Está un tanto olvidada la figura de Conchita Montes, la
actriz que desde la década de los 40 y hasta casi su fallecimiento en 1994
alcanzó una gran popularidad. Por eso es muy oportuno el libro que le acaban de
dedicar Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo, con el título del nombre de la
intérprete y el subtítulo “Una mujer ante el espejo” (Bala Perdida Editorial).
De hecho, por extraño que parezca, es la primera biografía a ella dedicada, y
165 apretadas páginas –divididas en 12 capítulos– sirven a los autores para abordar
una personalidad polifacética, que englobaba también la escritura de artículos
y relatos, la traducción y adaptación de obras teatrales, la formación de una
compañía escénica propia y hasta la elaboración del famoso Damero Maldito incluido
en “La Codorniz”.
Como acreditados estudiosos de esta revista (que cubrió el
largo periodo 1941-1978) y de algunas de las figuras vinculadas a su estilo de
humor, como Mihura, Jardiel Poncela o Tono, sobre quien publicarán en los
próximos meses, Cabrerizo y Aguilar demuestran su admiración por Conchita
Montes, apellido artístico desde el original Carro. También lo hace la
prologuista del volumen, Marina Díaz, para quien el libro “expresa y demuestra la labor de una mujer que no puede pasar
desapercibida en la necesaria misión de hacer historia de los vericuetos de la
cultura española”. Y es que, ahora escriben los autores, “Conchita Montes rompe todas las reglas. Su
relación con Edgar Neville, su intelectualismo a ultranza, su independencia, un
círculo de amistades formado por Ortega y Gasset, Marañón, Juan Belmonte y
Paulette Goddard o su pertenencia a la Academia Breve de Crítica de Arte son
rasgos de carácter poco frecuentes en una sociedad como la de aquella España en
la que la inmensa mayoría de mujeres solo aspiraba a ser “señora de”.
Aunque vinculada sentimentalmente a Edgar Neville, en una
relación extramatrimonial que escandalizaba entonces, es la palabra
independencia la que mejor caracteriza a Conchita Montes, conocida con
frecuencia como “la Katherine Hepburn española”, incluso por un físico
nada ajustado a los parámetros hispánicos de la época y más cercano a los
anglosajones. Por lo que Aguilar y Cabrerizo la sitúan, no sin algunas sombras,
“ante ese espejo que nos devuelve el
tiempo que pasa. En sus primeras películas, cuando era solo un elemento más de
lo que de comedia ‘de teléfonos blancos’ pudieran tener las películas de
propaganda que rueda en Italia. Más adelante, como símbolo de la bifurcación
que el destino ofrece a su personaje en La
vida en un hilo. Como atributo narcisista del comportamiento burgués y como
su reverso, la constatación del ridículo de las apariencias, en Mi adorado Juan”.
Y, por encima de todas ellas, en teatro y luego en cine,
aquel El baile que Neville escribiera
para ella y Conchita Montes inmortalizase.
"El baile", de Edgar Neville (1959)
(Publicado en "Turia" de Valencia, enero de 2019).
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