Fue un hombre discreto, nada egocéntrico ni pagado de sí mismo. A mitad de camino entre los cineastas que habían surgido tras la Segunda Guerra Mundial y los de la “Nouvelle Vague”, con los que nunca se identificó y que no le tuvieron entre los suyos, Claude Sautet se esforzó siempre por trazar un camino propio. También a caballo entre su fascinación por el cine negro norteamericano, que le llevaría al género policiaco (lo que los franceses llaman “polar”), y su cada vez mayor deseo de penetrar psicológicamente en sus personajes, sí hubo algo en lo que se mantuvo constante a lo largo de su carrera: la máxima dedicación hacia el trabajo de actrices y actores, lo que le convirtió en un auténtico maestro de la interpretación cinematográfica.
Valorado como autor de “una especie de radiografía del tiempo
presente”, del que le tocó vivir durante la Francia de Pompidou y Giscard, especialmente
en una década de los 70 que concentra casi todo lo mejor de su filmografía, Sautet
fue creando un núcleo sucesivo de intérpretes que pusieron cara, ojos y cuerpo
a unos caracteres burgueses que, en sus relaciones personales y a menudo
eróticas, reflejan con sutileza y detallismo un mundo peculiar. Así, ya lejos del
Lino Ventura que protagonizó en los 60 sus primeros pasos por el “polar” en A todo riesgo y Armas para el Caribe, fueron los Michel Piccoli, Romy Schneider,
Yves Montand, Daniel Auteuil o Emmanuelle Béart quienes incorporaron esa
estirpe de personajes que han caracterizado su obra.
En varias ocasiones logrando hitos fundamentales de su
carrera, como en el caso de la pareja Piccoli/Schneider, cuya presencia en Las cosas de la vida catapultó el
conocimiento internacional de Sautet tras el éxito del film en el Festival de
Cannes de 1970. Una pareja que luego repetiría felizmente con él al año
siguiente en la sombría Max y los
chatarreros, mientras que solo meses después en César et Rosalie,
estúpidamente llamada en España nada menos que Ella, yo y el otro, entraría Montand en el elenco. De hecho, él, Piccoli
y Schneider declararon en numerosas ocasiones su admiración por Sautet, al que
la actriz austriaca (que trabajó a su lado en cinco ocasiones) solo situaba por
debajo de su adorado Visconti. Lástima que en nuestro país la mayoría viera
esas películas dobladas, no en la versión original que permitía apreciar decisivos
matices, contrapuntos e ironías.
Como es lógico, ese dominio interpretativo tenía que basarse
en unos guiones y unos diálogos de gran precisión y brillantez, terreno en el
que Sautet se hizo acompañar a menudo por Jean-Loup Dabadie o, después, Jacques
Fieschi, como lo hizo con la fotografía de Jean Boffety. Lo cierto es que él
siempre se consideró más guionista que director, terreno al que había llegado
–según confesión propia– un tanto por casualidad, después de haber estudiado
Escultura e iniciarse en el cine como una simple práctica profesional, mientras
iba elaborando guiones propios o corrigiendo los ajenos. Pero su ayudantía con
autores de la enorme valía de un Jacques Becker o un Georges Franju, con quien
también colaboró en la escritura de su fundamental Ojos sin rostro, acabó conduciéndole hacia la realización. Con un
primer paso, la comedia musical Bonjour Sourire!,
de título paródico hacia la famosa novela de Françoise Sagan, que nunca
consideró suya al haberse limitado a asumir la labor que otro director no acabó
de efectuar. Sería la posterior dedicación al “polar” lo que ya consideró como
algo propio.
Lo adelantaba el propio Sautet cuando se refería a que “el
hombre se desestabiliza y está tentado por la autodestrucción, aunque trate
siempre de ocultarlo a los demás. No sabe comportarse, sobre todo en sus
relaciones con las mujeres, y traiciona a menudo sus sueños de juventud”. De
ahí que rechazando lo explícito y apoyado en la observación y el matiz, su
sutileza en definitiva, el autor francés vaya elaborando con discreción sus
relatos, a menudo como piezas musicales que entrelazan sus notas y sus melodías
hacia unas conclusiones a las que el espectador ha de llegar por sí mismo.
Los asistentes a la 70 edición del Festival de San Sebastián
van a tener la fortuna de poder ver la filmografía casi íntegra de Claude
Sautet. Será importante conocer, en especial, las opiniones de los más jóvenes,
de quienes ni habían nacido cuando lo hicieron esas películas, incluso las dos
últimas y espléndidas Un corazón en
invierno y Nelly y el Sr. Arnaud,
León de Plata a la Mejor Dirección en la Mostra de Venecia de 1992 y Premio
Especial del Jurado en el Festival de Valladolid de 1995, respectivamente,
además de lograr sendos Premios Cesar al Mejor Director. Dará ese nuevo
público, que hoy prácticamente ha olvidado tanto a Sautet como a la gran
mayoría de los nombres del “cine de autor” de la época, su plebiscito sobre esa
filmografía. Me atrevo a predecir que será favorable e incluso entusiasta.
(Publicado en "El Cultural", 9-15 de septiembre de 2022).
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