El cine como testimonio silenciado


Texto de la conferencia pronunciada en la Fundación BBVA, de Madrid, el 28 de septiembre de 2022, dentro del Ciclo "Las artes y los confinamientos en los siglos XX y XXI", organizado conjuntamente por dicha Fundación y la Academia de Bellas Artes de San Fernando. (Los números entre paréntesis y en azul corresponden a las imágenes del Power Point que acompañaba a la conferencia). 


(1) Cuando Walter Benjamin señalaba en su “Libro de los pasajes” que “el presente no es un estado de vigilia sino de peligrosa ensoñación, de la cual solo el recuerdo, el pasado vivo, nos despierta. Por ello, recordar y despertar son íntimamente afines”, nos estaba marcando sin saberlo un camino para abordar la historia del cine. Una historia que encierra la continua tensión entre la libertad, esa palabra sagrada tan mal empleada últimamente, y la represión; entre el derecho del creador a expresarse libremente y las argollas de quienes tratan de confinarle. O, en todo caso, a utilizar sus obras como vehículos de propaganda de regímenes políticos totalitarios.

(2) Desde la primera proyección pública del cinematógrafo el 28 de diciembre de 1895 en el Boulevard des Capucines de París (invención que muy pronto llegaría a España, a Madrid concretamente, el 14 de mayo de 1896, con ocasión de las fiestas de San Isidro), los ojos de los biempensantes y los censores se lanzaron sobre él. Aquellas proyecciones iniciales comenzaban siempre con La salida de los obreros de la fábrica Lumière, un presunto documental que investigaciones de la Cinemateca de Lyon han demostrado que en realidad se trataba de una ficción varias veces ensayada por los trabajadores de la pequeña factoría (3). Y junto a esta “Salida de los obreros…” se solía mostrar La llegada de un tren a la estación de La Ciotat, donde se veía avanzar un convoy desde el fondo hasta el primer plano de la imagen, con el susto de unos espectadores que contemplaban algo así por primera vez (4). Inmediatamente hubo voces que proclamaron que aquella impresión podía ser muy perjudicial para la salud, sobre todo para el corazón y el sistema nervioso de quienes lo estuvieran contemplando en la oscuridad y en compañía de otros.

Ya se sabe que el cine surgió y se desarrolló como un espectáculo de barraca de feria, asimilado al tren del miedo, la mujer barbuda o el túnel de la risa. No iba más allá en la consideración de una sociedad dentro de la que la burguesía estaba experimentando un gran auge económico. Pero el cine salió del confinamiento ferial y se fue expandiendo gracias al apoyo de las clases populares, que lo hicieron un espectáculo suyo, lo que motivó que cada vez fuera ganando más terreno, ya dentro de los espacios urbanos. Y van surgiendo los barracones de madera (5), cada vez más amplios, pero también más susceptibles de sufrir incendios debidos al celuloide inflamable y a los cigarrillos del público, con fuego que los devora con frecuencia y causa numerosas víctimas humanas.

De ahí que la primera preocupación de las autoridades fuera evitar esos incendios mediante la tajante prohibición de aquellos peligrosos recintos, en los que veían una amenaza para los ciudadanos. Y que daría pábulo a frases realmente salvajes como la de, años después, el Obispo de Pamplona, Monseñor Olaechea: “Son los cines tan grandes destructores de la virilidad moral de los pueblos, que no dudamos que sería un gran bien para la Humanidad el que se incendiaran todos… En tanto llegue ese fuego bienhechor, señalaba el prelado, ¡feliz el pueblo a cuya entrada rece con verdad un cartel que diga: Aquí no hay cine!”.

Porque, paralelamente, la clase dominante veía otro peligro, este de carácter moral y relativo a lo que consideraban “buenas costumbres”: las imágenes que las pantallas mostraban ponían a menudo en cuestión convicciones arraigadas, sobre todo en lo que se refería a costumbres amorosas fuera de las normas imperantes. No bastaba, como se hacía en diversos países, entre ellos el nuestro, separar las localidades entre zonas para hombres y zonas para mujeres, a la manera en que se hacía y se hace en las mezquitas musulmanas. Aunque, a partir de 1921, una Orden municipal permitió en Madrid un tercer espacio dedicado a las parejas, por supuesto heterosexuales, pero iluminada por una luz roja para evitar en lo posible contactos físicos… No, esto no era suficiente. Había que actuar decididamente mediante la prohibición, la censura y la persecución de aquellas películas y sus responsables que pretendieran saltarse los límites establecidos. Como diría claramente Bernard Shaw, “todas las censuras existen para impedir que se desafíen las concepciones actuales y las instituciones existentes, justo lo que necesita el progreso para avanzar”.

