Este
texto, junto a otro de Joanna Bardzinska, figura en el pequeño libro que
acompaña la edición en Blu-Ray -por parte de Wanda Films y Cameo- de un
"pack" con la Trilogía de Krzysztof Kieslowski, aparecido en abril de 2016.
Conocí personalmente a Krzysztof Kieslowski en 1993, con motivo
de la 38 Semana de Cine de Valladolid. Era, exactamente, el 23 de octubre y el
cineasta polaco venía acompañado por los hermanos Morales, José María y Miguel,
cuya distribuidora (Wanda Films) iba a comercializar Azul en España. La película acababa de ganar el León de Oro en la
Mostra de Venecia, por lo que en Valladolid la programamos en la Sección
Oficial pero fuera de concurso. El interés por verla era realmente enorme y se le
reservó una sesión siempre especial en el Festival, la de la noche del sábado.
El Teatro Calderón, sede principal del certamen, estaba a
rebosar. Envuelto por una ovación de los espectadores al oír su nombre,
Kieslowski compareció en el escenario para presentar, brevemente y con la
humildad acostumbrada, su película. Y mientras se proyectaba, fuimos a cenar a
un comedor reservado en el cercano Hotel Olid Meliá, dentro del que ya
esperaban algunos otros invitados del Festival, hasta llenar una mesa rectangular
de una veintena de personas. No fue difícil “convencerles” de que vinieran con
nosotros, porque en ese momento Kieslowski era uno de los prototipos máximos
del considerado “cine de autor” y todos estaban encantados de poder hablar con
él.
No exagero si digo que resultó la cena más apasionante e
inolvidable de cuantas viví en los veinte años que estuve al frente de la
Semana. Como era lógico, el autor del Decálogo
llevó la voz cantante, refiriéndose a sus films, sus temas más queridos o sus
actrices y actores. Pero lo que más me impresionó fue su predilección por
hablar de Europa, del presente y futuro de un continente que centraba buena
parte de sus preocupaciones. En el recuerdo, sus planteamientos se acercaban
mucho a los de un Claudio Magris, el pensador que –desde su Trieste natal– creo
que ha sido el que mayores caminos de reflexión ha abierto sobre nuestra
condición de europeos, sobre los fundamentos y contradicciones inherentes a la
situación geopolítica y cultural de esta área. Kieslowski estuvo brillante al
centrar en ella su conversación, lo que no resultaba extraño en quien había
basado en los principios de la Revolución Francesa, Libertad, Igualdad y
Fraternidad la Trilogía que pondría fin a su carrera y casi a su vida.
Pero quizá más brillante estuvo todavía en el Encuentro-Rueda
de Prensa que se celebró, a las doce y cuarto de la noche y tras la proyección
de Azul y la cena paralela, en el
propio Hotel. Cuando le comenté que era costumbre de la Semana realizar a tales
horas esos Encuentros con periodistas y espectadores, me miró con ironía y me
auguró que no vendría nadie, “porque son
horas para descansar y dormir”, pero en manera alguna se opuso al acto. Le
devolví la mirada cuando llegamos al amplio salón y estaba repleto de un
público expectante, que permaneció muy atento y participativo a lo largo de más
de una hora. Durante la que “Kieslowski,
que suele ser un hombre lacónico, habló esta vez más de lo que acostumbra”,
según escribió Ángel Fernández-Santos en “El País”, lo que demostraba hasta qué
punto se sentía cómodo y relajado. Fue una presencia breve pero muy intensa la
de Kieslowski en Valladolid. Y como, años después, valorase Miguel Morales en
“El Norte de Castilla”, “la exhibición de
‘Azul’ en Valladolid y la presencia de Kieslowski nos ayudaron mucho para la
posterior distribución en España. Hay films idóneos para la Semana, por su tipo
de público, que apoya sin concesiones al cine de autor”.
