Marlon Brando, un rostro penetrable

 

Dentro de la eterna disputa de si un actor es grande porque se acopla a todos sus personajes, o son estos los que quedan incorporados a su personalidad, en el caso de Marlon Brando no hay debate: es él quien subsume cuantos personajes se le encomendaron, ya fueran trabajadores manuales, jóvenes inconformistas, capos mafiosos, emperadores de la selva o los mismísimos Emiliano Zapata, Marco Antonio o Napoleón Bonaparte. Brando siempre era Brando por encima de ellos, como si su rostro, su cuerpo entero, sus actitudes y gestos quedaran penetrados por los seres de ficción que él encarnaba.

"Un tranvía llamado Deseo", de Elia Kazan (1951)

La fortuna para Marlon Brando comenzó el 3 de diciembre de 1947, en el neoyorquino Teatro Ethel Barrymore, con el estreno de Un tranvía llamado Deseo, de Tennesse Williams, dirigida por Elia Kazan. Su labor como el jornalero polaco Stanley Kowalski supuso toda una revelación por la sinceridad, fuerza, incluso fiereza con que lo desempeñó. Características que se repetirían cuatro años después en la versión cinematográfica de la obra, también dirigida por Kazan, que daría a conocer al mundo a aquel potente actor de camiseta de tirantes y maltratador de su cuñada, Blanche DuBois.

Pero, contra lo que suele creerse, no era Un tranvía llamado Deseo el primer trabajo para la pantalla de Brando. Meses antes ya hizo Hombres, de Fred Zinnemann, donde personificaba a un soldado parapléjico a consecuencia de heridas de guerra. Precisamente él, que había sido expulsado de la Academia Militar de Shattuck por su mal comportamiento, rechazo que le llevó hasta Nueva York en 1943, donde su hermana mayor Jocelyn le contagió el interés por la interpretación. Desde entonces, sus clases con el maestro Erwin Piscator y, sobre todo, con Stella Adler, a la que también encontraría en el Actors Studio, conformaron la entidad artística de ese veinteañero, nacido el 3 de abril de 1924 en el seno de una familia bastante desestructurada de clase media de Omaha, en el Estado de Nebraska. En ese caldo formativo, representando lo que la crítica Pauline Kael definió como “una reacción contra la obsesión de la posguerra por la seguridad”, Brando halló su camino.

Con Elia Kazan, durante el rodaje de "La ley del silencio" (1954)

Un camino de gloria en sus películas iniciales, donde a las ya citadas seguirían inmediatamente ¡Viva Zapata!, de Kazan, sobre guion de John Steinbeck (1952); Julio César, del maestro Mankiewicz (1953), con su discurso como Marco Antonio que demostraba que Brando sabía recitar y no solo farfullar sus palabras; Salvaje, de Laszlo Benedek, realizada el mismo año, en la que incorporaba a aquel Johnny que se convirtió en símbolo de motoristas antisistema; y de nuevo con Kazan en La ley del silencio (1954), a través de cuyo protagonista, Terry Malloy, el cineasta trataba de expurgar la mala conciencia que sentía por su delación de colegas durante el macartismo, y con el que Brando lograría su primer Oscar.

Se diría que entonces Hollywood, contra el que el actor había despotricado una y mil veces, se fue apoderando progresivamente de él mediante títulos tan diversos como la recreación napoleónica Desirée, el musical Ellos y ellas, las “orientalizantes” La casa de té de la luna de agosto y Sayonara, y el intento de humanizar hasta cierto punto a un oficial nazi que significaba El baile de los malditos, con un sorprendente Brando teñido de rubio. Finalizaba con  estos títulos su vertiginosa década de los 50, previa a su único paso a la dirección con el peculiar y revisable “western” El rostro impenetrable, ya en 1961, después de que Stanley Kubrick renunciase a dirigirla, film que lograría la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.

"El Padrino", de Francis Ford Coppola (1972)

Envuelto en arriesgadas actitudes sobre minorías raciales y derechos civiles y, sobre todo, siendo pasto de la Prensa sensacionalista por sus relaciones amorosas (Anna Kashfi, Movita, Tarita y María Cristina Ruiz fueron las mujeres que le dieron una decena de hijos), la trayectoria artística de Brando parecía declinante en esa década de los 60. Pero incluso en ella tiene actuaciones sobresalientes como el sheriff Calder de La jauría humana, de Arthur Penn (1966), junto a un joven Robert Redford; el millonario Ogden Mears de la despedida del cine de Charles Chaplin, La condesa de Hong Kong (1967), que llevaba los rasgos de Sophia Loren, y, en idéntico año, especialmente el comandante Penderton de Reflejos en un ojo dorado, de John Huston, para muchos su mejor interpretación hasta ese momento, en lo que coincidía el propio Brando.