Papel represivo en el que, como lo acabamos de ver, tuvo parte fundamental –dentro del ámbito de la cultura occidental– una Iglesia Católica que consideró desde el principio al cine como “un arte diabólico” y “una escuela de perversión”, del que había que defenderse a toda costa. Bueno, lo de “arte” tardó tiempo en implementarse, pasaron años ante de ser considerado así, lo que se lograría en buena parte gracias a los llamados “Films d’Art”, que adaptaban obras famosas del teatro o de la literatura mundial, atreviéndose incluso con una adaptación del Quijote en quince cuadros y en un tiempo récord de veinte minutos…

Pero ello sirvió para darle una pátina de seriedad y reconocimiento a aquel espectáculo de feria. Lo que adquiriría carta de naturaleza cuando en su Manifiesto de las Siete Artes, de 1911, el escritor futurista italiano Ricciotto Canudo (6) incluyese al cine como la séptima de ellas, considerándolo un “arte plástico en movimiento” que fusionaba a las restantes. El bautismo académico daba alas a una forma de expresarse que pronto generaría figuras como el considerado “padre del lenguaje del cine”, David Wark Griffith, Charles Chaplin o Buster Keaton, “estrellas” de la popularidad de Mary Pickford, Theda Bara o Rodolfo Valentino, o movimientos decisivos como el expresionismo alemán y el vanguardismo francés, coetáneos de una primera Gran Guerra Mundial, donde el cine, en especial el documental, ya sería utilizado como elemento no solo testimonial sino de abierta propaganda (7).

Eran los años, tras la Revolución Rusa, en que Lenin proclamase a los cuatro vientos que “el cine es, entre todas las artes, la más importante”. No porque el dirigente marxista fuese un cinéfilo empedernido, sino porque veía que a través del cine podía llegar a unas masas todavía en buena parte analfabetas y emprender, a través de las películas, una verdadera tarea ideologizadora. Aunque la creatividad de unos jóvenes cineastas, plenos de ímpetu revolucionario y entusiasmo por la nueva época, consiguieran convertir en obras maestras lo que en origen era pura propaganda. Eisenstein con La huelga y Octubre; Pudovkin con La madre, Dovjenko con Arsenal, el Cine-Ojo de Dziga Vértov o el grupo FEKS (Fábrica del Actor Excéntrico) en su opción por la comedia satírica, lograron obras maestras. Y en 1925, por encima de todas ellas, un Acorazado Potemkin (8), en el que Eisenstein, al narrar la insurrección de 1905 contra el régimen zarista, conseguiría una de las secuencias más icónicas de la historia del cine: la del descenso de las escaleras de Odesa, con el ejército reprimiendo a los manifestantes y aquella madre que cae abatida por un balazo mientras el carrito con su bebé se despeña por los escalones… (9).

También el cine todavía mudo alcanzó en España una gran popularidad, en buena parte por esa tasa de analfabetismo citada, que aquí alcanzaba proporciones superiores al 50%. Surgió por ello entonces, junto a los músicos que acompañaban las proyecciones, la figura de los “explicadores”, que iban leyendo los intertítulos de las películas o explicando su contenido para que el público no se perdiera en la trama. Manuel Gutiérrez Aragón contaba cómo en su localidad cántabra había un conocido “explicador” que cuando en la pantalla surgía un beso amoroso (10), decía siempre: “Esto, señoras y señores, carece de explicación”… Eso si el cura de ese o de cualquier otro lugar no ponía su mano delante del proyector para que los espectadores no se dejaran llevar por la concupiscencia, como recordarán ustedes que Cinema Paradiso reflejaba en el ámbito de una pequeña ciudad italiana.

