Texto de la conferencia pronunciada en la Fundación BBVA, de Madrid, el 28 de septiembre de 2022, dentro del Ciclo "Las artes y los confinamientos en los siglos XX y XXI", organizado conjuntamente por dicha Fundación y la Academia de Bellas Artes de San Fernando. (Los números entre paréntesis y en azul corresponden a las imágenes del Power Point que acompañaba a la conferencia).
(1) Cuando Walter Benjamin señalaba en su “Libro de los pasajes” que “el presente no es un estado de vigilia sino de peligrosa ensoñación, de la cual solo el recuerdo, el pasado vivo, nos despierta. Por ello, recordar y despertar son íntimamente afines”, nos estaba marcando sin saberlo un camino para abordar la historia del cine. Una historia que encierra la continua tensión entre la libertad, esa palabra sagrada tan mal empleada últimamente, y la represión; entre el derecho del creador a expresarse libremente y las argollas de quienes tratan de confinarle. O, en todo caso, a utilizar sus obras como vehículos de propaganda de regímenes políticos totalitarios.
(2) Desde la primera proyección pública
del cinematógrafo el 28 de diciembre de 1895 en el Boulevard des Capucines de
París (invención que muy pronto llegaría a España, a Madrid concretamente, el
14 de mayo de 1896, con ocasión de las fiestas de San Isidro), los ojos de los
biempensantes y los censores se lanzaron sobre él. Aquellas proyecciones
iniciales comenzaban siempre con La
salida de los obreros de la fábrica Lumière, un presunto documental que
investigaciones de la Cinemateca de Lyon han demostrado que en realidad se trataba de una
ficción varias veces ensayada por los trabajadores de la pequeña factoría (3). Y junto a esta “Salida de los
obreros…” se solía mostrar La llegada de
un tren a la estación de La Ciotat, donde se veía avanzar un convoy desde
el fondo hasta el primer plano de la imagen, con el susto de unos espectadores
que contemplaban algo así por primera vez (4). Inmediatamente hubo
voces que proclamaron que aquella impresión podía ser muy perjudicial para la
salud, sobre todo para el corazón y el sistema nervioso de quienes lo estuvieran
contemplando en la oscuridad y en compañía de otros.
Ya se sabe que el cine surgió y se desarrolló como un
espectáculo de barraca de feria, asimilado al tren del miedo, la mujer barbuda
o el túnel de la risa. No iba más allá en la consideración de una sociedad dentro
de la que la burguesía estaba experimentando un gran auge económico. Pero el
cine salió del confinamiento ferial y se fue expandiendo gracias al apoyo de
las clases populares, que lo hicieron un espectáculo suyo, lo que motivó que
cada vez fuera ganando más terreno, ya dentro de los espacios urbanos. Y van
surgiendo los barracones de madera (5),
cada vez más amplios, pero también más susceptibles de sufrir incendios debidos
al celuloide inflamable y a los cigarrillos del público, con fuego que los
devora con frecuencia y causa numerosas víctimas humanas.
De ahí que la primera preocupación de las autoridades fuera evitar
esos incendios mediante la tajante prohibición de aquellos peligrosos recintos,
en los que veían una amenaza para los ciudadanos. Y que daría pábulo a frases
realmente salvajes como la de, años después, el Obispo de Pamplona, Monseñor
Olaechea: “Son los cines tan grandes
destructores de la virilidad moral de los pueblos, que no dudamos que sería un
gran bien para la Humanidad el que se incendiaran todos… En tanto llegue ese
fuego bienhechor, señalaba el prelado,
¡feliz el pueblo a cuya entrada rece con verdad un cartel que diga: Aquí no hay
cine!”.
Porque, paralelamente, la clase dominante veía otro peligro,
este de carácter moral y relativo a lo que consideraban “buenas costumbres”:
las imágenes que las pantallas mostraban ponían a menudo en cuestión
convicciones arraigadas, sobre todo en lo que se refería a costumbres amorosas
fuera de las normas imperantes. No bastaba, como se hacía en diversos países,
entre ellos el nuestro, separar las localidades entre zonas para hombres y
zonas para mujeres, a la manera en que se hacía y se hace en las mezquitas
musulmanas. Aunque, a partir de 1921, una Orden municipal permitió en Madrid un
tercer espacio dedicado a las parejas, por supuesto heterosexuales, pero
iluminada por una luz roja para evitar en lo posible contactos físicos… No,
esto no era suficiente. Había que actuar decididamente mediante la prohibición,
la censura y la persecución de aquellas películas y sus responsables que
pretendieran saltarse los límites establecidos. Como diría claramente Bernard
Shaw, “todas las censuras existen para
impedir que se desafíen las concepciones actuales y las instituciones
existentes, justo lo que necesita el progreso para avanzar”.
