Prólogo para el libro "A viva voz: Juan Antonio Bardem, de la A a la Z", con selección de textos y notas de María Bardem, Jorge Castillejo y Diego Sabanés, publicado en octubre de 2022 por la 67 Semana Internacional de Cine de Valladolid y la Academia del Cine Español.
Pero también sus palabras invitan a que nos detengamos un
tiempo para extraerles todo su significado, su jugo conceptual. De ahí que
lleguemos a una serie de conclusiones que no suelen establecerse sobre Bardem
con la suficiente nitidez. Demasiados tópicos y frases se repiten sobre su
figura para que insistamos en ellos al iniciar este libro con el que la Semana Internacional
de Cine de Valladolid (y particularmente su Director, Javier Angulo) desea
rendirle homenaje.
En primer lugar, es preciso destacar que en las
circunstancias históricas en que Bardem vivió, sufriendo en sus propias carnes
las diversas represiones del franquismo, no resultaba nada fácil superar un
ambiente tan coercitivo para llevar a cabo su “cine realista, crítico y testimonial” sobre una sociedad todavía
quebrada por la Guerra Civil. Él, que era un excelente dominador de la técnica
fílmica (lo que suele obviarse), podría haberse refugiado en realizar productos
fáciles, acomodaticios, que le ofrecieran buenos réditos económicos y
profesionales.
No lo hizo así, sino que seducido por el neorrealismo que
admirase en las Semanas de Cine Italiano ofrecidas en Madrid a principios de
los 50, se lanzó a una difícil senda que irían jalonando títulos señeros como Cómicos, Muerte de un ciclista y Calle
Mayor entre 1953 y 1956, en las antípodas de aquellas producciones españolas
de cartón piedra que detestaba, para seguir en cambio la admirada estela de un Antonioni
o un Fellini. O, dada la fascinación por el cine clásico norteamericano que
siempre le acompañó, la del Mankiewicz de Eva
al desnudo, en aquel primer largometraje en solitario dedicado a su
tradición familiar sobre los escenarios. Un trienio en la dura década de los 50
que le daría a conocer internacionalmente, hasta que un año después de él la
masacre censora ejercida contra Los
segadores, que ni pudo guardar tal nombre sino el de La venganza, intentase detener su trayectoria de manera abrupta.
Pero sin lograrlo; se diría que no conocían su carácter,
fuerte, tenaz, apasionado por su oficio. Hombre jovial y divertido, aunque
también podía ser duro e incluso autoritario, Juan Antonio no se arredraba ante
cualquier circunstancia. Incluso cabe decir que se sabía imbuido de un espíritu
de resistencia ante la adversidad como demostrase su actitud de denuncia en las
Conversaciones de Salamanca de 1955, al tiempo de inscribirse por voluntad
propia en un amplio grupo generacional en el que también figuraban sus colegas
Berlanga, Fernán-Gomez o el José Antonio Nieves Conde de Surcos y El inquilino. Y
que se extendía hacia otros campos de la cultura española, como la narrativa de
Aldecoa, Ferlosio, Sueiro, Jesús Fernández Santos, Azcona o Delibes; el teatro
de Sastre, Buero Vallejo y Carlos Muñiz; las propuestas plásticas de los
colectivos El Paso, Dau al Set, Estampa Popular, Equipo 57 y la Escuela de
Madrid, e incluso la música vanguardista de Luis de Pablo, Cristóbal Halffter,
Antón García Abril o Tomás Marco. Una generación verdaderamente espléndida,
cuyos nexos comunes eran, de forma mayoritaria y en mayor o menor grado, la
búsqueda de un cierto realismo crítico y un antifranquismo convencido que
anhelaba llegar al paraíso europeo lo más pronto posible. Al tiempo que añoraba
la ausencia de tantos creadores exiliados tras la debacle de 1939, que les
impediría en buena parte establecer con ellos los imprescindibles y lógicos nexos
de conexión.
Bardem no se detuvo apenas tiempo ante las murallas censoras.
Porque, tras unas Sonatas que no
fueron todo lo que él pretendía, llegaron películas de la entidad de A las cinco de la tarde, Los inocentes y, sobre todo, la
magistral Nunca pasa nada. Junto a
ellas, la “aventura” de lanzarse a coproducir Viridiana desde UNINCI, que él entonces presidía, y cuya
prohibición total en nuestro país –más allá: negársele la nacionalidad y no
poderse estrenar hasta 1977– supondría tal desastre económico para la
productora que la condujo a la quiebra e hizo que Juan Antonio todavía
cosechase más enemigos dentro del Régimen y sus aledaños. Ahí sí, en esa
tesitura hubo de encaminarse hacia un cine industrial, “alimenticio” se le
llamó, que intentó realizar con dignidad y sin ningún desdén. Hasta que El puente, Siete días de enero y Advertencia,
además del excelente episodio Jarabo
para La huella del crimen y sus muy
valiosas series televisivas sobre Lorca y Picasso, devolvieron la ilusión y la
sonrisa a su trabajo.