En contraposición, España quizá sea el único país en que su jefe de Estado, en este caso Alfonso XIII, haya financiado la producción de películas pornográficas que todavía se conservan, caso de El confesor, El ministro y Consultorio de señoras (11). Realizadas en Barcelona por un buen director, Ricardo de Baños, y su hermano Ramón, interpretadas por prostitutas, chulos y golfos, la intermediación correspondía al Conde de Romanones y eran vistas con alborozo en palacio por el monarca junto a un escogido grupo de amigos e integrantes de su Corte más cercana.

Ejemplo paradójico porque, de una u otra manera, el cine, y ahora el audiovisual en general, siempre ha estado bajo sospecha. ¿Por qué esa inquina?, cabe preguntarse. Y, lo que quizá todavía sea peor, sujeto a una simple valoración como medio de propaganda y manipulación por parte de los poderes establecidos, silenciando su papel testimonial en beneficio de una utilización partidista. Ya aquellos jóvenes revolucionarios soviéticos veían censurados sus nuevos proyectos, que no respondían a los esquemas del llamado “realismo socialista” impuesto por el estalinismo, al que tampoco le temblaba la mano para borrar literalmente de cualquier imagen la presencia de un Trotsky convertido en máximo enemigo. Ya se acercaba aquel momento, década de los 30, para el que Gramsci previese cómo “el viejo mundo se muere, pero el nuevo tarda en nacer. Y en ese claroscuro aparecen los monstruos”… Unos monstruos llamados fascismo, nazismo, estalinismo, todos ellos volcados en usar el cine en su propio beneficio con el objetivo de adoctrinar a sus súbditos.

Si la obsesión de Hitler y Goebbels fue lograr un equivalente al Potemkin, lo que nunca consiguieron pese a poner todo el dinero y la maquinaria del Estado en fomentar una producción nacionalsocialista que diera la vuelta al mundo desde los potentes estudios UFA, en Potsdam, al lado de Berlín, Mussolini no le anduvo a la zaga. Encargó a su propio hijo, Vittorio, el diseño de una cinematografía al servicio del fascismo, creó un Instituto Luce dedicado sobre todo al documental de propaganda e incluso fundó en 1932 el primer Festival de Cine que existió, la Mostra de Venecia, que proclamaba que “la cinematografía es el arma más poderosa” (12). Mientras, se prohibía aquellas películas que, de una producción que en 1942, en pleno conflicto bélico, llegó a 120 títulos, no se ajustasen al ideario oficial.

Las censuras contra el cine y su utilización proliferaron por doquier, incluso en la España de la II República, que mantuvo una práctica censorial que arrancó en 1912 durante la monarquía, prohibiendo, por ejemplo, la República, durante el conocido como “bienio negro”, el documental de Luis Buñuel sobre Las Hurdes, Tierra sin pan (13), de 1933. Al tiempo que la Francia del Frente Popular no dudaba en auspiciar films que divulgasen su ideología, como La vie est à nous (producida directamente por el Partido Comunista) o El crimen de Monsieur Lange. Pero, eso sí, con el acierto de encargárselo a un talento de la altura del de Jean Renoir, que dirigiría ambos, al igual que La Marsellesa (14), de tintes muy nacionalistas. La ardua batalla ideológica y política que se vivía en la Europa de los 30, tuvo así su claro reflejo en las pantallas.

Como tampoco podía ser de otra manera, la II Guerra Mundial supuso el apogeo del uso y abuso del cine como factor de propaganda y prohibición o silenciamiento del que no fuese favorable a las ideas de cada régimen. Aunque a su término, surgiría junto a la derrota del nazismo un movimiento de máxima libertad y originalidad creativas: el neorrealismo italiano, a hombros de maestros como Rossellini y su Roma, città aperta (15), Visconti con La terra trema o De Sica con Ladrón de bicicletas, y una figura que, desde la escritura del guion, iría marcando los parámetros del movimiento, Cesare Zavattini (16). En su exploración de la sociedad posbélica, en el protagonismo que otorgaba a las clases populares, en los conflictos que mostraba de un país empobrecido por el fascismo y la guerra, no ha habido momento tan transformador en la historia del cine como el acaecido en Italia entre 1945 y 1951.