Papel represivo en el que, como lo acabamos de ver, tuvo
parte fundamental –dentro del ámbito de la cultura occidental– una Iglesia Católica
que consideró desde el principio al cine como “un arte diabólico” y “una escuela de perversión”, del que había
que defenderse a toda costa. Bueno, lo de “arte” tardó tiempo en implementarse,
pasaron años ante de ser considerado así, lo que se lograría en buena parte
gracias a los llamados “Films d’Art”, que adaptaban obras famosas del teatro o
de la literatura mundial, atreviéndose incluso con una adaptación del Quijote
en quince cuadros y en un tiempo récord de veinte minutos…
Pero ello sirvió para darle una pátina de seriedad y
reconocimiento a aquel espectáculo de feria. Lo que adquiriría carta de
naturaleza cuando en su Manifiesto de las
Siete Artes, de 1911, el escritor futurista italiano Ricciotto Canudo (6) incluyese al cine como la séptima
de ellas, considerándolo un “arte
plástico en movimiento” que fusionaba a las restantes. El bautismo
académico daba alas a una forma de expresarse que pronto generaría figuras como
el considerado “padre del lenguaje del cine”, David Wark Griffith, Charles Chaplin
o Buster Keaton, “estrellas” de la popularidad de Mary Pickford, Theda Bara o
Rodolfo Valentino, o movimientos decisivos como el expresionismo alemán y el
vanguardismo francés, coetáneos de una primera Gran Guerra Mundial, donde el
cine, en especial el documental, ya sería utilizado como elemento no solo
testimonial sino de abierta propaganda (7).
Eran los años, tras la Revolución Rusa, en que Lenin
proclamase a los cuatro vientos que “el
cine es, entre todas las artes, la más importante”. No porque el dirigente
marxista fuese un cinéfilo empedernido, sino porque veía que a través del cine
podía llegar a unas masas todavía en buena parte analfabetas y emprender, a
través de las películas, una verdadera tarea ideologizadora. Aunque la
creatividad de unos jóvenes cineastas, plenos de ímpetu revolucionario y entusiasmo
por la nueva época, consiguieran convertir en obras maestras lo que en origen
era pura propaganda. Eisenstein con La
huelga y Octubre; Pudovkin con La madre, Dovjenko con Arsenal, el Cine-Ojo de Dziga Vértov o
el grupo FEKS (Fábrica del Actor Excéntrico) en su opción por la comedia
satírica, lograron obras maestras. Y en 1925, por encima de todas ellas, un Acorazado Potemkin (8), en el que Eisenstein, al narrar la insurrección de 1905 contra
el régimen zarista, conseguiría una de las secuencias más icónicas de la
historia del cine: la del descenso de las escaleras de Odesa, con el ejército
reprimiendo a los manifestantes y aquella madre que cae abatida por un balazo
mientras el carrito con su bebé se despeña por los escalones… (9).
También el cine todavía mudo alcanzó en España una gran
popularidad, en buena parte por esa tasa de analfabetismo citada, que aquí alcanzaba
proporciones superiores al 50%. Surgió por ello entonces, junto a los músicos que
acompañaban las proyecciones, la figura de los “explicadores”, que iban leyendo
los intertítulos de las películas o explicando su contenido para que el público
no se perdiera en la trama. Manuel Gutiérrez Aragón contaba cómo en su localidad
cántabra había un conocido “explicador” que cuando en la pantalla surgía un
beso amoroso (10), decía siempre: “Esto, señoras y señores, carece de explicación”… Eso si el cura de ese o de cualquier otro lugar no ponía su
mano delante del proyector para que los espectadores no se dejaran llevar por
la concupiscencia, como recordarán ustedes que Cinema Paradiso reflejaba en el ámbito de una pequeña ciudad
italiana.