¿Qué hacía de Krzysztof Kieslowski un cineasta tan peculiar y
tan admirado? Sobre todo, que era distinto, enormemente personal en su
tratamiento de la realidad y de las relaciones humanas. Pero diferente ya no
solo de la mayoritaria producción norteamericana, sino de la propia europea de
aquellos momentos. En el prólogo del excelente libro “La doble vida de Krzysztof
Kieslowski”, coordinado por Joanna Bardzinska y editado el pasado año en la
Colección Nosferatu por Donostia Kultura y la Filmoteca Vasca (*), lo expresa
certeramente su colega Agnieszka Holland al señalar que “todas sus películas –desde sus primeros documentales hasta ‘Tres
colores’– son en lo más íntimo de su naturaleza la expresión viva de lo
inefable. El misterio del destino de cada hombre”. Un misterio al que se
trata de acceder desde historias bastante sencillas en apariencia, pero que
siempre dejan un amplio margen a cierta ambigüedad y a la interpretación en
profundidad del espectador. El cine de Kieslowski nunca es un cine de
respuestas, sino de preguntas, de interrogantes lanzadas a la conciencia del
público.
Ante ello, ha de adoptarse una postura ética, porque de un
impulso ético nacen las situaciones y los personajes. La propia trayectoria del
realizador así lo confirma: dedicado durante una década al documental, se
aparta de él, además de por las múltiples censuras que padece, porque se le “queda pequeño” para reflejar su visión del mundo; no logra penetrar con
este género en la intimidad de quienes retrata, a no ser a riesgo de
violentarla, y sobre todo no consigue llegar a ese reducto máximo de
espiritualidad al que aspira. No se trata de una espiritualidad religiosa,
aunque en ocasiones posea acentos de ella, sino laica, de carácter moral en cualquier
caso, y siempre nacida de la propia exigencia de su autor. Si se denominó “el cine de la inquietud moral” al creado por los jóvenes directores y
guionistas polacos de la década de los 70, con el régimen comunista, Kieslowski
sería el máximo exponente de ello. “Inquietud moral” que impregnaría sus largometrajes
de ficción, desde El personal, La cicatriz, La calma y El aficionado, todavía en aquellos 70,
hasta el Decálogo de finales de los
80 y que trasladaría a Francia con La
doble vida de Verónica y la Trilogía. Un ejemplo de suma coherencia
personal y artística con escasos ejemplos comparables a ella.
“El cine de Kieslowski
es un cine sin respuestas, que presenta individuos desgarrados por su soledad;
es un cine sin tesis morales y sin mensajes, pero que apuesta por la esperanza
de que la comunicación humana sea posible, incluso cuando sus protagonistas
viven inmersos en ambientes propicios a la más absoluta incomunicación y en
situaciones complejas y atrabiliarias; es un cine del azar como motor del
destino y un cine en el que predomina la ausencia de cualquier certeza”. Lo resume muy bien Eduardo
Rodríguez Merchán en un texto para el citado libro donde, precisamente, analiza
No amarás y No matarás,
extraídas –y ampliadas– del conjunto del Decálogo como películas singulares. Y
digo precisamente porque en ellas se constata hasta qué punto su obra supone
una incesante motivación para el público, enfrentado a una serie de cuestiones
difíciles e incluso “incómodas” de resolver. Nada es blanco y negro en su
filmografía, como nada resulta plenamente cierto y constatable en La doble vida de Verónica, ni nada surge
como patente y unívoco en su tríptico final. Lo único seguro es que nace del
desgarro interior de su autor, de una duda metódica y vital que posee ecos
unamunianos. En definitiva, todos seríamos como ese protagonista de El azar (1981), cuya existencia
dependerá de la elección de una de las tres posibilidades que se le presentan y
que harían variar radicalmente su destino. Elección condicionada por
imperativos éticos y morales, que se traducirán en realidades del mismo signo,
marcadas por ese azar y esa necesidad que son santo y seña de la obra de
Kieslowski.