Solo una década después, la Nouvelle Vague francesa surgía con Godard (en A bout de souffle, Al final de la escapada en España (17). Una Nueva Ola también con Truffaut (Los 400 golpes) y Resnais (Hiroshima mon amour) al frente, que provocaría el surgimiento de “Nuevos Cines” en los cinco continentes como santo y seña de una generación joven que se estaba adueñando progresivamente del mundo.

No lo vivimos así en España, atenazados por una censura que puso pronto en marcha el segmento del bando llamado “nacionalista” radicado en Salamanca, y que se consolidaría tras la finalización de la Guerra Civil. Censura monolítica que prohibió radicalmente esos títulos señeros del neorrealismo, que solo conocieron nuestros jóvenes realizadores como Bardem y Berlanga por minoritarias Semanas de Cine Italiano que se desarrollaron en Madrid y que supusieron una verdadera epifanía para ellos. Habían vivido y sufrido una década, la de los 40, donde solo algunas excepciones como la semidesconocida Vida en sombras, de Llobet Gràcia (18), o algunos films de Edgar Neville supusieron una excepción a las producciones de glorificación patria, de habitual cartón piedra, que el franquismo impulsaba sobre todo a través de la productora Cifesa. Periodo en el que llegó a darse un hecho inusual, que el propio Franco escribiese un guion, el de Raza (19), llevado a la pantalla por José Luis Sáenz de Heredia, primo hermano de José Antonio, el fundador de Falange Española.

Bardem, Berlanga, Fernán-Gómez o el José Antonio Nieves Conde de Surcos y El inquilino se sumaron decididamente, ya en los 50, al silenciado clamor por la libertad de expresión. Un clamor que les aglutinaba con un amplio grupo antifranquista que se extendía hacia otros campos de la cultura española: la narrativa de Aldecoa, Ferlosio, Sueiro, Jesús Fernández Santos o Delibes; el teatro de Sastre, Buero Vallejo y Carlos Muñiz; las propuestas plásticas de los colectivos El Paso, Dau al Set, Estampa Popular, Equipo 57 y la Escuela de Madrid, e incluso la música vanguardista de la Generación del 51, la de Luis de Pablo, Cristóbal Halffter, Antón García Abril, Xavier Montsalvatge o, más joven, Tomás Marco. Significaba todo un movimiento crítico y renovador que iría desplegando su talento a través de, limitándome al cine, obras señeras como Esa pareja feliz, Bienvenido Mister Marshall (20), Muerte de un ciclista, Calle Mayor, La vida por delante o, más tarde, Plácido y El verdugo (ya con la aportación decisiva de Rafael Azcona en la obra de Berlanga) o Nunca pasa nada (21), otra muestra del mejor Bardem. Junto a las de Bardem y Berlanga, hay que situar dos obras maestras de Fernán-Gómez, El extraño viaje y El mundo sigue, y un Carlos Saura que había iniciado con Los golfos una trayectoria de enorme riqueza a la que ya asomaba La caza. Por desgracia, Luis Buñuel no tendría posibilidad de rodar en España hasta 1961, cuando filma Viridiana (22), verdadera “bestia negra” para el Vaticano y para el franquismo, que –tras obtener la Palma de Oro del Festival de Cannes– no solo es prohibida sino a la que se llega a negar su existencia.

Todas y cada una de las películas citadas sufrieron en sus carnes una censura impenitente que el franquismo ejerció entre 1939 y 1977, al comenzar la democracia. Su ejecutoria supone una auténtica infamia, de especial virulencia contra el cine por su carácter popular y masivo en aquellos años en los que significaba el principal recurso de ocio. Con la doble censura, sobre guion y a película realizada, quedaron cercenadas muchas obras en su raíz y en su desarrollo. La censura franquista no se limitó a unas cuantas anécdotas curiosas o divertidas, como ahora se citan a menudo, sino que fue un mecanismo de represión que abortó, o cuando menos confinó hasta el límite, proyectos que habrían sido fundamentales para la cultura española.