En contraposición, España quizá sea el único país en que su
jefe de Estado, en este caso Alfonso XIII, haya financiado la producción de
películas pornográficas que todavía se conservan, caso de El confesor, El ministro y
Consultorio de señoras (11). Realizadas
en Barcelona por un buen director, Ricardo de Baños, y su hermano Ramón, interpretadas
por prostitutas, chulos y golfos, la intermediación correspondía al Conde de
Romanones y eran vistas con alborozo en palacio por el monarca junto a un
escogido grupo de amigos e integrantes de su Corte más cercana.
Ejemplo paradójico porque, de una u otra manera, el cine, y
ahora el audiovisual en general, siempre ha estado bajo sospecha. ¿Por qué esa
inquina?, cabe preguntarse. Y, lo que quizá todavía sea peor, sujeto a una
simple valoración como medio de propaganda y manipulación por parte de los
poderes establecidos, silenciando su papel testimonial en beneficio de una
utilización partidista. Ya aquellos jóvenes revolucionarios soviéticos veían
censurados sus nuevos proyectos, que no respondían a los esquemas del llamado “realismo
socialista” impuesto por el estalinismo, al que tampoco le temblaba la mano
para borrar literalmente de cualquier imagen la presencia de un Trotsky
convertido en máximo enemigo. Ya se acercaba aquel momento, década de los 30, para
el que Gramsci previese cómo “el viejo
mundo se muere, pero el nuevo tarda en nacer. Y en ese claroscuro aparecen los
monstruos”… Unos monstruos llamados fascismo, nazismo, estalinismo, todos
ellos volcados en usar el cine en su propio beneficio con el objetivo de
adoctrinar a sus súbditos.
Si la obsesión de Hitler y Goebbels fue lograr un equivalente
al Potemkin, lo que nunca consiguieron
pese a poner todo el dinero y la maquinaria del Estado en fomentar una
producción nacionalsocialista que diera la vuelta al mundo desde los potentes
estudios UFA, en Potsdam, al lado de Berlín, Mussolini no le anduvo a la zaga.
Encargó a su propio hijo, Vittorio, el diseño de una cinematografía al servicio
del fascismo, creó un Instituto Luce dedicado sobre todo al documental de
propaganda e incluso fundó en 1932 el primer Festival de Cine que existió, la
Mostra de Venecia, que proclamaba que “la
cinematografía es el arma más poderosa” (12). Mientras, se prohibía aquellas películas que, de una
producción que en 1942, en pleno conflicto bélico, llegó a 120 títulos, no se
ajustasen al ideario oficial.
Las censuras contra el cine y su utilización proliferaron por
doquier, incluso en la España de la II República, que mantuvo una práctica
censorial que arrancó en 1912 durante la monarquía, prohibiendo, por ejemplo, la
República, durante el conocido como “bienio negro”, el documental de Luis
Buñuel sobre Las Hurdes, Tierra sin pan (13), de 1933. Al tiempo que la Francia
del Frente Popular no dudaba en auspiciar films que divulgasen su ideología, como
La vie est à nous (producida
directamente por el Partido Comunista) o El
crimen de Monsieur Lange. Pero, eso sí, con el acierto de encargárselo a un
talento de la altura del de Jean Renoir, que dirigiría ambos, al igual que La Marsellesa (14), de tintes muy nacionalistas. La ardua batalla ideológica y
política que se vivía en la Europa de los 30, tuvo así su claro reflejo en las
pantallas.
Como tampoco podía ser de otra manera, la II Guerra Mundial
supuso el apogeo del uso y abuso del cine como factor de propaganda y prohibición
o silenciamiento del que no fuese favorable a las ideas de cada régimen. Aunque
a su término, surgiría junto a la derrota del nazismo un movimiento de máxima
libertad y originalidad creativas: el neorrealismo italiano, a hombros de
maestros como Rossellini y su Roma, città
aperta (15), Visconti con La terra trema o De Sica con Ladrón de bicicletas, y una figura que,
desde la escritura del guion, iría marcando los parámetros del movimiento,
Cesare Zavattini (16). En su exploración de la sociedad
posbélica, en el protagonismo que otorgaba a las clases populares, en los
conflictos que mostraba de un país empobrecido por el fascismo y la guerra, no ha
habido momento tan transformador en la historia del cine como el acaecido en
Italia entre 1945 y 1951.
