Era un símbolo excelso del cine europeo, de ese cine que
ahora se debilita y quiebra por momentos ante el incontenible empuje de las secuelas,
las películas de Marvel o la pirotecnia de los efectos digitales. Un cine que
supo alcanzar a amplias capas de espectadores que o bien ya han desaparecido
por imperativo físico o han desertado de las salas, sustituidas por las
plataformas y los cómodos sofás. Jean-Louis Trintignant supo moverse de un lado
a otro del continente, trabajando sobre todo con realizadores franceses, pero
también de Italia, Austria, Grecia o la mismísima España, a la que Elías
Querejeta le convocó para que protagonizase en 1970 Las secretas intenciones, de Antxon (entonces, Antonio) Eceiza. Su
imagen sintetizaba así la trayectoria de unas cinematografías europeas que
pugnaban desde el fin de la II Guerra Mundial por transcender fronteras
nacionales.
¿Qué queda de todo aquello? ¿Qué le dice hoy a la gente joven
el nombre de Trintignant? Probablemente poco, porque no le han visto en sus
inicios de taimado marido de una Brigitte Bardot deslumbrante en Y Dios creó a la mujer, de Roger Vadim.
Ni sintieron cómo se iba apoderando de él la personalidad del pícaro vitalista
que interpretaba Vittorio Gassman en La
escapada, bajo la batuta de un maestro de la comedia italiana como Dino
Risi. Transcurría 1962, en una Italia desarrollista que se convertiría en
segunda patria del actor, porque en ella encarnó alguno de sus personajes más
memorables, entre ellos y además de ese Roberto de La escapada que le dio fama mundial, el Marcello de El conformista, aquel joven fascista con
el que, basándose en Moravia, Bernardo Bertolucci deslumbraría en 1970. Años
antes Valerio Zurlini ya había recurrido a él en Verano violento y volvería a reclamarle para El desierto de los tártaros, igual que Luigi Comencini para La mujer del domingo y, en especial, Ettore
Scola, a cuyo lado estaría hasta en tres ocasiones consecutivas, en La terraza, Entre el amor y la muerte y La
noche de Varennes.
Siguiendo la filmografía de Trintignant destaca, en especial,
su adscripción al mejor cine que se hacía en el continente, por alejados entre
sí que fueran sus personajes. Difícil resulta encontrar una ilación entre el sereno
y profundo conversador que Eric Rohmer situaba en Ma nuit chez Maud y el honesto juez de instrucción del asesinato de
un político progresista por parte de la dictadura militar griega en Z, de Costa-Gavras, ambas realizadas en
el mismo 1969. Porque en esa distancia, asumida como algo inherente al trabajo
interpretativo, hallamos la clave de su talento, la de ajustarse como un guante
a sus papeles, ofreciéndoles la máxima credibilidad a través de su cuerpo, su
mirada y su voz, esa voz tantas veces solo susurrante, con el mínimo divismo en
su actuación. Tímido por naturaleza, Trintignant jamás buscaba estar por encima
de esos personajes, sino al servicio de ellos con un generoso esfuerzo que le
situaba, según sus propias palabras, “lejos de toda exageración”. Tan distante de
una fama que le abrumaba y que siempre rehuyó, sobre todo en sus últimos años,
no parece extraño que cuando le preguntaban por su hipotética reencarnación, se
imaginase renacido en un pequeño insecto…
No estuvo demasiado cerca de los nombres señeros de la
Nouvelle Vague, aunque por generación figurase entre ellos. En todo caso, con el
citado Rohmer, con Chabrol en Las ciervas,
con un Truffaut ya muy enfermo en su última película, Vivamente el domingo, o con un epígono del grupo como Claude
Lelouch, que le había regalado en 1966 el enorme éxito de Un hombre y una mujer, donde daba rienda suelta a una pasión
automovilística que había heredado de su familia. Además de, por supuesto, trabajar
a menudo con la que sería su mujer entre 1960 y 1976, Nadine Trintignant, que
le insufló el deseo de dirigir, lo que llevó a cabo en Un día bien aprovechado, de 1972, y Le Maître-nageur, seis años después. Con Nadine tuvo tres hijos,
entre ellos la actriz Marie Trintignant, salvajemente golpeada hasta la muerte
por su pareja, el cantante de rock Bertrand Cantat.
Siempre dijo Jean-Louis que aquel trágico día de la agresión machista
a su hija en 2003 también él había comenzado a morir… De hecho, se había ido
retirando poco a poco de la interpretación, aunque sí supo escuchar la llamada
de maestros como Krzysztof Kieslowski para ser el juez retirado de Rojo, el film que cerraba la trilogía Tres colores, que completaban Azul y Blanco; o de Michael Haneke para que incorporase en Amor al marido de una Emmanuelle Riva a quien
se le escapaba sin remedio la vida. Genial actuación que supuso prácticamente, en
2012, el adiós de Trintignant.
Repitió, sí, con Haneke en Happy End, cuya fría recepción por el Festival de Cannes de 2017 vivió
en una rueda de prensa donde anunció con firmeza que lo dejaba definitivamente.
Su posterior presencia inmóvil, casi ciego y con apenas habla en el asilo de Los años más bellos de una vida, donde
le visitaba aquella amante Anouk Aimée de Un
hombre y una mujer más de medio siglo después, solo era el patente
testimonio de un declive que, a los 91 años, ya ha llegado a su fin.
(Publicado en la edición digital de "El Cultural", 18 de junio de 2022).
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