La Historia del Cine se ha visto marcada por los avances
tecnológicos, propios o ajenos. El tránsito de la década de los 40 a los 50 del
pasado siglo vivió un todavía incipiente auge de la televisión en Estados
Unidos, que amenazaba con monopolizar el mundo de las imágenes y ante el que la
industria de Hollywood decidió reaccionar con rapidez. Se trataba, entonces, de
ofrecer al espectador aquello que la pequeña pantalla no podía darle, como
grandes decorados, multitud de actores y figurantes, color y formatos
diferentes a los tradicionales. Y había un género capaz de reunir todo ello,
lanzando la vista hacia el pasado: el que conoceríamos popularmente como “cine
de romanos” y que, a su vez, engloba varios subgéneros, ya sea con los pasión
de Cristo como protagonista o referencia, ya sea con las constantes degradadas
de los que se llamarían “péplums”.
Deborah Kerr y Robert Taylor, en "Quo Vadis?", de Mervyn LeRoy (1951)
Por supuesto que había precedentes a los que acudir, y de
manera muy destacada a un título mítico del cine italiano, ‘Cabiria’, de
Giovanni Pastrone, o uno de los cuatro episodios de ‘Intolerancia’, de
Griffith, de 1914 y 1916, respectivamente. Pero cuando la nueva tendencia
adquiere verdadera carta de naturaleza es con ‘Quo Vadis?’, realizada por
Mervyn LeRoy en 1951 y que reuniría ya características de las antes citadas,
incluso la de los orígenes del cristianismo. Su gran éxito mundial se
consolidaría solo dos años después con ‘La túnica sagrada’, al incorporar además
un elemento fundamental, el Cinemascope, que revolucionó los formatos establecidos
para unirse indisolublemente al Technicolor. Menos fortuna encontró la
inmediata secuela, ‘Demetrius y los gladiadores’, en la que Henry Koster cedió
el testigo a un director más capacitado, Delmer Daves, pero que tuvo que luchar
con el hándicap de tener en el papel principal a Victor Mature (en lugar del
previsto Burt Lancaster), probablemente el peor actor que haya existido…
Paralelamente, aunque en otra dimensión opuesta, Joseph L.
Mankiewicz adaptaba a Shakespeare en ‘Julio César’ (1953), con unos magistrales
James Mason y Marlon Brando que aportaban toda su profundidad a la tragedia en
sus personajes de Bruto y Marco Antonio. Ese mismo Marco Antonio que el propio
Mankiewicz recuperará, una década más tarde, para su ‘Cleopatra’, cuyo
desmesurado coste no se vería compensado por la asistencia del público. Todo lo
contrario de lo que había sucedido en 1959 con ‘Ben-Hur’, de William Wyler, cuya
secuencia de la carrera de cuadrigas quedaría ya como referente en los anales
cinematográficos. Como, al año siguiente, ‘Espartaco’, donde, tras muchos
avatares, Stanley Kubrick –basándose en un espléndido guion de Dalton Trumbo–
ofrecería una visión diferente del universo romano, centrándose en la lucha contra
la esclavitud. Con gran poder de convicción, la personificaba un Kirk Douglas que
esta misma semana ha cumplido sus cien años de vida.
Kirk Douglas, en "Espartaco", de Stanley Kubrick (1960)
El citado fracaso de ‘Cleopatra’ y la tampoco entusiasta
acogida a ‘La caída del Imperio Romano’, producción de Samuel Bronston filmada
en 1964 cerca de Madrid y con un Anthony Mann ya en horas bajas, llevaron al
rápido declive de las “películas de romanos”. O, con mayor exactitud, a la
proliferación de los llamados “péplums”, films de bajo presupuesto, cuyo nombre
procede de una especie de túnicas –los peplos– que vestían más bien las
griegas. Estaban rodadas habitualmente en Italia (también en España)
aprovechando decorados de las superproducciones, y en ellas proliferaban sagas
de personajes como Hércules, Maciste o Ursus. Poco aportaron al género, salvo
una cierta diversión entre los espectadores por los muchos disparates de
ambientación y de documentación histórica que contenían, a menudo confundiendo
Roma con otras latitudes.
El reencuentro con la mejor tradición anterior vino de la
mano de autores consagrados, como el Fellini del ‘Satyricon’, en 1969, o, algo
antes, del Lester de ‘Golfus de Roma’, una vertiente humorística la de este
último que los Monty Pithon llevaría a un estupendo paroxismo en ‘La vida de
Brian’, de 1979. Sin olvidar la popularidad que entre críos y mayores
adquirieron las aventuras de Astérix, ya fuese en “comic” o en su traslación al
cine de animación o de imagen real. Paralelamente, la televisión aportaba desde
1976 la calidad y solvencia de la serie ‘Yo, Claudio’, verdadero hito de la
época, basada en las excelentes novelas de Robert Graves y que, mucho después,
seguirían otras series como la descarnada ‘Roma’ e incluso, entre nosotros,
‘Hispania, la leyenda’, ya en este siglo.
Russell Crowe, en "Gladiator", de Ridley Scott (2000)
También a él pertenece una reciente resurrección del género
en la pantalla grande, marcada de nuevo por una innovación tecnológica: la
imagen digital. Gracias a ella, no es preciso construir enormes decorados
físicos, pueden multiplicarse hasta el infinito los figurantes y las batallas
aún resultan más espectaculares. El resonante éxito de ‘Gladiator’, de Ridley Scott,
justo en el 2000, consagraría tanto la tendencia como a su protagonista Russell
Crowe, lo mismo que –en menor medida– pasaría una década después con Michael
Fassbender en ‘Centurión’, de Neil Marshall. Signo de la vigencia del género es
el (poco acertado) “remake” de ‘Ben-Hur’ este mismo año.
Sigue, y parece que seguirá, vivo el “cine de romanos”, con varios
títulos cada temporada. ¿Por qué? Quizá porque conjuga como ningún otro las pasiones
humanas de poder y amor con un periodo especialmente fértil y decisivo de la
Historia.
(Publicado en "La sombra del ciprés", suplemento cultural de "El Norte de Castilla", de Valladolid, 10 de diciembre de 2016).
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