Solo una década después, la Nouvelle Vague francesa surgía con
Godard (en A bout de souffle, Al final de la escapada en España (17). Una Nueva Ola también con Truffaut
(Los 400 golpes) y Resnais (Hiroshima mon amour) al frente, que provocaría
el surgimiento de “Nuevos Cines” en los cinco continentes como santo y seña de
una generación joven que se estaba adueñando progresivamente del mundo.
No lo vivimos así en España, atenazados por una censura que puso
pronto en marcha el segmento del bando llamado “nacionalista” radicado en Salamanca,
y que se consolidaría tras la finalización de la Guerra Civil. Censura
monolítica que prohibió radicalmente esos títulos señeros del neorrealismo, que
solo conocieron nuestros jóvenes realizadores como Bardem y Berlanga por
minoritarias Semanas de Cine Italiano que se desarrollaron en Madrid y que
supusieron una verdadera epifanía para ellos. Habían vivido y sufrido una
década, la de los 40, donde solo algunas excepciones como la semidesconocida Vida en sombras, de Llobet Gràcia (18), o algunos films de Edgar Neville
supusieron una excepción a las producciones de glorificación patria, de habitual
cartón piedra, que el franquismo impulsaba sobre todo a través de la productora
Cifesa. Periodo en el que llegó a darse un hecho inusual, que el propio Franco
escribiese un guion, el de Raza (19), llevado a la pantalla por José
Luis Sáenz de Heredia, primo hermano de José Antonio, el fundador de Falange
Española.
Bardem, Berlanga, Fernán-Gómez o el José Antonio Nieves Conde
de Surcos y El inquilino se sumaron decididamente, ya en los 50, al silenciado
clamor por la libertad de expresión. Un clamor que les aglutinaba con un amplio
grupo antifranquista que se extendía hacia otros campos de la cultura española:
la narrativa de Aldecoa, Ferlosio, Sueiro, Jesús Fernández Santos o Delibes; el
teatro de Sastre, Buero Vallejo y Carlos Muñiz; las propuestas plásticas de los
colectivos El Paso, Dau al Set, Estampa Popular, Equipo 57 y la Escuela de
Madrid, e incluso la música vanguardista de la Generación del 51, la de Luis de
Pablo, Cristóbal Halffter, Antón García Abril, Xavier Montsalvatge o, más joven,
Tomás Marco. Significaba todo un movimiento crítico y renovador que iría
desplegando su talento a través de, limitándome al cine, obras señeras como Esa pareja feliz, Bienvenido Mister Marshall (20),
Muerte de un ciclista, Calle Mayor, La vida por delante o, más tarde, Plácido y El verdugo (ya
con la aportación decisiva de Rafael Azcona en la obra de Berlanga) o Nunca pasa nada (21), otra muestra del mejor Bardem. Junto a las de Bardem y Berlanga,
hay que situar dos obras maestras de
Fernán-Gómez, El extraño viaje y El mundo sigue, y un Carlos Saura que había
iniciado con Los golfos una trayectoria
de enorme riqueza a la que ya asomaba La
caza. Por desgracia, Luis Buñuel no tendría posibilidad de rodar en España
hasta 1961, cuando filma Viridiana (22), verdadera “bestia negra” para el
Vaticano y para el franquismo, que –tras obtener la Palma de Oro del Festival
de Cannes– no solo es prohibida sino a la que se llega a negar su existencia.
Todas y cada una de las películas citadas sufrieron en sus
carnes una censura impenitente que el franquismo ejerció entre 1939 y 1977, al
comenzar la democracia. Su ejecutoria supone una auténtica infamia, de especial
virulencia contra el cine por su carácter popular y masivo en aquellos años en los
que significaba el principal recurso de ocio. Con la doble censura, sobre guion
y a película realizada, quedaron cercenadas muchas obras en su raíz y en su
desarrollo. La censura franquista no se limitó a unas cuantas anécdotas
curiosas o divertidas, como ahora se citan a menudo, sino que fue un mecanismo
de represión que abortó, o cuando menos confinó hasta el límite, proyectos que
habrían sido fundamentales para la cultura española.