Porque a esa labor gubernamental hay que sumar la ejercida por la Iglesia, con aquellas calificaciones del 1 al 4 que lanzaba cada semana la Oficina Católica del Cine. 3 para Mayores, 3-R para Mayores con Reparos y 4 para películas consideradas nada menos que “gravemente peligrosas”, lo que si para los creyentes significaba una barrera a la hora de ir a las salas, para los no creyentes suponía un acicate irresistible… Solo ya avanzados los 50, cuando el Papa Pío XII (llamado “el Papa del Cine”) publicó la encíclica Miranda Prorsus (23), la actitud eclesiástica fue variando desde la condena rotunda que propugnase otra encíclica, la Vigilanti cura de Pio XI en 1936 (donde se aseguraba que el cine fomentaba “la relajación de las facultades mentales y las fuerzas espirituales de los espectadores”), hasta la búsqueda propuesta por Pío XII de un “film ideal” que fomentase los valores predicados por el catolicismo y que incluso dio nombre a una revista especializada española. La línea del Concilio Vaticano II, con posiciones más abiertas y tolerantes, tardaron en llegar a España, aferrada a un nacional-catolicismo que se veía ya con los días contados, pero que pugnó por sobrevivir hasta la muerte del dictador.

Tampoco en Estados Unidos se aceptó con facilidad el viento de libertad que había surgido con tanta fuerza tras el fin de la II Guerra Mundial. Allí fue el macartismo (adjetivo derivado del nombre del senador republicano Joseph McCarthy) (24) el que se impuso durante más de una década, hasta casi los años 60. La reacción en Hollywood había comenzado con el temor ante las protestas salariales y de condiciones laborales emprendidas por los trabajadores de la industria cinematográfica. El apoyo que recibieron por parte de cineastas muy diversos se volvió contra ellos, al ser acusados de pertenencia al Partido Comunista y de actuar en contra de los intereses nacionales. Fue entonces, en 1950, ya con la Guerra de Corea por medio, cuando se creó el Comité de Actividades Antiamericanas, presidido por el citado McCarthy, que fue citando a declarar a muchas personalidades conocidas, sobre todo directores, guionistas y actores.

Las productoras ejercieron entonces una auténtica “caza de brujas” a través de “listas negras” con nombres a quienes impedía trabajar en sus Estudios. Fueron frecuentes las negativas a declarar ante el Comité por parte de los conocidos como “testigos inamistosos”, en especial los guionistas y directores que integraron el grupo más combativo, los llamados Diez de Hollywood (25), varios de los cuales acabarían en la cárcel por desacato. Frente a ello se posicionó el Comité de la Primera Enmienda (formado sobre todo por famosos actrices y actores), Enmienda que proclama la libertad de expresión; y se dieron posturas honestas, como la de John Ford frente a la de Cecil B. De Mille en el Sindicato de Directores. Pero predominaron las denuncias o delaciones, entre las que destacaron las de Gary Cooper, Robert Taylor y Ronald Reagan. E incluso el gran Elia Kazan pagó una página de publicidad en el “New York Times” (26) justificando su delación contra presuntos comunistas e instando a que otros siguieran su camino…

Fue un periodo realmente oscuro y penoso para el cine norteamericano, que motivó, aparte de la cárcel para varios, el exilio a Europa de figuras de la valía de Charles Chaplin, Jules Dassin o John Berry. Y que, por ejemplo, un gran guionista, Dalton Trumbo, tuviese que firmar con diversos seudónimos que le servían de “tapadera”, incluso ganando así dos Oscar, por Vacaciones en Roma y El Bravo; y hasta, trágicamente, la “caza de brujas” quebró la vida del actor más prometedor del momento, John Garfield (27). En el país que presumía de ser tierra de libertad, el macartismo se llevó por delante toda una generación ligada al cine. La sentencia la pronunciaría Orson Welles: “Lo malo de la izquierda estadounidense es que traicionó para salvar sus piscinas. Somos pocos quienes no hemos traicionado nuestra postura, los que no hemos dado nombres de otras personas”

En Europa, mientras, se va imponiendo la actitud de defensa de la libertad de expresión, de la apuesta por la diversidad, del respeto y apoyo al creador, aunque ello no se traduzca en demasiadas facilidades económicas en su trabajo. Pervive en cada país la censura gubernamental, pero Francia ya se plantea eliminarla desde 1974, para que pase a emitir recomendaciones a los espectadores, sobre todo para los de edad infantil, solo tres años antes de que, por ejemplo, la censura gubernamental también se suprima en España, como ya hemos indicado. El cine europeo parece respirar en este nuevo clima de abierta confianza en que la relación entre las obras y su público se mueve en un terreno no conflictivo a causa de la represión, el recelo o el simple trato comercial que busca altos rendimientos de taquilla, como sucede con el cine mayoritario que llega del otro lado del Atlántico.