"El último tango en París", de Bernardo Bertolucci (1972)

Su oportunista Sir William Walker de Queimada, poderoso relato político sobre el colonialismo trazado por Gillo Pontecorvo en 1969, servía de pórtico a las tres magistrales, y radicalmente distintas, interpretaciones de Brando en la década de los 70: el “capo de los capos” Don Vito Corleone, de la primera parte de El Padrino, de Coppola (1972), con la que obtuvo su segundo Oscar, aunque se negó a recogerlo personalmente en protesta por la manera en que Hollywood había tratado al pueblo indio; el desgarrado y trágico Paul de El último tango en París que realizase genialmente Bernardo Bertolucci en esa misma fecha, y aquel Coronel Kurtz de Apocalypse Now (1979) que reinase en lo más profundo de la selva vietnamita recreada por Coppola entre brumas de pesadilla y síntomas de fin de civilización. Entre estas tres obras maestras, el “divertimento” (un poco caro, cobró 3,7 millones de dólares por unos minutos de película) de Superman, en el papel de Jor-El, padre del superhéroe del planeta Krypton.

La filmografía restante de Marlon Brando, hasta su fallecimiento el 1 de julio de 2004, no estuvo ni de lejos a la altura de esos títulos recién citados. En todo caso, cabe mencionar su breve trabajo como abogado defensor en Una árida estación blanca, de Euzhan Palcy (1989), única ocasión en que fue dirigido por una mujer y en la que intervino por su denuncia del “apartheid” sudafricano, obteniendo con ella la sexta de sus nominaciones a los Oscar dentro de una trayectoria de cuarenta títulos. Y la curiosidad de que en la mediocre Cristóbal Colón: El descubrimiento, de John Glen (1992) encarnase nada menos que al españolísimo inquisidor Torquemada… La mayoría de sus últimas películas tuvieron solo una utilidad económica para sufragar los gastos de la isla tahitiana que Brando adquirió para su aislamiento y disfrute. Se lo había ganado, especialmente cuando, además de sus potentes inicios interpretativos, recordamos su imperecedero trío de la década de los 70.

"Apocalypse Now", de Francis Ford Coppola (1979)


El Actors Studio

Fundado en 1947 por Elia Kazan, Cheryl Crawford y Robert Lewis, ha ejercido una influencia decisiva en el teatro y cine norteamericanos. Su sistema de trabajo es lo que habitualmente se conoce como “el método”, caracterizado por una fuerte interiorización de los personajes en las propias vivencias de los actores, que deberán profundizar al máximo en ellas para dotar de verdad sus interpretaciones. Partiendo de las enseñanzas del teórico ruso Constantin Stanislavski, que incorporase en la década de los 30 el Group Theatre, serían Stella Adler y Lee Strasberg –director por un amplio periodo, desde 1951, del Actors Studio– quienes, además de Kazan, llevasen al máximo sus principios. Prácticamente, desde su creación todos los actores de primera fila de la escena y el cine de Estados Unidos han pasado, con mayor o menor intensidad, por su sede neoyorquina: Marlon Brando, Montgomery Clift, James Dean (a quien Brando consideraba el mejor alumno), Elizabeth Taylor, Marilyn Monroe, Paul Newman, Jack Nicholson, Jane Fonda, Robert De Niro, Al Pacino, y un larguísimo etcétera que se extendería por todos los países, donde “el método” acabó imperando de manera casi hegemónica. Pese a contar con muchos detractores, partidarios de teorías de interpretación menos ancladas en la “psique” y las experiencias personales, lo cierto es que, sobre todo en el periodo 1950/1990, el uso del “método” ha aportado actuaciones realmente memorables.


(Publicado en "El Cultural", 29 de marzo de 2024).



Para nunca olvidar a Patricia Ferreira


Texto solicitado por el Festival de Málaga para incluirlo en su página Web y en el Catálogo de su 27 edición (1-10 de marzo de 2024). 

Le gustaba viajar a países lejanos, leer y ver “thrillers”, hacer fotos, dar clases, hablar con amigas y amigos, Mallorca, el perfume Giorgio, la comida peruana y el helado de yogur con arándanos; amaba a Emma y a Leyre… Pero, por encima de todo, le apasionaba su profesión de cineasta y el defender los derechos de sus compañeras desde CIMA, la Asociación que contribuyó a fundar y a la que entregaba buena parte de sus horas.

Fue Patricia Ferreira una mujer a la que cabía definir como “de pensamiento complejo”, porque no se conformaba con quedarse en la superficie de la realidad, sino que buceaba sin cesar en sus aspectos más profundos. Quizá por ello se ensimismaba en su trabajo de manera tan radical. No solo en los rodajes, donde le encantaba dirigir a todo un equipo, sino en la escritura de un guion, en la preparación de una sesión con sus alumnos o en el análisis de un texto legal. En esos casos, su capacidad de abstracción era tan absoluta que el mundo dejaba de existir a su alrededor.

De ahí nacieron sus siete largometrajes, considerando el primero el casi desconocido El Paraíso, que realizase para Televisión Española, su film inicial de ficción tras participar en decenas de documentales, como la mítica serie Equinoccio, a la que seguirían, años después, otras como El país en la mochila, Paraísos cercanos o Todo el mundo es música. Y ya en el terreno cinematográfico Sé quién eres, El alquimista impaciente, Para que no me olvides, Señora de…, Los niños salvajes (su película preferida, con la que obtuvo la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga), y Thi Mai, además de los mediometrajes El secreto mejor guardado y El amanecer de Misrak.

Una filmografía donde la memoria, las relaciones familiares y el hecho ineludible de la muerte conforman un todo coherente y muy revelador de su tiempo. Trayectoria cuyo desarrollo se completará dentro de muy poco, cuando se emita por la I Cadena de TVE la serie Las abogadas, que Patricia creó y por la que luchó durante sus últimos seis años para devolver a la luz la historia de aquellas abogadas laboralistas que tanto batallaron por la democracia en los estertores del franquismo y el comienzo de la Transición.