Porque a esa labor gubernamental hay que sumar la ejercida
por la Iglesia, con aquellas calificaciones del 1 al 4 que lanzaba cada semana la
Oficina Católica del Cine. 3 para Mayores, 3-R para Mayores con Reparos y 4
para películas consideradas nada menos que “gravemente
peligrosas”, lo que si para los creyentes significaba una barrera a la hora
de ir a las salas, para los no creyentes suponía un acicate irresistible… Solo ya
avanzados los 50, cuando el Papa Pío XII (llamado “el Papa del Cine”) publicó
la encíclica Miranda Prorsus (23), la actitud eclesiástica fue
variando desde la condena rotunda que propugnase otra encíclica, la Vigilanti cura de Pio XI en 1936 (donde
se aseguraba que el cine fomentaba “la
relajación de las facultades mentales y las fuerzas espirituales de los
espectadores”), hasta la búsqueda propuesta por Pío XII de un “film ideal”
que fomentase los valores predicados por el catolicismo y que incluso dio
nombre a una revista especializada española. La línea del Concilio Vaticano II,
con posiciones más abiertas y tolerantes, tardaron en llegar a España, aferrada
a un nacional-catolicismo que se veía ya con los días contados, pero que pugnó
por sobrevivir hasta la muerte del dictador.
Tampoco en Estados Unidos se aceptó con facilidad el viento
de libertad que había surgido con tanta fuerza tras el fin de la II Guerra
Mundial. Allí fue el macartismo (adjetivo derivado del nombre del senador
republicano Joseph McCarthy) (24) el
que se impuso durante más de una década, hasta casi los años 60. La reacción en
Hollywood había comenzado con el temor ante las protestas salariales y de
condiciones laborales emprendidas por los trabajadores de la industria
cinematográfica. El apoyo que recibieron por parte de cineastas muy diversos se
volvió contra ellos, al ser acusados de pertenencia al Partido Comunista y de
actuar en contra de los intereses nacionales. Fue entonces, en 1950, ya con la
Guerra de Corea por medio, cuando se creó el Comité de Actividades
Antiamericanas, presidido por el citado McCarthy, que fue citando a declarar a
muchas personalidades conocidas, sobre todo directores, guionistas y actores.
Las productoras ejercieron entonces una auténtica “caza de
brujas” a través de “listas negras” con nombres a quienes impedía trabajar en
sus Estudios. Fueron frecuentes las negativas a declarar ante el Comité por
parte de los conocidos como “testigos inamistosos”, en especial los guionistas
y directores que integraron el grupo más combativo, los llamados Diez de
Hollywood (25), varios de los cuales
acabarían en la cárcel por desacato. Frente a ello se posicionó el Comité de la
Primera Enmienda (formado sobre todo por famosos actrices y actores), Enmienda
que proclama la libertad de expresión; y se dieron posturas honestas, como la
de John Ford frente a la de Cecil B. De Mille en el Sindicato de Directores. Pero
predominaron las denuncias o delaciones, entre las que destacaron las de Gary
Cooper, Robert Taylor y Ronald Reagan. E incluso el gran Elia Kazan pagó una
página de publicidad en el “New York Times” (26) justificando su delación contra presuntos comunistas e
instando a que otros siguieran su camino…
Fue un periodo realmente oscuro y penoso para el cine
norteamericano, que motivó, aparte de la cárcel para varios, el exilio a Europa
de figuras de la valía de Charles Chaplin, Jules Dassin o John Berry. Y que,
por ejemplo, un gran guionista, Dalton Trumbo, tuviese que firmar con diversos
seudónimos que le servían de “tapadera”, incluso ganando así dos Oscar, por Vacaciones en Roma y El Bravo; y hasta, trágicamente, la “caza
de brujas” quebró la vida del actor más prometedor del momento, John Garfield (27).
En el país que presumía de ser tierra de libertad, el macartismo se llevó por
delante toda una generación ligada al cine. La sentencia la pronunciaría Orson
Welles: “Lo malo de la izquierda
estadounidense es que traicionó para salvar sus piscinas. Somos pocos quienes
no hemos traicionado nuestra postura, los que no hemos dado nombres de otras
personas”…
En Europa, mientras, se va imponiendo la actitud de defensa
de la libertad de expresión, de la apuesta por la diversidad, del respeto y
apoyo al creador, aunque ello no se traduzca en demasiadas facilidades
económicas en su trabajo. Pervive en cada país la censura gubernamental, pero
Francia ya se plantea eliminarla desde 1974, para que pase a emitir
recomendaciones a los espectadores, sobre todo para los de edad infantil, solo tres
años antes de que, por ejemplo, la censura gubernamental también se suprima en
España, como ya hemos indicado. El cine europeo parece respirar en este nuevo
clima de abierta confianza en que la relación entre las obras y su público se
mueve en un terreno no conflictivo a causa de la represión, el recelo o el
simple trato comercial que busca altos rendimientos de taquilla, como sucede
con el cine mayoritario que llega del otro lado del Atlántico.
