Equivalentes a lo que son hoy las series televisivas, los
folletines publicados en los periódicos despertaban el entusiasmo de los
lectores. Así sucedió con el escrito por Pío Baroja (1872-1956) para El Globo, compuesto por treinta y nueve
capítulos en seis partes bajo el título de La
busca y que el diario editase entre el 4 de marzo y el 29 de mayo de 1903.
Dado su éxito, al año siguiente ya se había convertido en novela con el mismo
nombre, aunque con diversas variaciones como que de las citadas seis partes,
las tres últimas pasaran a formar parte de otro volumen, Mala hierba, continuado por Aurora
roja hasta conformar la trilogía La
lucha por la vida, bautizada así en homenaje al Charles Darwin de El origen de las especies. Nacía
entonces uno de las narraciones fundamentales de la literatura española del
siglo XX.
Centrándonos en La
busca, supone ante todo un friso, un descarnado retablo de los suburbios
madrileños, que Baroja sitúa entre 1888 y 1891, en una sociedad empobrecida
tras la Restauración monárquica y la progresiva pérdida de las colonias
americanas. La capital española es entonces un hervidero de gentes llegadas de
zonas campesinas, con una incesante inmigración que va poblando el extrarradio
de una ciudad que solo contaba con medio millón de habitantes y que se siente
desbordada por sus nuevos inquilinos. La miseria se da por doquier y, dentro de
una abismal diferencia de clases, genera el nacimiento de un subproletariado
que pronto deriva en delincuencia, prostitución y todo tipo de componendas para
sobrevivir. Es esa “lucha por la vida” la que Baroja refleja de manera
magistral, con un estilo claro y directo que impresiona por su rotundidad.
Dentro de su confesado ideal estilístico de emplear una “retórica en tono
menor”, cumple con “las dos cualidades que Baroja exigía al escritor:
inspiración, que viene de observar la realidad, y, después, imaginación para
inventar historias y personajes”, según Juan María Marín, en su tan exhaustiva como
magnífica introducción a La busca en la edición de Cátedra de 2010.
Calificada sucesivamente de novela picaresca, de iniciación,
próxima a las crónicas periodísticas o perteneciente a un naturalismo
testimonial y casi fotográfico, es probablemente su adscripción a la mejor
“novela social” del XIX la que le cuadre con mayor exactitud. Pero más allá de
adjetivos, La busca supone un viaje por un océano de personajes y escenarios, de
experiencias y fracasos, utilizando a un protagonista, el adolescente Manuel
Alcázar, llegado a Madrid desde su pueblo soriano de Almazán, que es ante todo
el hilo conductor para adentrarnos en todo ese universo social. No le interesan
aquí a Baroja profundidades psicológicas ni disquisiciones filosóficas frente a
un mundo terrible que nos pone ante los ojos y cuya descripción no puede
dejarnos indiferentes.
Con una cierta distancia de observador, no exenta de emoción
en muchos momentos, el prolífico novelista donostiarra –que entonces contaba con
31 años y se hallaba en lo que Eugenio de Nora consideraría su principal ciclo
creativo, que llega a 1912– compone una especie de narración coral, muy complicada
de adaptar cinematográficamente por la citada multiplicidad de personajes y
situaciones. Quizá por ello, curándose en salud, La busca, la película que en 1966 realizase Angelino Fons, no habla
en sus títulos de crédito de adaptación del relato barojiano, sino de “Versión
cinematográfica libre, inspirada en la novela del mismo título de D. Pío
Baroja”, lo que ofrece mayores márgenes de libertad que una simple versión. De
hecho, hay numerosas variaciones en el film respecto al libro, que, sin entrar
en un fatigoso detallismo de cada pasaje en concreto, cabe resumir en las cinco
que considero más definitorias:
· * La busca película comienza con un prólogo que
contextualiza la historia, mediante un montaje de fotografías al que acompaña
una voz en “off” sobre la situación de España tras la Restauración, marcada por
la llamada “cuestión social”. Tanto para el protagonista como para el país parece
vislumbrarse un negro futuro caracterizado por sentimientos de “amenaza,
incertidumbre y confusión”.
· Con
el fin de elaborar debidamente el relato en imágenes, se fortalece el
protagonismo de Manuel (interpretado por el buen actor francés Jacques Perrin,
que obtuvo por su labor la Copa Volpi de la Mostra de Venecia), desarrollando
un itinerario vital que va desde su inocencia cuando llega a Madrid para alojarse
en la pensión donde su madre, Petra, trabaja como criada, hasta introducirse de
forma creciente en una degradante espiral de delincuencia y crimen.