Tuve la inmensa fortuna de amarla y convivir con ella durante más de tres décadas. Y la admiré profundamente, como solo puede sentirse hacia las personas muy especiales, aquellas que jamás deben caer en el olvido.

Fernando Lara

Juan Mariné, más de un siglo de imágenes

 



No hay profesional del cine español que haya transitado por la República, la Guerra Civil, la Dictadura, la Transición y la Democracia…, salvo Juan Mariné gracias a sus 103 años. Pues nacido el 31 de diciembre de 1920, con solo 14 ya entra como auxiliar de El octavo mandamiento, para ir escalando en el escalafón dentro de las producciones de la CNT y de Laya Films, dependiente de la Generalitat de Catalunya, hasta lograr en 1947 dirigir la fotografía de un episodio de Cuatro mujeres, de Antonio del Amo, y poco después la totalidad de La sombra iluminada, de Carlos Serrano de Osma.

Antes Juan Mariné había pasado por tres campos de concentración, un servicio militar interminable y oficios varios. Pero ya en esta década de los 40 se convenció de que “no podía ser otra cosa que operador”. Y así lo desarrollaría a la largo de nada menos que 140 películas antes de su retirada en 1989 con La grieta, de Juan Piquer, con quien centró la última etapa de su carrera en films fantásticos o de ciencia ficción. Porque él había ido elaborando de manera autodidacta una serie de recursos y artilugios técnicos que le hacían especialmente apto para este género, como también para los “spots” publicitarios a los que se dedicaría una larga temporada.

"La gran familia", de Fernando Palacios (1962)

13 películas con el citado Antonio del Amo; 10 con José María Forqué; 4 con Manuel Mur Oti y, sobre todo, 22 con Pedro Lazaga y 36 en producciones de Pedro Masó, 5 de la cuales con este como director, además de las 7 con Juan Piquer, conforman la trayectoria básica de Mariné. Con especial fidelidad a unos determinados cineastas, que le corresponderían con plena confianza hacia su trabajo, efectuado demasiadas veces en tiempo récord y condiciones económicas más que limitadas. Fue siempre Mariné un hombre tan entregado a la industria cinematográfica como valorado por ella, figurando en títulos de la comercialidad de los cuatro en que fotografió a Joselito entre 1957 y 1960, La gran familia y su continuación La familia y… uno más (1962 y 65), La ciudad no es para mí (de ese mismo 65), Los chicos del Preu y Sor Citroen (ambas de 1967), Experiencia prematrimonial (1972) o tantas de las comedias que poblaron el cine español de la época.


"La Gata", de Margarita Alexandre y Rafael Torrecilla (1956)

Profesional integrado en la industria, pero también capaz de enfrentarse a la primera película rodada en Cinemascope y Eastmancolor dentro de nuestro país, La Gata, de Margarita Alexandre y Rafael Torrecilla (1956). O de utilizar solo luz natural en diversas secuencias de 091, Policía al habla y Un millón en la basura, ambas de Forqué, ya en la década de los 60. Porque aun en el cine más convencional, Mariné siempre mantuvo una voluntad investigadora e innovadora sobre su propio oficio.

“Penetrar en los secretos de la luz es mi permanente obsesión; la luz en todos sus condicionantes: calidad, cantidad, contraste, encuadre, profundidad… Siempre veo las cosas bajo el prisma cinematográfico y mi mirada, instintivamente, las enmarca en un rectángulo de luz”, declararía a Florentino Soria para el libro “Juan Mariné. Un explorador de la imagen”, editado por la Filmoteca de Murcia. Y, como casi lógica consecuencia, su vocación se entregaría después a la conservación y restauración de películas.

Juan Mariné, durante uno de sus trabajos de restauración

Llevado sucesivamente a cabo en la Filmoteca Española y en la ECAM (la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid), acompañado a menudo por su mujer, Concha Figueras, Juan Mariné ha realizado un trabajo sobresaliente en beneficio de nuestro patrimonio cinematográfico, con éxitos tan notables como las recuperaciones de La aldea maldita o Currito de la Cruz. Máquinas propias de lavado y reparación de celuloide o el negativo de 35 milímetros con solo dos perforaciones, son algunas de sus aportaciones, como ha destacado el documental Juan Mariné. Un siglo de cine, de María Luisa Pujol, que recibió el pasado diciembre el Premio Forqué dentro de esta categoría.

Sí, todo un siglo de cine, para un profesional que no dudaba en confesar que “mi retina equivale casi a una emulsión fotográfica”, en una completa simbiosis entre un hombre y su cámara.


(Publicado en "El Cultural", 2-8 de febrero de 2024).

 

Una cineasta que nos ha hecho mejores

 

Josefina Molina

Se le ha calificado una y mil veces de pionera, de precursora, de adelantada a su época, de adalid del feminismo. Con toda justicia, porque esos adjetivos se ajustan como un guante a la realidad. Pero Josefina Molina no es solo eso, sino también una mujer sensible, cálida, también tímida, pero sobre todo inteligente y siempre muy consciente del tiempo en que le ha tocado vivir. Ese tiempo que se puso por montera cuando decidió salir de su Córdoba natal para ser algo tan extraño entonces como directora de cine.

