No le tenía yo cogido el tranquillo a
Peter O’Toole. Su tan celebrada interpretación de Lawrence de Arabia me parecía un tanto impostada, a ratos
histriónica, a ratos hierática. Lo mismo me sucedía en películas posteriores,
como Becket, Lord Jim, El león en
invierno o Adiós, Mr.Chips.
Hasta que escuché su voz en Under Milk
Wood (Bajo el bosque lácteo), en el personaje del invidente capitán Tom Cat
creado por el gran poeta galés Dylan Thomas para una pieza suya de radioteatro.
Aquella voz, acompañada por la también espléndida de Richard Burton, dominaba
todo el relato: era maravillosa en la dicción y en la entonación, en un sinfín
de matices que potenciaban las imágenes de manera fundamental.
El “secreto” radicaba entonces en que
yo no había oído a Peter O’Toole en aquellos film que tanta fama le procuraron,
sino a unos aplicados dobladores, privándome así de una herramienta fundamental
para valorar con justicia el trabajo del actor británico (de cualquier actor,
en realidad). Cuando volví a ver en versión original Lawrence de Arabia o las otras películas que había conocido
dobladas, entonces sí, entonces valoré realmente al auténtico Peter O’Toole.
Algo similar me sucedió con el propio Richard Burton o con James Mason, a quien
no estimé suficientemente hasta que vi en versión original el Julio César de Mankiewicz, lo que no
resulta nada extraño tratándose de actores “shakesperianos”. Que alguien,
además, que detestaba tanto a los críticos como O’Toole fuese elegido para dar
voz al pedante gastrónomo Anton Ego en Ratatouille,
no fue más que un reconocimiento a la valía de esa inimitable dicción.
Junto a ella, sus ojos azul claro que
tanto se han recordado en estos días de su fallecimiento. Unos ojos cuya
potente mirada traspasaba a sus oponentes cuando se enfrentaba a ellos, pero
que también podían ser comprensivos y cercanos, e incluso cálidos y sensuales
cuando estaba a su lado la Audrey Hepburn de Cómo robar un millón y…, lo que, en verdad, a cualquiera le
sucedería. No perdió nunca esa mirada especial, y así lo demostró ya de muy
mayor en Venus, el mejor de sus
últimos papeles, en 2006, como un viejo actor que sirve de guía afectiva a una
adolescente deseosa de emociones. Demostró en ella una sensibilidad que a veces
se le escapaba al O’Toole más joven, quizá llevado ahora por la edad y por una
existencia bastante accidentada y problemática, en la que hasta una vez se
había encontrado al borde de la muerte.
Probablemente esté ligada a tan
compleja vida el tercer trazo fundamental de su labor interpretativa, sobre
todo en sus primeros trabajos de protagonista: la inestabilidad psicológica con
que dotaba a sus personajes, la interiorización de unos conflictos que
estallaban desde muy dentro. De ahí nace el que Jacinto Antón lo haya
caracterizado con acierto en “El País” como “el
héroe frágil”, oscilando a menudo entre “esa
fragilidad de los héroes y la inexorabilidad de su destino”. Un destino
que, ya personalmente, habría sido radicalmente distinto si Marlon Brando o Albert
Finney hubiesen encarnado –según estaba previsto– a T.E. Lawrence. ¿Bendición o
maldición para un actor ya pegado por siempre a un personaje? Quizá ambas cosas
al tiempo, como correspondía a alguien como Peter O’Toole.
(Publicado en "Turia" de Valencia, diciembre de 2013).
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