· * Similar
finalidad tiene la potenciación del personaje de la modistilla Justa, el gran
amor adolescente de Manuel, de mucha menor presencia en la novela. Y la
invención de otro personaje femenino, Rosa, la amante del primo del muchacho,
Vidal, que le envuelve en los placeres del sexo y en la que los guionistas
reúnen perfiles de caracteres apenas vislumbrados en el texto de Baroja. La notable
interpretación que, de una y otra, efectúan Sara Lezana y Emma Penella,
contribuye al realce de ambas mujeres.
· * Sin
embargo, desaparece totalmente de las imágenes Roberto Hasting, a quien Manuel
conoce como huésped del variopinto mundo de la pensión materna, y que está
obsesionado por lograr una herencia que le convierta en un hombre rico. A lo
largo de la trilogía de La lucha por la
vida irá convirtiéndose en una especie de mentor del protagonista, al que,
frente a su pasividad, trata de imbuir la voluntad férrea y la capacidad de
decisión que presiden su búsqueda del dinero familiar.
* Curiosamente, y como si los guionistas
lo hubieran tenido en cuenta, Roberto Hasting no aparecía en el folletín de La busca para El Globo, aunque ya sí en la primera edición del libro. En cierta
manera, su papel queda sugerido por el que en el film juega el inventado Norberto
Martínez de Osorio, un señor acaudalado que ayuda a Manuel a buscar trabajo en
compensación a haberle auxiliado cuando, borracho, es arrojado a la calle por
una prostituta, harta de sus malos tratos.
· * Un
cambio decisivo es el del final del relato. Mientras la película termina con un
primer plano de Manuel acongojado tras haber matado en un duelo a navaja al
malvado El Bizco (un inquietante Hugo Blanco) y esperando la inminente llegada
de los guardias, Baroja, en un bellísimo último pasaje, le sitúa en el amanecer
de la Puerta del Sol madrileña, donde mendigos y desahuciados acuden para
abrigarse en el calor que emana de los hornillos asfaltadores de la plaza:
“Aquella transición del bullicio febril de la noche a la actividad serena y
tranquila de la mañana le hizo pensar a Manuel largamente. Comprendía que eran
las de los noctámbulos y las de los trabajadores vidas paralelas que no
llegaban ni un momento a encontrarse. Para los unos, el placer, el vicio, la
noche; para los otros, el trabajo, la fatiga, el sol. Y pensaba también que él
debía ser de éstos, de los que trabajan al sol, no de los que buscan el placer
en la sombra”.
Por ellos optará Manuel, no sin
devaneos ni retrocesos, en Mala hierba y Aurora roja, que seguirán a La
busca y completarán, como queda indicado, la famosa trilogía de La lucha por la vida.
Lo fundamental, dicho ahora en palabras de Angelino Fons para
el libro El cine español según sus
directores, de Antonio Gregori, está en el principio de que “lo que no debe
hacerse jamás en la adaptación de un obra literaria es traicionar el espíritu
del autor. Puedes cambiar, variar o, incluso, crear personajes nuevos, quitar
personajes de la novela o de la obra, pero lo que no debe hacerse nunca es
eliminar su sentido”. Además, ya en un plano estético, La busca “se hizo en blanco y negro porque yo quería tener en
cuenta los grabados del hermano de Pío, Ricardo Baroja, y mantener el
aguafuerte del mundo barojiano, un mundo hosco, de antagonistas, un mundo cruel”.
De ahí su convencimiento de “no haber traicionado ese mundo, sus personajes y
situaciones, todo está en la película”.
También se apoya esa diversidad narrativa en la espléndida
labor de Adolfo Cofiño en la Dirección Artística, con ese conjunto de
despoblados y ruinas donde malviven y transitan las “costras sociales” a las
que se refería Baroja, así como la corrala, chabolas, tabernas e incluso cuevas
que configuran su hábitat. Cofiño, un excelente decorador poco reconocido pero
que destacó, sobre todo, en títulos producidos por Elías Querejeta, se ve
acompañado en este empeño por el maquillaje de Lolita Merlo, la fotografía en
duro blanco y negro a cargo de Manuel Rojas y hasta por la desasosegante música
de Luis de Pablo. Entre todos ellos, y bajo la dirección de un Angelino Fons
que realizaría aquí su obra más valiosa, y casi única en calidad, lograrían que
La busca fuese un film sólido, coherente y digno del original
literario. Si Baroja pensaba que “el cine no puede competir con la novela en la
expresión de lo subjetivo, pero la novela no le iguala en la descripción de lo
objetivo”, en este caso quedó patente un buen equilibrio entre ambas
dimensiones.
(Publicado en CLIJ, Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil, nº 308).
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