivelles y Juan Calvo, y
donde se encuentra a una jovencísima Sara Montiel en el papel de la Sobrina, la
verdad es que este Don Quijote de la
Mancha merece cierta consideración, pese al “look Cifesa” que le lastra
fuertemente: grandes decorados de cartón piedra, regusto arcaico y el tono de
grandilocuencia y artificiosidad que caracterizaba las grandes producciones de
la firma valenciana durante la década de los 40. Prácticamente, ninguno de los
episodios fundamentales de la novela falta en este caso, cuyas “invenciones” narrativas se reducen a la aparición de
Sancho, quien cae desde un tejado al balcón de Don Quijote, y al rótulo final,
que asegura al espectador que “Y esto no
fue el fin, sino el principio”, envuelto por la siempre excesiva música de
Ernesto Halffter.
Una vez más,
los condicionamientos de la época influyen sobre la percepción del mito: en la
España del nacional-catolicismo, la película de Gil muestra una patente
voluntad de “cristianizar” al Caballero, y no sólo por diversas
actitudes y gestos de la interpretación de Rivelles. Que el regreso a la
cordura de Alonso Quijano sirva, sobre todo, para que pueda ponerse en gracia
de Dios y que sus últimas palabras sean “Jesús,
Jesús, Jesús…” en señal de
agónica contrición, señalan una pretensión catequista de la que Cervantes se
hallaba muy lejano. La manipulación interesada de un referente mitológico es
algo que suele confundirse con el libre tratamiento de su dimensión simbólica,
y el Don Quijote de Gil supone un
claro ejemplo de ello.
Si en él
Fernando Rey encarnaba al bachiller Sansón Carrasco, el propio actor se
convertirá en el Caballero dentro de la serie televisiva de cinco capítulos
que, en 1991, filma Manuel Gutiérrez Aragón, haciendo olvidar la más bien
penosa de seis horas y media rodada en 1965 por el italiano Carlo Rim.
Sostenida tanto en la gran interpretación de Fernando Rey como en la también
espléndida de Alfredo Landa como Sancho, El
Quijote significa –según mi criterio– la mejor adaptación
realizada hasta la fecha del texto de Cervantes o, para ser exactos, de su primera
parte. Insisto en el término “adaptación”, porque esa era la finalidad que
perseguía el proyecto televisivo, incluso con ánimo divulgatorio, y el objetivo
que siempre orientó a los responsables de la serie, empezando por su productor,
Emiliano Piedra.
Lo que no le
impide a este Quijote contener
secuencias de gran originalidad estética (como la lucha con los molinos, de
cuyas aspas, por fortuna, no cuelga el Caballero; o la batalla contra los
rebaños, convertidos subjetivamente en ejércitos enfrentados), y, sobre todo,
respirar un aire “de verdad” ausente en la casi totalidad de los títulos
anteriores. Además, como decisiva aportación, Gutiérrez Aragón plantea por
primera vez en imágenes lo que El Quijote
tiene de metalenguaje, de libro que se contempla a sí mismo como una ficción en
curso, a través de la presencia del propio Cervantes en su hallazgo y “traducción”
de los manuscritos de Cide Hamete Benengeli sobre las andanzas del Hidalgo. Precursor
de un modo de narrar que vertebra la literatura y el arte en general del siglo
XX, cuando las distintas formas de expresión se interrogan sin cesar sobre la
naturaleza de su lenguaje y de su medio, este aspecto del texto cervantino, tan
adelantado a su tiempo, tuvo que ser debidamente valorado por el autor de Maravillas o Demonios en el jardín.
No
exactamente una segunda parte, sino una película autónoma es lo que supone El Caballero Don Quijote, escrita y
dirigida por el propio Manuel Gutiérrez Aragón en 2002. Su propuesta la resume
el mismo cineasta al señalar que “reúne
en sí dos mundos, lo mismo que el libro: el mundo real de arrieros, duques,
criados y señores, y el mundo mágico del Quijote: caballeros de la Blanca Luna,
de los Espejos, Dulcineas encantadas y Merlines, diablos y pajes travestidos.
