Poner puertas al mar


He sido toda mi vida un convencido defensor de las salas de cine y sigo creyendo que es en ellas donde hay que ver las películas. Una buena imagen, un buen sonido, un buen silencio entre los que contemplan la pantalla…, es algo incomparable lo que provoca esta ceremonia laica en la oscuridad. Me horroriza cuando alguien dice que se puede ver cine sin problemas en un “smartphone” o en una “tablet”. Pero eso no es ver cine; es puramente consumirlo de forma apresurada, como quien se toma una hamburguesa industrial para salir del paso. La auténtica contemplación de un film requiere de una sala preparada específicamente para ello, ni siquiera vale de verdad el televisor doméstico por amplias que sean sus dimensiones.


Lo aclaro para que no haya equívocos sobre mi actitud ante el tema que hoy tiene dividida a la comunidad audiovisual. Me refiero, a propósito de la exhibición de Roma, la obra maestra de Alfonso Cuarón, al enfrentamiento producido entre las grandes cadenas de salas y una plataforma digital como Netflix, que ha financiado la película. La polémica viene de atrás y estalló de manera relevante en el Festival de Cannes de este año, cuando, con una reforma en su reglamento, rechazó que pudieran integrarse en la Sección Oficial films que no fueran a proyectarse en los cines. La todopoderosa Asociación francesa de exhibidores así lo impuso en el Consejo de Administración del certamen. Y por eso precisamente Roma –como otras producciones de Netflix– no estuvo en Cannes y se fue a Venecia, donde obtuvo el León de Oro, como quizá consiga el Oscar dentro de unos meses.

Antes de que se pudiera acceder a la película en la plataforma, e incluso ya en ella, Roma se está viendo en algunos cines (cinco en España: en Madrid, Barcelona y Málaga), pero no de los grandes circuitos, como Cinesa, Yelmo, Kinépolis o CineSur, por cierto todos ellos con capital extranjero, agrupados en FECE, la Federación que los reúne a escala nacional. Su postura es que ha de pasar un mínimo de 112 días desde su estreno en salas para que una película acceda a otras “ventanas” y que romper este acuerdo de mercado, no amparado –quede claro– en ninguna disposición legal, significa quebrar la “cadena de valor” imperante hasta ahora. Y acusan a Netflix de aceptar algunas proyecciones públicas solo para lograr premios y distinciones que aporten prestigio a sus productos.

Creo que negarse a llegar a un pacto por parte de los exhibidores significa “poner puertas al mar” y cerrar los ojos a una realidad que se ha transformado radicalmente en pocos años. El criterio proteccionista de los 112 días no debe ser una barrera infranqueable, sino que hay que buscar una flexibilización de las “ventanas” que no trate a todas las películas por igual y permita una convivencia pacífica entre las diversas ofertas al espectador.

(Publicado en "Turia" de Valencia, diciembre de 2018).

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