En su autobiografía “Sentada en un rincón”, que se publicó el año 2000 con motivo del homenaje que le dedicó la Semana de Cine de Valladolid, Josefina Molina escribe: “A veces pienso que nos pasamos la vida intentando realizar los sueños que tuvimos de niños o de adolescentes, y luchamos por alcanzar aquello que un día proyectamos ser, buscando con insistencia todo lo que deseábamos conseguir cuando teníamos pocos años. Jugar con imágenes, contar historias, provocar emociones, conocer a los demás y comunicarme con ellos, para poder reconocerme y comprenderme a mí misma, es todo lo que yo he deseado verdaderamente”. Una bella declaración de principios en un texto autobiográfico que, al contrario de lo sucede tantas veces, destaca por la humildad y modestia con que está escrito.

Con Concha Velasco, durante el rodaje de "Teresa de Jesús"

Llevada de esa vocación, rodeada por un mundo de hombres, fue Josefina la primera mujer que se graduó como directora en la Escuela Oficial de Cinematografía, en 1967. Poco después empleó, como nadie había hecho, el rodaje plano a plano en vídeo para su adaptación televisiva de “La metamorfosis”, de Kafka. Se situó en cabeza del grupo de jóvenes realizadores que, en la década de los 70, cambió radicalmente los espacios dramáticos de Televisión Española a través de programas como “Hora 11” o “Teatro de siempre”. Desarrolló de manera especialmente inventiva el modelo del “docudrama”, hasta convertirse en una obligada y ya clásica referencia con su decisiva película “Función de noche”, filmada en 1981. Sumaría a ese modelo el significado de la obra teatral “Cinco horas con Mario”, de Miguel Delibes, de quien también adaptó de forma modélica en 1977 su novela “El camino”, dividiéndola en varios episodios. Abordó con originalidad, capacidad creativa y éxito de audiencia las series de gran formato con “Teresa de Jesús” (1984). Fue pionera en la investigación del uso de cámaras digitales para la grabación de programas de televisión…


Daniel Dicenta y Lola Herrera, en "Función de noche"

Una diversificada, rica y amplia labor en el campo audiovisual, compartida entre lo cinematográfico y lo televisivo (con también una amplia faceta documental en este campo), donde la exigencia en el lenguaje y la composición estética se suma a una especial profundidad en la composición de sus personajes y en el tratamiento de épocas y ambientes, así como a un destacado dominio de la dirección de actores. Siempre rigurosa y exigente en su forma de abordar los diversos géneros y temáticas, la corta filmografía de Josefina Molina se compone, además de “Función de noche”, de “Vera, un cuento cruel” (1973); “La tilita”, episodio de la película colectiva “Cuentos eróticos” (1979); “Esquilache” (1984); “Lo más natural” (1990) y “La Lola se va a los puertos” (1993).

La dirección teatral (faceta en la que siempre se recuerda especialmente su espléndido montaje de “Cinco horas con Mario”), la novela biográfica de carácter histórico, junto a una amplia labor teórica y pedagógica, completan el breve perfil de una vida desarrollada en esta nada fácil España, sobre todo para la mujer. Una nación cuyo eterno dilema, según dice la propia Josefina, es “el del absurdo y la irracionalidad frente a la razón, conflicto que siempre está presente en las distintas batallas de nuestra Historia”.

Tras recibir el Premio Nacional de Cine 2019 de manos de José Guirao

Premio Nacional de Cinematografía en 2019; Goya de Honor de la Academia de Cine siete años antes; Medalla de Oro a las Bellas Artes; Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo; Medalla de Oro de Andalucía, Comunidad de la que es también Hija Predilecta; Mujer de Cine 2011 para el Instituto de la Mujer; Espiga de Oro del 45 Festival de Cine de Valladolid, Presidenta de Honor de CIMA, la Asociación de Mujeres Cineastas y del Audiovisual, que supera el millar de afiliadas; miembro destacado de la Academia de Bellas Artes de San Fernando…, entre otros reconocimientos, las distinciones se han ido acumulando sobre Josefina. Alguien para quien su labor de dirección consiste en “realizar; es decir, hacer realidad, y la realidad es siempre más concreta y limitada que la pura fantasía subjetiva”. Alguien que, por tanto, siempre ha defendido “la apasionante fantasía de la realidad”. Alguien que hizo suya la frase que Alfonso Sastre, en la obra teatral “Los últimos días de Emmanuel Kant”, que ella dirigió, puso en su boca poco antes de morir: “La vida es un tapiz tejido con hilos de locura”

Cuando se habla de creación en imágenes, ese juego entre realidad, fantasía y locura alcanza su plena carta de naturaleza. Cuando se hace con la sensibilidad, talento y maestría de Josefina Molina, el “juego” con que ella soñaba de niña nos hace a todos más lúcidos, reflexivos y libres. En definitiva, una mujer cuya vida y cuya trayectoria personal merece la pena conocer muy a fondo.

Josefina Molina con su Goya de Honor en 2012

Baste para demostrarlo la generosidad que se desprende de las sucintas palabras que escribió para agradecer su Goya de Honor, que, al sufrir una inoportuna indisposición, recogieron por ella dos de sus compañeras, las cineastas Judith Colell y Patricia Ferreira:

“Gracias, Judith.