En el caso de que, de manera metafórica, tuviéramos que
comparar con algo esa obra, sería sin duda con una visión panorámica del mar,
donde las olas nunca tienen un “significado” nítido y preciso, sino que se
reproducen ante nuestros ojos en un “continuum” indefinido e infinito. Así, el
cine de Kieslowski se muestra como un océano de posibilidades interpretativas,
nunca cerradas ni esquemáticas, sino abiertas a la contemplación de un
espectador que asiste, con asombro, al cúmulo de posibilidades que se ofrecen
ante sus ojos de forma siempre diferente, siempre fructífera y bella.
Porque las películas del realizador polaco no solo se distinguen
por ese compromiso ético o moral, por esa ambición metafísica que hemos
mencionado. Son también, y de manera fundamental, un ejercicio fílmico de
primera magnitud, donde la precisión del encuadre, la elegancia y fluidez de
los movimientos de cámara, la dirección de actores y actrices (ellas, en
especial), el dominio del montaje o el sentido de una construcción armónica que
se asemeja mucho a la musical, suponen también elementos muy definitorios,
según iremos viendo en cada uno de los títulos de la Trilogía. Lo que hace
Kieslowski es cine y de altos quilates.
Aunque, como en todo verdadero artista, queda la
insatisfacción: “Nunca he llegado a
conseguir plenamente lo que pretendía”, confesó poco antes de morir. “No rodé la película de mi vida. Cuando
lograba alcanzar el treinta o cuarenta por ciento de lo que quería, lo
consideraba ya un éxito. Si hay algo de interesante en mi trabajo, quizá sea
precisamente eso, que el efecto hasta el final sigue siendo una incógnita”.
Murió Kieslowski demasiado joven, con tan solo 54 años, el 13
de marzo de 1996, a consecuencia de una fallida operación sobre un corazón que
ya estaba muy delicado. No había pasado demasiado tiempo desde aquel lejano
encuentro en Valladolid… Y ahora urge recuperar su cine, es preciso
“resituarlo” donde estaba en los años 90 y ponerlo en el lugar de gran valía y
altura que merece. La edición de este “pack” con su Trilogía, previamente
proyectada en salas, debe ayudar decisivamente a tal reconocimiento.
___________________________________
(*) Otros
libros considerables, y en castellano, sobre Kieslowski son “Krzysztof Kieslowski”, de Serafino
Murri (Ediciones Mensajero, Bilbao, 1998); “Krzysztof
Kieslowski. Tres colores: Rojo”, de Salvador Montalt (Ediciones Paidós,
Barcelona-Buenos Aires-México, 2003), y “Azul/Blanco/Rojo.
Kieslowski en busca de la libertad y el amor”, de Julio Rodríguez Chico
(Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2004). Siempre está
pendiente la traducción al español de “Kieslowski
on Kieslowski”, su autobiografía (Danuta Stok, ed., Faber and Faber,
Inglaterra, 1993; Znak, Polonia, 1997).
“Azul”
Un sordo grito de
libertad
En el primero de sus Tres
colores, Azul, Kieslowski sigue
la trayectoria de Julie, desde la muerte en accidente de coche de su marido,
Patrice, y su hija de cinco años, Anna, hasta sus lágrimas y su leve sonrisa
final. Es, por tanto, un itinerario entre la pérdida insoportable y la
aceptación, pese a todo, de la vida. Julie ejerce en todo momento esa libertad
que inspira la primera entrega de la Trilogía: cuando intenta suicidarse, sin
atreverse finalmente a ello; cuando se despoja de cuanto posee, excepto lo
imprescindible para vivir; cuando destruye la partitura del Concierto para la Unificación
de Europa, aunque después colabore en su recreación; cuando desdeña el amor de
Olivier, el discípulo de Patrice, que acabará aceptando… Son diferentes
momentos de una vida en tránsito, de una existencia marcada por un hecho brutal
que va determinando todas sus respuestas. Pero, en definitiva, es la música, el
arte, lo que se impone, como una argamasa que todo lo une y que le señala el
camino por el que soportar una vida que ya nunca será la misma.
