Por una terapia cinematográfica



Más allá de ‘Resistiré’, la canción del Dúo Dinámico que ya se ha convertido en himno popular, vale la pena acudir a Mario Benedetti en estos días de pandemia y confinamiento. En su famoso poema ‘No te rindas’, el maestro uruguayo dejó escrito: “No te rindas, por favor no cedas,/aunque el frío queme,/aunque el miedo muerda,/aunque el sol se ponga y se calle el viento,/aún hay fuego en tu alma,/aún hay vida en tus sueños/porque cada día es un comienzo nuevo,/porque esta es la hora y el mejor momento”. Llegará el “mejor momento”, cuando el virus se vaya de nuestro lado y volvamos a tener una existencia incluso más rica que la anterior a él.


Y en la “nueva vida” el cine seguirá ocupando un lugar privilegiado. Pero no el cine en abstracto, capaz de verse en una pantalla de televisión, un ordenador o incluso un “smartphone”, sino los cines, las salas, los lugares donde tan a menudo hemos sido felices. Se dice que la felicidad es una especie de “estado gaseoso”, indefinible, tan escaso que solo aparece en breves momentos. Pues bien, ¡la hemos experimentado tantas veces ante una pantalla, nos hemos sentido tan plenos, tan reconocidos, tan volcados en las peripecias de unos personajes antes de celuloide y hoy digitales! Por algo se ha hablado con tanta asiduidad de que el cine y los sueños son primos hermanos, y de que el espectador vive un auténtico proceso de catarsis ante lo que está contemplando, al proyectar sobre las vivencias de esos personajes las suyas propias. Es el motivo de que el filósofo y psicoanalista francés Félix Guattari se refiriera al cine como “el diván del pobre”, como aquel lugar donde proyectan sus deseos, obsesiones y hasta traumas quienes no cuentan con suficientes recursos económicos para acceder a una consulta psiquiátrica.

Les propongo un juego: imaginen por un momento que no han existido nunca ni existen ahora las salas cinematográficas, un tanto a la manera en que el ángel de la guarda de ‘¡Qué bello es vivir!’ le proponía a George Bailey (James Stewart) que comprobase cómo habría sido la vida de los suyos y de su entorno si él no hubiese nacido. Frank Capra nos llevaba entonces a la conclusión de que vale la pena vivir por nosotros mismos y por nuestros semejantes, que ni siquiera en los momentos más negros y desesperados hay que renunciar a ello porque todos formamos una colectividad que interactuamos entre sí. Pues bien, salvando todas las distancias que se quieran, hagan lo propio, cierren unos momentos los ojos y cuéntenme:

George Bailey (James Stewart) y su ángel de la guarda, en "¡Qué bello es vivir!"

¿No es cierto que si no hubieran existido las salas de cine, su vida sería muy distinta y probablemente mucho peor? ¿Adónde habría ido de pequeño para ver aquellos dibujos animados a los que le llevaban sus padres y tanto le gustaban? ¿Cómo habría conseguido reunir a su pandilla de amigas y amigos para estar juntos toda una tarde de diversión? ¿A qué lugar mejor habría llevado a su pareja, quizá todavía incipiente, para “respirar” juntos una buena película? ¿Qué habría hecho con sus propios hijos e hijas cuando, imperiosamente, le pidieran salir de casa, repitiendo aquella “ceremonia” suya con sus padres? ¿En dónde buscar mejor refugio ante una tarde desapacible, una noche tormentosa, o simplemente el deseo de sentirse al lado de personas como usted? ¿Dónde “escaparse” de una realidad a menudo fastidiosa y complicada, ante un camino que nunca podrá ser, sin cesar, de rosas? Y así hasta el infinito…

No hace falta ponerse melancólico, ni volver a referirse a las sugerentes e inolvidables imágenes de ‘Cinema Paradiso’. No, las salas de cine forman parte de nuestra cotidianeidad desde hace más de un siglo, son el elemento imprescindible de una arquitectura de la ilusión y la fantasía. Han pasado de barracones de madera a espectaculares edificios en los años 30 hasta llegar a unas multisalas que, tras deberse abandonar el centro de las ciudades por la especulación inmobiliaria y los cambios en las prácticas de ocio, forman parte fundamental de complejos comerciales de la periferia. Pero también hay salas más pequeñas que resisten el embate, que programan con criterios de calidad y exigencia cinéfila, que mantienen el fuego sagrado de una profesión, la de exhibidores, cada vez más zarandeada pero que continúa en pie contra viento y marea. Igual que la de los distribuidores independientes, que les suministran un material “bueno, bonito y barato”.

Cuando pasen estos días tan difíciles de encierro en las casas, deseo que volvamos con entusiasmo a las salas de cine, porque van a ser nuestra mejor terapia, nuestro imprescindible punto de encuentro para sentirnos libres. Y para comprobar que lo que hoy tanto nos está gustando en una pantalla pequeña multiplica su belleza al llegar a una de verdad. Además, contra lo que se cree, los cines no son espacios cerrados, como el salón de nuestra casa o el cuarto de estudio con el ordenador; son espacios abiertos a todos, a una colectividad que asiste en silencio y en oscuridad a las historias que componen esos haces de luz que nos absorben y fascinan. Algo que se ha definido como una “misa laica”, con los espectadores como ministros y fieles de un culto que a ellos les pertenece y, como a ellos, a millones de otras personas en locales similares. Lugares donde siempre podremos encontrar aquella mirada primigenia de la Ana Torrent de ‘El espíritu de la colmena’.

Ana (Ana Torrent), extasiada ante la visión de "Frankenstein"

E incluso, esperen un momento, desde las butacas de las salas de cine se divisa a menudo la Luna llena, el pico más alto del universo o la inmensidad del mar, por muy en tierra firme que nos hallemos… Por favor, fíjense bien.


(Publicado en "El Norte de Castilla", de Valladolid, 5 de abril de 2020).

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