Se trata, pues, de una película de base realista, que respeta el texto original
hasta donde lo puede respetar y, por supuesto, recoge el espíritu del libro
cervantino. No es una película inspirada en los personajes, sino en la
complejidad del libro. Es una historia romántica, cálida, en la que la locura
de Don Quijote tiene un componente de humor que al mismo tiempo resulta
patético. Y todo ello a medio camino entre lo real y lo soñado”.
Nada extraño
en la filmografía del realizador cántabro, la mayoría de cuyas obras se mueven
en ese delicado equilibrio entre realidad y onirismo. Con los valiosos trabajos
de Juan Luis Galiardo en lugar de Fernando Rey y Carlos Iglesias en el de
Alfredo Landa, El Caballero Don Quijote
se estructura como una sucesión de episodios casi aislados (el encuentro con la
auténtica Aldonza Lorenzo, el descenso mágico a la cueva de Montesinos, la
visión ante la noria del molino, todo lo relativo a la Ínsula Barataria, los
dos enfrentamientos con el bachiller Sansón Carrasco…), donde destaca la
belleza de la puesta en escena de Gutiérrez Aragón, sustentada en la fotografía
de José Luis Alcaine, la escenografía de Félix Murcia, los figurines de Gerardo
Vera y la música de José Nieto, un magnífico equipo. Hay también un aspecto
importante: vuelve a jugarse aquí con el metalenguaje al que ya aludíamos en la
serie televisiva, dando relevancia incluso al Quijote apócrifo de Avellaneda. Y
un final muy significativo: El Caballero
Don Quijote termina no con Alonso Quijano moribundo, como suele suceder,
sino con un Sancho Panza que parece asumir así la nostalgia, pero también el
empeño, del espíritu quijotesco.
Radicalmente
distinto es el propósito de Albert Serra en su Honor de Cavallería, que dirigiese en 2006. Film muy especial,
reducido casi en exclusividad a la eterna pareja, con un amo que se autodefine
como “hermano mayor” de su escudero, y
donde la naturaleza adquiere papel protagonista, reconoce estar solo “inspirado” en la novela de Cervantes.
Con un ritmo narrativo extremadamente pausado, a base de planos fijos y
planos-secuencia, cuando no los dos a la vez, Serra configura un Don Quijote
plenamente centrado en Dios y su poder sobre los hombres, creencia que trata de
inculcar a toda costa en Sancho, al tiempo que añora una mítica e indeterminada
Edad de Oro, en la que “no existía el
mal, ni había problemas de nada. Nadie se enfadaba, nadie peleaba y todos se
querían. Era una época muy tranquila. Lo tenemos que intentar con todas
nuestras fuerzas [volver a ella]. Yo
creo que lo conseguiremos, Sancho. Los caballeros somos invencibles. Porque
Dios, ya lo sabes tú, nos ha dado la fuerza para hacerlo”. Ello no le
impide, cuando se acerca su hora final, sumirse en la negrura: “La vida es un camino de tristeza. Muy
triste, porque hay gente mala”. Aunque pese a que “siento la muerte”, proclama y defiende el papel de la caballería
andante, ya que “es la civilización. Premia
al que dice la verdad y castiga a los que dicen mentiras. La caballería es el
razonamiento de la acción”.
Amaneceres y
noches umbrosas se suceden en Honor de
Cavallería, un segundo largometraje que marcaría las peculiares opciones
estéticas de su autor, tomando al Quijote como punto de partida de unas
reflexiones que buscan situarse, de manera más o menos aproximada, en la órbita
de Cervantes.
Por el
contrario, “clásicos” como Abel Gance, Walt Disney y parece que hasta Charles Chaplin
no llegaron a ver cumplido el sueño de “su” Quijote. Tampoco Orson Welles,
quien filmó entre 1957 y 1985 –año de su muerte– miles de metros de material en México y España, que nunca acabaría de
montar. Lo hizo de manera más bien aventurada Jesús Franco, que había trabajado
con él como ayudante de dirección en Campanadas
a medianoche y que, analizando secuencias ya ordenadas por Welles y
anotaciones de cuadernos suyos, se lanzó a la casi imposible empresa de
adivinar las intenciones finales del maestro. Presentado en la Expo de Sevilla
del 92, este demasiado pomposamente llamado Don
Quijote de Orson Welles es todo lo que se quiera, menos de Orson Welles.