Pero no cesan las pretensiones de confinamiento, de silenciamiento, para las obras más libres. Y dada la desaparición o el relajamiento de las censuras gubernativas, surge entonces la práctica de denuncia de determinadas películas ante la justicia por parte de asociaciones, grupos o personas de un catolicismo ultraconservador, modo de actuar donde Italia lleva la delantera. Recordemos, en este sentido, el calvario judicial sufrido por El último tango en París (28). Igual que el film de Bertolucci, otros como Salò o los 120 días de Sodoma, de Pasolini; Marcia trionfale, de Bellochio; L’ape regina, de Ferreri, y tantas más son denunciados ante los tribunales que, como medida cautelar, prohíben su exhibición y, por tanto, su normal comercialización. Aunque finalmente, tras un largo tiempo de recursos e incluso cambios obligados en su relato o sus imágenes, quedan liberados.

Entre nosotros, esa práctica adquiere un perfil exacerbado cuando El crimen de Cuenca (29) es llevada ante la Justicia militar, con petición fiscal para su directora, Pilar Miró, de nada menos que seis años de cárcel. El caso se convierte en un “affaire” nacional que llega al Parlamento, provocando encendidas disputas políticas entre el Gobierno de la UCD y la oposición del PSOE, que logra que, mediante una reforma del Código de Justicia Militar, el asunto salga de esa jurisdicción, pase a la civil, y sea finalmente sobreseído. Pero no sin erigirse en un claro exponente de las contradicciones y tensiones múltiples que tienen su seno en el proceso de la transición política española.

Siempre sujetas las obras a unas normas legales cuya aplicación corresponde, como es lógico, a los jueces, las mayores amenazas contra la libertad de expresión en este siglo XXI provienen no ya de una Europa que se enorgullece de haberlas desterrado, como de dictaduras teocráticas como un Irán de triste actualidad, donde cineastas como Jafar Panahi (30) y Mohammad Rasoulof pasan temporadas en la cárcel o confinados en sus casas, aunque luchen siempre por seguir rodando. O de carácter político, caso de Cuba, Venezuela o Nicaragua, entre los países iberoamericanos, y la Rusia de Putin, que lleva reprimiendo cineastas desde mucho antes de su criminal invasión a Ucrania.

En todo caso, es una mala praxis de la llamada “corrección política” lo que está gravitando sobre la producción cinematográfica, en especial la norteamericana, muy lejos de aquel espíritu testimonial y comprometido de sus mejores autores de los 70. Cuando Pollack, Pakula, Mulligan, Penn, Lumet o Frankenheimer mostraban en la pantallas de todo el mundo los conflictos de una sociedad corroída por la violencia, la corrupción y la falsificación de las propias imágenes, como no había podido hacerse desde la inquisición macartista (31).

Igual que las filmografías de tantos autores decisivos de estos años, incluyendo los dos de la pandemia que los diversos sectores de la industria cinematográfica han vivido con tanta penuria y una competencia tan fuerte de las plataformas digitales, obras como estas y otras muchas que he citado en mi intervención suponen lo que Faulkner solicitaba para la escritura, que fuera “como encender una cerilla en un campo oscuro: no se ilumina todo, pero sí lo bastante para que nos demos cuenta del tamaño de la oscuridad”.

El cine, tantas veces odiado, confinado o prostituido en aras de un beneficio político o económico, posee también esa capacidad de iluminar para que comprobemos hasta qué punto nos rodea la oscuridad. O, como ha dicho el director australiano George Miller de manera similar, el cine viene a ser “esa vela tintineante en una casa a oscuras en la noche más profunda”. En ello confiamos y, si se mantiene fiel a ese principio, nunca ha sido ni será vencido por fuerzas coercitivas que busquen anularlo, destruirlo o confinarlo (32). Siempre ha salido vencedor de una pugna que quizá nunca tenga fin porque, en verdad, es un factor más de la lucha global por la democracia.

 

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