Gracias, Patricia.

 Siento de verdad no poder estar ahí.

Queridos compañeros de la Academia, muchísimas gracias por este premio, que necesariamente comparten una larga lista de grandes profesionales del cine español que me enseñaron y trabajaron conmigo a lo largo de los años. Sin ellos yo no sería Goya de Honor 2012. Y ellos y ellas saben que los llevo en el corazón.

Así que otra vez gracias. Un gran abrazo”.

Y es que mujeres como Josefina Molina han edificado con su talento y su lucha un país mejor, un país en el que –pese a todo– merece la pena vivir.


(Publicado en la revista "Aquí estamos" nº 180, diciembre de 2023).

 

Las mil y una Concha Velasco

 

Se comía el mundo aquella muchacha que iba en el asiento de atrás de un coche descapotable por las calles madrileñas en Las chicas de la Cruz Roja. Se le llenaba la boca llamando ¡puta! entre dientes a Amparo, la sirvienta que había conquistado al rico indiano con el que ya no podría emparentar, al final de Tormento, de Pedro Olea. Transmitía un hálito de esperanza, pese a todo, la corista Paca en su relación con un huido político, mientras tenía que someterse al estraperlista de posguerra que la chantajeaba en el Pim, pam, pum... fuego creado por el propio Olea y Rafael Azcona. Personajes muy distintos, prácticamente opuestos, solo unidos por la personalidad y el magistral registro interpretativo de Concha Velasco.

Resulta imposible trazar en su caso una necrológica convencional, con sus habituales dosis de tristeza, nostalgia y duelo. Porque Concha Velasco era pura vitalidad, fuego en su mirada y su cuerpo, a lo largo de sus casi setenta años de prolífica carrera profesional. Ella era la personificación de la artista hecha a sí misma, autodidacta, con una energía a prueba de bomba con tal de triunfar en el mundo del espectáculo. Nacida en una familia muy humilde, desde que se iniciase de corista en la compañía de Celia Gámez hasta su consideración como una de las más grandes actrices españolas, su trabajo recorrió un arco de excelencia muy difícil de explicar con la simple lógica.

Concha Velasco como Teresa de Jesús en la serie dirigida por Josefina Molina

Que aquella simpática intérprete de comedias de parejas tan típicas del cine español de los 50 y los 60, la “chica yé-yé” de Historias de la Televisión con la que lograría una inmensa popularidad o la acompañante de Manolo Escobar en tantos títulos para lucimiento del cantante, sería capaz años después de llegar al enérgico misticismo de Teresa de Jesús en la inolvidable serie de Josefina Molina, o a la mirada de frío y pobreza de la cálida prostituta de La colmena, o al desgarro sexual de un París-Tombuctú donde cumplía su sueño de ser dirigida por Berlanga, supone uno de los mayores misterios de nuestro cine. Pocas veces habremos asistido a una metamorfosis así de intensa y reveladora, que se extendía al teatro, el musical o la televisión.

Fue justamente el teatro donde se dio el giro de una Concha Velasco harta de repetir similares papeles de chica alegre, divertida o enamorada. Intentó cambiar de registro con Los gallos de la madrugada, de su entonces pareja José Luis Sáenz de Heredia, pero la tempestuosa acogida que recibió en el Festival de San Sebastián de 1971 por haber sustituido a la prohibida Canciones para después de una guerra, le impidió que ese intento fructificase. Pero sí lo lograría ese mismo año con la obra de Buero Vallejo Llegada de los dioses, donde compartía cartel con Juan Diego y que la erigió en casi un símbolo de la lucha cultural contra el franquismo. No solo por su sorprendente labor en el escenario, sino por convertirse en adalid de la reivindicación por el descanso semanal, negado a los intérpretes, pero conseguido –además de otras exigencias laborales– tras la famosa “huelga de actores” de 1975, ya en confrontación directa con el Régimen.

En "Pim, pam, pum... fuego", de Pedro Olea, con Fernando Fernán-Gómez

El teatro venía siendo un sustento fundamental para Concha Velasco, como lo demostraba sus éxitos en Abelardo y Eloísa, Filomena Marturano, Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? o Buenas noches, madre, igual que seguiría haciéndolo con diversas obras de Antonio Gala, habitualmente dirigidas por José Carlos Plaza. Pero también a partir de las citadas Tormento y Pim, pam, pum… fuego, de 1974 y 1975, o, de la misma época, Las bodas de Blanca, la arriesgada película de Francisco Regueiro, y la incomprendida Libertad provisional, dirigida por Roberto Bodegas sobre el único guion original escrito por Juan Marsé, se abrían ante ella nuevas posibilidades en el cine, con papeles dramáticos que iba dominando progresivamente. Se había convertido en una actriz muy respetada y valorada por la profesión y por la crítica, no porque antes no lo fuese, pero en un terreno de comedia popular, siempre menos estimada que los géneros “serios”. Quizá este tránsito pueda ejemplificarse en el sucesivo cambio de Conchita a Concha, según era mencionada en los títulos de crédito.

Fueron llegando los reconocimientos, como el Premio a la Mejor Actriz de la Semana de Valladolid de 1985 por su espléndida labor, junto a Paco Rabal y Victoria Abril, en La hora bruja, de Jaime de Armiñán, pórtico del homenaje que le dedicó este Festival en su edición siguiente, para la que Fernando Méndez-Leite escribió el primer libro dedicado a ella; o la nominación a los Goya por su inteligente encarnación de Pastora en Esquilache, de Josefina Molina. Junto a Pedro Olea, con quien, ya en 1996, también destacaría en Más allá del jardín (de nuevo, sería nominada a los Goya), ella fue la cineasta con la que mejor se entendió y, a estas alturas, todos tenían “in mente” su impresionante desempeño en Teresa de Jesús, a un nivel que posiblemente ninguna otra actriz habría igualado. E incluso, lo mismo que Lola Herrera, recibió el homenaje de su Valladolid natal, al colocar una placa en la fachada del principal teatro de la ciudad, el Calderón, con su nombre y la frase “Mamá, quiero ser artista”, que tanto la caracterizó.

Concha Velasco, en su también decisiva faceta teatral y musical

Y que tituló un musical autobiográfico con la que triunfó por toda España en 1986, lo contrario que su versión de Hello, Dolly!, un fracaso que la arruinó en 2001, derrumbe económico en el que también intervinieron familiares muy cercanos. Junto a esos musicales, el teatro fue en las últimas décadas el balón de oxígeno de Concha Velasco, así como la televisión, que le ofreció abundantes dosis de trabajo aunque a menudo no a la altura de lo que merecía, por más que siempre defendió sus papeles con la máxima dignidad.

Se nos ha ido Concha Velasco, y con ella una parte fundamental del mejor cine español. No ha habido, ni posiblemente habrá, una actriz de tal vitalidad, de una capacidad de entusiasmo que transmitía a sus directores y compañeros y, sobre todo, de esa fuerza de transformación que nos llevan a hablar de las, por fortuna, mil y una Concha Velasco.


(Publicado en la edición digital de "El Cultural", 2 de diciembre de 2023). 

 

La pervivencia de un mito

 

Se caracteriza un mito por atravesar las fronteras temporales y espaciales. Referido el cine, es lo que sucede con el personaje de Napoleón Bonaparte: su figura atraviesa décadas a través de las más variopintas películas. Entre ellas, solo una ha alcanzado una dimensión gigantesca, la de Abel Gance en 1927. ¿Conseguirá ahora el film de Ridley Scott, con Joaquin Phoenix, elevarse por encima de sus predecesores?

"Napoleón", de Abel Gance (1927)

Imaginó Abel Gance Napoleón motivado por su entusiasmo hacia el cine de Griffith y, en concreto, por El nacimiento de una nación. Pensó entonces llevar a cabo algo similar en Francia y que la manera idónea de hacerlo era una superproducción sobre quien consideraba el más universal de sus compatriotas, el corso Bonaparte. Casi tres años invirtió en el proyecto, lanzándose a un tan valiente como excesivo desafío técnico, aspecto en el que ya había demostrado su dominio en La rueda, de 1923. El fallido objetivo era llegar a seis películas (solo se realizaría una), con episodios biográficos de los que únicamente asistimos a los dos primeros, La juventud de Bonaparte y Bonaparte y el terror, así como al inicio del tercero, La campaña de Italia.

Multipantalla en el "Napoleón" de Gance

Gance era capaz de lo mejor y de lo peor. Entre lo segundo, un desaforado hipernacionalismo que convertía a Napoleón en el salvador de toda Europa. La grandielocuencia, la hipérbole continua en sus planteamientos, el fatigoso histrionismo figuraban en esa parte negativa de su autor. Pero también había en Gance la personalidad de un visionario, de un cineasta adelantado a su tiempo. Cuando la película pasaba de una a tres pantallas en ciertos momentos espectaculares, precedía en un cuarto de siglo al Cinerama. Cuando la cámara se movía a velocidad insólita a grupas de un caballo y en una batalla infantil de bolas de nieve; o la pantalla se dividía en nueve imágenes distintas, estaba ofreciendo soluciones precursoras para la puesta en escena. Aspectos técnicos en los que, hay que subrayarlo, contó con la decisiva colaboración de un español, el turolense Segundo de Chomón.

Marlon Brando como Napoleón en "Désirée", de Henry Koster (1954)

Como producto de su verdadera obsesión napoleónica, Gance rehizo varias veces su Napoleón e incluso su penúltima obra sería Austerlitz, en 1960. De esas reediciones, la más famosa y lograda fue –ya fallecido el cineasta– la que efectuó el historiador británico Kevin Brownlow, incorporándose posteriormente a ella música de Carmine Coppola. En España se estrenó esta versión en la inauguración del Festival de Valladolid de 1985, y se recibió con entusiasmo, sobre todo entre los más jóvenes. Mientras, por doquier, nacían nuevos títulos con Napoleón como protagonista o en torno a su época, con una panoplia de actores interpretándole, entre los que el más famoso fue el Marlon Brando de Désirée, de Henry Koster (1954).

"Napoleón", de Ridley Scott, con Joaquin Phoenix (2023)

Y siempre quedó en el aire el muy ambicioso, pero nunca realizado, proyecto de Stanley Kubrick, en el que confesaba querer reflejar “la responsabilidad y los abusos del poder, la dinámica de la revolución social, la relación del individuo con el Estado, la guerra y el militarismo”. En el último Festival de Berlín, Steven Spielberg anunció su propósito de reemprender el guion de Kubrick pero no en una película, sino en formato de serie. Entre ella y el film de Scott, el Emperador resurgirá de sus cenizas en estos tiempos convulsos.