Paralelamente, no estaba al alcance de cualquiera ser y
ejercer de comunista en la clandestinidad y cercado por la represión. Desde el
compromiso cívico, Bardem practicó con la máxima convicción la ideología que
consideraba imprescindible para cambiar un mundo que veía plagado de
injusticias. Dos detenciones le costaron al cineasta, una en pleno rodaje de Calle Mayor en Palencia, y otra ya con
Fraga como ministro de la Gobernación, además de sufrir numerosas coerciones
políticas que se tradujeron en tiempos de paro y proyectos fallidos. Cuando, en
medio de una jornada de rodaje de Nunca
pasa nada en Aranda de Duero, Bardem pidió a todo el equipo un minuto de
silencio ante el fusilamiento de Julián Grimau, es que algo muy hondo bullía en
su corazón y su cabeza, ¡estando nada menos que en 1963!
Compromiso personal que se extendió asimismo a los ámbitos
profesionales, otro aspecto demasiado poco subrayado. Porque durante quince
años Bardem defendió a capa y espada a sus compañeros desde la Presidencia de
la ASDREC, todavía inserta en los sindicatos verticales, transformada luego en ADIRCE/ADIRCAE
y, por extensión, desde la FERA, la Federación Europea de Realizadores del
Audiovisual, cuya Presidencia también ostentó. Etapa que alcanzó especial
relevancia a partir de que en 1992 presentase en el Parlamento comunitario, junto
a un centenar de colegas y especialistas, un ambicioso plan para la protección
del cine europeo, del que nacerían múltiples normas de apoyo para las
producciones propias de cada país.
Esta es la perspectiva bifronte de Juan Antonio Bardem que la
recopilación y síntesis de Diego Sabanés, Jorge Castillejo y María Bardem han
logrado captar y encaminarla sobre todo hacia los más jóvenes, hacia quienes no
vivieron aquellos tiempos en blanco y negro. Ni su vida como cineasta y como
militante fue nada fácil, ni sus palabras (como cabe comprobar en los dos
siguientes centenares de páginas, tan espléndidamente editadas por César
Combarros Peláez y diseñadas por Roberto de Uña) fueron nunca dichas a humo de
pajas. Preocupado película tras película por hacerse entender por los
espectadores, por comunicar con el público tanto desde la exigencia como desde
la claridad, empeñado en pulir y profundizar un estilo cada vez más elaborado y
peculiar, lo que tampoco suele reconocérsele, Bardem tuvo que soportar una
etapa particularmente difícil de nuestra Historia. Durante la que, desde su
parcela artística y civil, luchó por oponerse a una dictadura implacable, pese
a la cual logró una serie de obras de obligada referencia dentro de nuestro
cine.
Pocas veces un autor se ha preocupado tanto por reflejar la
vida de su país como hizo Bardem, mostrando y profundizando en sus
contradicciones, sus tensiones entre clases, sus conflictos sociales, sus
desgarros personales y colectivos en aspectos como el amor, la sexualidad, la
ideología, la religión o la ética y la moral de los ciudadanos. Lo señaló
claramente Daniel Sueiro cuando, en el prólogo al libro que recogía el guion de
El puente que él escribió con el
realizador y Javier Palmero, se refiriese a “lo
que Bardem ha querido enseñar siempre en sus películas más españolas y más
suyas: sencilla y realmente al pueblo español moviéndose y alentando en su
propio paisaje, bajo su propio cielo, sobre su propio infierno; debatiéndose en
sus contradicciones, pugnando por emerger”.
Por eso, no sé cómo al recibir el Goya de Honor de 2002 por
toda su carrera y reclamar con ironía si no habría en la sala un productor
dispuesto a contratarle para dirigir una película, no se nos cayó a todos la
cara de vergüenza ante ese hombre tan profundamente decepcionado… La verdad es
que tampoco tuvimos la debida reacción cuando, año tras año, no le llegaba desde
el Ministerio de Cultura un justo y necesario Premio Nacional de Cinematografía.
Quien se había entregado a crear imágenes en un periodo oscuro y amargo no
recibió, así, lo que tanto se merecía.
Su fallecimiento, el 30 de octubre de 2002, nos sorprendió en
plena 47 edición de la Semana de Valladolid. Solo saberlo, interrumpimos la presentación
en el escenario de la película de esa noche (Las hermanas de la Magdalena, de Peter Mullan) para comunicar la
triste noticia al público. Guardamos un emocionado minuto de silencio mientras
recordábamos las diversas ocasiones en que Bardem había venido al Festival, sobre
todo aquella en que su Lorca, muerte de
un poeta fue elegida Serie del Año de 1987 y su autor recibió una Espiga de
Oro especial de manos del entonces Alcalde y Presidente del Patronato del
certamen, Tomás Rodríguez Bolaños.
Tenía razón Shakespeare cuando, al sentirse morir Hamlet, nos
dejó ya dicho que, a partir de ahí, “el
resto es silencio”. Un silencio que ha envuelto demasiado tiempo la obra de
autores que forman parte de nuestra memoria individual y colectiva como el muy querido
y admirado Juan Antonio Bardem.
No hay comentarios:
Publicar un comentario