Pero no cesan las pretensiones de confinamiento, de silenciamiento,
para las obras más libres. Y dada la desaparición o el relajamiento de las
censuras gubernativas, surge entonces la práctica de denuncia de determinadas
películas ante la justicia por parte de asociaciones, grupos o personas de un
catolicismo ultraconservador, modo de actuar donde Italia lleva la delantera. Recordemos, en este sentido, el calvario judicial sufrido por El último tango en París (28). Igual que el film de
Bertolucci, otros como Salò o los 120
días de Sodoma, de Pasolini; Marcia
trionfale, de Bellochio; L’ape regina,
de Ferreri, y tantas más son denunciados ante los tribunales que, como medida
cautelar, prohíben su exhibición y, por tanto, su normal comercialización. Aunque
finalmente, tras un largo tiempo de recursos e incluso cambios obligados en su
relato o sus imágenes, quedan liberados.
Entre nosotros, esa práctica adquiere un perfil exacerbado
cuando El crimen de Cuenca (29) es llevada ante la Justicia
militar, con petición fiscal para su directora, Pilar Miró, de nada menos que
seis años de cárcel. El caso se convierte en un “affaire” nacional que llega al
Parlamento, provocando encendidas disputas políticas entre el Gobierno de la
UCD y la oposición del PSOE, que logra que, mediante una reforma del Código de
Justicia Militar, el asunto salga de esa jurisdicción, pase a la civil, y sea
finalmente sobreseído. Pero no sin erigirse en un claro exponente de las
contradicciones y tensiones múltiples que tienen su seno en el proceso de la
transición política española.
Siempre sujetas las obras a unas normas legales cuya
aplicación corresponde, como es lógico, a los jueces, las mayores amenazas contra
la libertad de expresión en este siglo XXI provienen no ya de una Europa que se
enorgullece de haberlas desterrado, como de dictaduras teocráticas como un Irán
de triste actualidad, donde cineastas como Jafar Panahi (30) y Mohammad Rasoulof pasan temporadas en la cárcel o confinados
en sus casas, aunque luchen siempre por seguir rodando. O de carácter político,
caso de Cuba, Venezuela o Nicaragua, entre los países iberoamericanos, y la
Rusia de Putin, que lleva reprimiendo cineastas desde mucho antes de su
criminal invasión a Ucrania.
En todo caso, es una mala praxis de la llamada “corrección
política” lo que está gravitando sobre la producción cinematográfica, en
especial la norteamericana, muy lejos de aquel espíritu testimonial y
comprometido de sus mejores autores de los 70. Cuando Pollack, Pakula,
Mulligan, Penn, Lumet o Frankenheimer
mostraban en la pantallas de todo el mundo los conflictos de una sociedad corroída por
la violencia, la corrupción y la falsificación de las propias imágenes, como no
había podido hacerse desde la inquisición macartista (31).
Igual que las filmografías de tantos autores decisivos de
estos años, incluyendo los dos de la pandemia que los diversos sectores de la
industria cinematográfica han vivido con tanta penuria y una competencia tan
fuerte de las plataformas digitales, obras como estas y otras muchas que he
citado en mi intervención suponen lo que Faulkner solicitaba para la escritura,
que fuera “como encender una cerilla en
un campo oscuro: no se ilumina todo, pero sí lo bastante para que nos demos
cuenta del tamaño de la oscuridad”.
El cine, tantas veces odiado, confinado o prostituido en aras
de un beneficio político o económico, posee también esa capacidad de iluminar
para que comprobemos hasta qué punto nos rodea la oscuridad. O, como ha dicho el
director australiano George Miller de manera similar, el cine viene a ser “esa vela tintineante en una casa a oscuras
en la noche más profunda”. En ello confiamos y, si se mantiene fiel a ese
principio, nunca ha sido ni será vencido por fuerzas coercitivas que busquen
anularlo, destruirlo o confinarlo (32).
Siempre ha salido vencedor de una pugna que quizá nunca tenga fin porque, en verdad,
es un factor más de la lucha global por la democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario