Érase
una vez un país en que el cine era considerado patrimonio cultural de sus
ciudadanos, en el que los gobernantes estaban orgullosos de él y lo
consideraban como un asunto de Estado y una inmejorable tarjeta de presentación
en el exterior. Donde se valoraba y respetaba a sus creadores y a sus artistas,
donde el público esperaba con impaciencia sus últimas obras y seguía con
profundo interés sus trayectorias. En el que desde muy niños se aprendía a
conocer y estimar las películas “clásicas” y a aguardar con impaciencia las
nuevas que llegaban. Donde había trabajo, si no para todos, para una inmensa
mayoría de quienes deseaban expresarse delante o detrás de la cámara.
Érase
una vez un país en que sus instituciones apoyaban decididamente los proyectos
cinematográficos que nacían, sin resquemores ni favoritismos, sabiendo que
estaban dando un buen destino al dinero de los contribuyentes. Donde las entidades
financieras hacían fácil la consecución de créditos para las inversiones
destinadas a algo tan costoso como una película. Donde productoras y
televisiones iban voluntariamente de la mano con el fin de lograr los mejores
productos, que unas y otros podrían usar como reclamo idóneo para sus
espectadores. En el que existía un mercado dentro del que competir en igualdad
de oportunidades, sin ninguna cinematografía que colonizase al resto y un
respeto absoluto por la diversidad cultural en las pantallas.
Érase
una vez un país en el que diversos organismos públicos y privados favorecían el
diálogo continuo, un libre intercambio de ideas entre los profesionales que
deseaban reflexionar sobre su trabajo y mejorarlo en todo lo que fuera posible.
Donde las asociaciones del sector no se regían por meros intereses gremiales,
sino que trataban de comprender las razones de las demás, hasta llegar a pactos
que favorecieran a todos. En el que se había entendido que el beneficio de unos
no debe significar el perjuicio de los demás, porque el barco era común y hay
que esforzarse conjuntamente para que navegue bien y no se vaya a pique.
Érase
una vez un país en el que las mujeres obtenían la paridad con los hombres a la
hora de dirigir o escribir o trabajar en una película, sin que nadie pusiera en
duda su capacidad o su preparación para lograrlo. En el que se protegía
especialmente a los otrora considerados “parientes pobres” del cine, los
cortometrajistas, los documentalistas, porque en ellos estaba o bien la semilla
o bien la valía de dar testimonio sobre cuanto nos rodea. Donde se aceptaba,
sobre todo por parte de los más jóvenes, que la cultura no puede ni debe ser
“gratis total”, porque muchas personas viven gracias a ella, pero tampoco estar
solo al alcance de los más privilegiados económicamente.
Y
colorín colorado… Pero, ¿no es realmente posible un país así? En nuestras manos
está la varita que convierta, más temprano que tarde, a la pequeña rana en príncipe.
(Publicado en la página "web" de la Unión de Cineastas, enero de 2015).
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