(Publicado en "El Cultural", 17-23 de noviembre de 2023).

 

 


El cine de Hayao Miyazaki

 

Texto de la exposición presentada ante el Pleno de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando el 13 de noviembre de 2023. Este llamado "Espacio de Reflexión" venía acompañado por un  Power Point, cuyas imágenes se mostraban en aquellos momentos señalados por los sucesivos números que aparecen en dicho texto.

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Buenas tardes.

Antes de entrar en la obra de Hayao Miyazaki, permítanme unas breves notas sobre el cine de animación en general.

Dar vida y movimiento a lo que es inanimado. Dotar de dinamismo a lo que, en principio, es algo inerte, como un dibujo en un papel o un muñeco en una estantería. Este es el “milagro” que define al cine de animación desde el invento de los Lumière en 1895. E incluso antes, porque ya en los experimentos de su prehistoria se había avanzado en esta ilusión de que objetos y personas se mostrasen a los espectadores de forma dinámica. Aunque ha sido el dibujo el principal soporte de la animación, ha desarrollado con el tiempo muy diversas muestras, trabajando con muñecos, marionetas, siluetas, pinturas, arena…, en un sinfín de propuestas imaginativas. Incluso fundiéndose con el documental en las últimas décadas, cuando ya el género ha compartido definitivamente su faceta infantil con la de contenidos adultos, lo que ha aumentado su alcance cara al público.

De hecho, la animación surge prácticamente con el propio cine, con pioneros como el francés Émile Cohl y el norteamericano Stuart Blackton en los primeros años del siglo XX. O, basándose en la imagen fotográfica, la obra de Georges Méliès, con quien rivalizó desde la todopoderosa firma Pathé un español: el turolense Segundo de Chomón, autor de cortometrajes tan valiosos como El hotel eléctrico o Una excursión incoherente. Pero sería la figura de Walt Disney la que dominaría esta modalidad a partir de las breves piezas de Mickey Mouse y de su primer largometraje, Blancanieves y los siete enanitos, de 1937. La inmensa popularidad alcanzada por sus producciones, basadas sustancialmente en relatos infantiles, motivó que se asociara a ella la animación de manera abusiva. Pero no hay que olvidar que, enseguida, en 1940, el propio Disney lleva a cabo Fantasía, donde “visualiza” famosas composiciones de Bach, Beethoven, Schubert, Tchaikovski o Stravinski.

Hayao Miyazaki, dibujando en su estudio 

Van surgiendo autores fundamentales del cine de animación en los más diversos confines, como Lotte Reiniger en Alemania, Norman McLaren en Canadá, Jirí Trnka, Karel Zeman y Jan Svankmajer en la entonces Checoslovaquia, el grupo británico de Aardman Animations, o Bruno Bozzetto en Italia. Y, décadas después del surgimiento de Disney y paralelamente a su filmografía, la figura señera del japonés Hayao Miyazaki (2), cuya última película, El chico y la garza, se proyecta actualmente en los cines de nuestro país (motivo por el que le dedicamos estos minutos), después de inaugurar la pasada edición del Festival de San Sebastián. La acogida del público español ha sido espectacular, siendo, por ejemplo, el título de mayor recaudación por pantalla, más de 3.500 euros, en el primer fin de semana de su exhibición.

"Nausicaä del Valle del Viento" (1982)

Precisamente el Director de ese certamen, José Luis Rebordinos, ya había subrayado en el libro “El principio del fin” la maestría de Miyazaki, al considerarlo “el poeta de la animación, que algún día ocupará el lugar que le corresponde en la historia del cine, como uno de los cineastas más grandes, comparable a Ozu, Dreyer o Ford”. Una maestría que se iría fogueando en el diseño de series televisivas inolvidables como Heidi y Marco, y en el ámbito global del “anime”, el género de animación japonés por excelencia, al que pronto él dotaría de una personalidad muy específica, por encima incluso de otros importantes autores como Isao Takahata o Fujio Fujiko. Al comienzo, mostrando su atractivo por la cultura europea, presente en su primer largometraje, de 1979, Arsenio Lupin III: El castillo de Cagliostro (3), sobre el famoso ladrón de guante blanco que miles de seguidores tuvo en Japón. Pero solo tres años después, viraría hacia un relato distópico, Nausicaä del Valle del Viento (4), centrado en las consecuencias apocalípticas de una guerra nuclear, nada extraño venido de un país que sufrió dos bombas atómicas, en Hiroshima y Nagasaki, al término de la II Guerra Mundial.

"Mi vecino Totoro" (1988)

Ya dentro del famoso Estudio Ghibli, que él fundase con Isao Takahata y Toshio Suzuki, crea en 1985 La fortaleza celeste (5), donde las características principales de Miyazaki siguen consolidándose: sencillez en el trazo gráfico, desbordada imaginación en las tramas, espacios legendarios, gusto por la aventura… Todo ello, perfeccionado en Mi vecino Totoro (6), de 1988, por la prospección que efectúa en el imaginario infantil, con rasgos autobiográficos, entre los que se han destacado “el miedo a la muerte y el sentimiento de orfandad”. La nostalgia del film hacia un Japón tradicional tocó en el corazón a públicos muy diversos, al tiempo que la Naturaleza y el tránsito desde la niñez a la edad adulta van adquiriendo papel protagonista, lo que progresivamente se convierte en señas de identidad de su autor.