Conociendo la extrema importancia que el padre de Ciudadano Kane daba al montaje, las numerosas ocasiones en que
rehízo sus películas ante la moviola, resulta inimaginable que hubiera dado por
válida esta confusa y monótona sucesión de imágenes, carentes de todo ritmo. Si
ya la idea de Welles de “modernizar” la
obra de Cervantes resultaba harto discutible (con el Caballero arremetiendo
contra la pasajera de una Vespa, Sancho buscándole por los Sanfermines o
conversando ambos en un cementerio de coches), lo que vemos hoy en pantalla
sólo puede causar una profunda insatisfacción. El continuo diálogo entre el
Ingenioso Hidalgo y su escudero sirve exclusivamente para contemplar algunos
momentos inspirados de Akim Tamiroff al interpretar a este, y para que resuene
en nuestros oídos la advertencia última del Quijote: “Las máquinas acabarán matando y aniquilando al ser humano…”.
También un
cineasta español residente en Francia, José María Berzosa, intentó sin
demasiado éxito “actualizar” el
relato cervantino en su versión experimental de 1973, a la que cabría unir la
de carácter eminentemente teatral –aunque con destino televisivo– emprendida once años después por el conocido director
escénico italiano Maurizio Scaparro, sobre guion de Rafael Azcona y con
importante participación de Els Comediants. Para terminar con las aportaciones
españolas, citemos el fallido proyecto de Eduardo García Maroto, Aventuras de Don Quijote, en 1960, ya
que únicamente logró rodar el primero de los seis mediometrajes previstos con
el fin de divulgar el contenido del libro entre el público infantil. Y ahora,
después de múltiples avatares, nos va a llegar el renacido The Man Who Killed Don Quixote, de Terry Gilliam, con producción
mayoritaria de nuestro país.
Al límite de
estas páginas quedan ya películas que indirecta o subsidiariamente se apoyan en
el mito quijotesco. Es el caso de El
hombre de La Mancha, donde Arthur Hiller llevaba a la pantalla en 1972 este
“musical” de Broadway, film en el que destaca la espléndida labor de Sophia
Loren como Aldonza Lorenzo y unas emocionantes secuencias finales en torno a la
canción El sueño imposible. El
triunfo comercial del espectáculo y de la película provocó un renacimiento del
interés hacia el personaje del Caballero, motivando incluso un subproducto tan
disparatado como Las eróticas aventuras
de Don Quijote (1976), de responsabilidad norteamericana –lo dirige un tan Raphael Nussbaum– aunque rodada en España y que pretendía ser una parodia
de Man of Mancha. Tampoco Cantinflas
quiso perder la ocasión de personificar a Sancho Panza en Don Quijote cabalga de nuevo, realizada en 1972 por el mexicano
Roberto Gavaldón, y donde los únicos momentos salvables no pertenecían al
cómico mexicano sino a Fernando Fernán-Gómez en el papel de Alonso Quijano.
Personaje al
que incluso vimos transformado en “cowboy” del lejano Oeste, tanto en el cine
mudo como en el sonoro. Y cuya oculta presencia se deslizaba por las dos
adaptaciones de la Dulcinea de Gaston
Baty, y por otras tantas biografías del propio Cervantes, una para la pantalla
grande, de Vincent Sherman (1967); otra para la pequeña, de Alfonso Ungría
(1980). La sombra del Ingenioso Hidalgo, de su mito permanente, resulta bien
alargada.
· * Revisión y actualización del artículo publicado
originalmente en la revista “CLIJ” nº 90, septiembre de 1997.
· ** Diversos datos de la primera parte de este texto proceden
del ensayo “Historia cinematográfica de Don Quijote de la Mancha”, de Carlos
Fernández Cuenca. Cuadernos de Literatura, Madrid, marzo-junio de 1948.
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