"La Princesa Mononoke" (1997)

Porco Rosso (7), realizada en los primeros años 90 por encargo de la Japan Airlines,1997 retoma el gusto por la aventura antes citado, dentro del contexto de la aviación en una todavía primera etapa, que siempre fascinó a Miyazaki. La maldición contra un héroe de la Primera Guerra Mundial, que le transforma en cerdo y varía su condición mítica por la de simple pirata, nutre una historia divertida y bastante extraña entre hidroaviones. Con una potente protagonista femenina, una de las que pueblan con frecuencia el universo de Miyazaki, La Princesa Mononoke (8), de 1997, le lleva dos décadas de desarrollo hasta lograr, según el historiador Tadao Sato en su libro clásico “Le cinéma japonais”, un “gran fresco mitológico muy original sobre toda la belleza perdida de la selva primitiva”. Enfoque que en el film se halla imbuido por la modalidad religiosa del Shinto, dominante en Japón y que se caracteriza por un animismo no reglado y sincrético con otras doctrinas.

"El viaje de Chihiro" (2001)

Si el enorme “tirón” de esta película en su país lograría introducirle en el siempre difícil mercado norteamericano, el éxito mundial le vendría cuatro años después (tiempo muy habitual para llevar a cabo una obra de animación) con El viaje de Chihiro (9), primer film del género en lograr el máximo premio en un Festival de categoría A, concretamente el Oso de Oro de Berlín en 2002, y considerada entre las primeras de las cien mejores películas asiáticas de todos los tiempos, según una encuesta llevada a cabo por el Festival coreano de Busán. Impresionante en sus múltiples dimensiones, desde el grafismo hasta la música pasando por la irrupción de potentes personajes, El viaje de Chihiro logró que el nombre de Miyazaki ya fuese familiar en los circuitos cinéfilos pero también entre públicos amplios.

"Ponyo, en el acantilado" (2008)

Lo que se concretó con El castillo ambulante (10), de 2004, valorada por su enfoque crepuscular sobre la vejez, otro tema que va a ir ganando terreno en la filmografía de su autor. Algo no contradictorio con su empeño sucesivo, Ponyo, en el acantilado (11), acabada en 2008, donde regresa a su querido mundo infantil y a un dibujo de mayor sencillez que el barroquismo que había ido tomando cuerpo en sus títulos anteriores.


"El viento se levanta" (2013)

Ya en 2013, la depuración impresionista domina El viento se levanta (12), que figura entre sus trabajos de mayor perfección, al reflejar la existencia de una de las figuras más destacadas de la aviación japonesa, el ingeniero Jiro Hirokoshi. Vuelve a utilizar también en este caso acentos muy autobiográficos, hasta el punto de que su insistencia en ellos los justifica argumentando que sería su última película, con 72 años a las espaldas y el gran desgaste personal que supone elaborar un largo de animación. Pero, afortunadamente, no ha sido así…

"El chico y la garza" (2023)

No lo ha sido porque, justo una década después, ha surgido El chico y la garza (13), que citábamos al comienzo. La propuesta ecologista que encierra, confirmando un principio que en Miyazaki es muy anterior a cualquier moda, se traduce en una nueva apuesta por la Naturaleza, su confrontación con los seres humanos y, dentro de ella, la preeminencia de la vejez y la muerte, paralelas al sentimiento de pérdida (de hecho, la trama del film arranca con el fallecimiento en un incendio de la madre del niño protagonista) y al paso de este hacia la madurez desde sus 12 años. La relación con el ave que da título occidental al film –el original japonés se traduciría por ¿Cómo vives?, nombre del libro en que se basa–, constituye el núcleo de una trama que arrebata por sus diversos pliegues narrativos, donde lo evidente deja continuo paso a la sugerencia ante los fascinados ojos del espectador.  

Otra imagen de "El chico y la garza"

Como escribió Jordi Sánchez Navarro, “las obras de Miyazaki ilustran perfectamente el hecho, consustancial al arte japonés, de que lo irreal puede capturar la esencia de la realidad más que la realidad en sí misma, porque la fantasía es universal más que individual”. (14). En definitiva, el cine de Miyazaki es como un espejo donde lo real y lo irreal, lo reconocible y lo secreto, se relacionan al mismo nivel desde la imaginación y la fantasía hasta llegar a su completa fusión.

Valga este Espacio de Reflexión para subrayar la importancia de una forma de lenguaje audiovisual como el cine de animación (sobre el que, como saben, la Academia firmó el mes pasado un Convenio de difusión) y, más concretamente, hacia la excepcional figura de Hayao Miyazaki. Si he logrado despertar el interés de mis compañeros académicos y académicas, o contrastar sus opiniones si ya conocían estas obras, mi objetivo se habrá cumplido. Creo, sinceramente, que no les defraudarán si tienen la oportunidad de conocerlas y disfrutarlas por primera vez o de nuevo. (15)

Muchas gracias por su atención.