Pasa Julie, de manera muy aproximada, por las cinco etapas
del duelo que definiese la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross: la negación, la
ira, la negociación, la depresión y la aceptación, todas ellas relacionadas con
el tremendo dolor que produce la pérdida de seres queridos. Otras películas
posteriores, como La habitación del hijo,
de Nanni Moretti; En la habitación, de Todd Field, o Para que no me olvides, de Patricia
Ferreira, también se han centrado muy sensible y lúcidamente en cuanto supone
esa pérdida. Kieslowski lo hace basándose en el rostro de Juliette Binoche
(Julie), desde el que –salvo en una secuencia y poco más– se contempla todo el
relato de forma omnipresente. Ella va personificando esas diferentes etapas, e
incluso, como en los films citados, la habitación vacía de su niña ocupa un
papel decisivo, en la que, en una espléndida secuencia, entra con temor
envuelta en el azul de las paredes y bajo la lámpara de lágrimas de cristales
del mismo color, que es lo único que llevará a su nuevo apartamento.
Apartamento en el que, lo quiera o no, Julie acabará tomando
contacto con la realidad, sobre todo a partir de la noche en que se queda
aislada en la escalera e inicia su relación con la prostituta Lucille. Las
miradas desde su mesa en el bar, el encuentro en él con Antoine, el muchacho
del monopatín que contempló el accidente, la irrupción de Olivier (que trata de
“reconducirla” hacia el amor perdido desde la tragedia), van marcando jalones
en tal reencuentro con la realidad. Pese a que Julie mantenga que “no hace nada”, que “todo son trampas”, el mundo se le acaba imponiendo, como no podía
ser de otro modo, hasta que toma las riendas de la finalización del Concierto.
Surgen aquí un cúmulo de imágenes fundamentales para comprobar
hasta qué punto el “misterio”, lo indefinible, lo que no se sujeta a la lógica
estricta del relato juega un papel fundamental en la obra de Kieslowski y,
concretamente, en Azul. Me refiero a
la visión de la anciana encorvada que apenas puede llegar al contenedor de
basura para depositar una botella, que Julie observa desde un parque; y que
probablemente esté ligada a la relación con su madre, abandonada por la memoria
y obsesionada por contemplar en televisión cómo un hombre de mucha edad se
lanza al vacío en un ejercicio de “puenting”. O la figura del flautista
callejero, que interpreta pasajes del concierto, sin conocerlo, y que le dice a
Julie la inquietante frase de que “siempre
debemos guardarnos algo”… O la insistencia en la cadena con la cruz que
encontró el testigo del accidente, devuelta a él por Julie y que el chico
conserva como un tesoro, pero que también porta Sandrine, la ignorada amante de
Patrice.
Son como paráfrasis poéticas en la narración que, insisto, no
derivan de su lógica inmediata, pero que se abren como un cúmulo de sugerencias
y estímulos para el espectador. Lo mismo que la presencia de la rata y su
camada en el apartamento, vinculada sin duda a la maternidad que, con el
fallecimiento de su hija, ha perdido Julie, y el fuerte remordimiento que le
expresa a Lucille por haber introducido al gato del vecino para acabar con ellas.
Maternidad también unida al hecho de que Sandrine esté embarazada de un Patrice
cuya infidelidad Julie nunca había sospechado, pero que no le impide ofrecerse
para acoger en su casa a la futura madre y a su hijo. En ese reencuentro con la
vida que había comenzado en el contacto con la realidad dentro del barrio
popular al que se traslada, la maternidad supone un hecho básico en dicha
asunción de la vida por parte de Julie, por cuanto genera un hecho creativo,
como creativa es también la conclusión del Concierto.
Todo ello dentro de un estilo que destaca por su
perfeccionismo, por un preciosismo de imagen en la composición del plano y en
la fotografía, con el azul como continuo dominante cromático, y en la
composición de la banda sonora. No ya solo por el uso incidental de pasajes de
dicho Concierto, con una parte coral cuyo texto lo toma de la Epístola a los
Corintios sobre el amor o la caridad, sino especialmente por un ritmo que
estructura el film como si se tratase de una partitura. Con las brazadas de
Julie en la piscina como puntos de inflexión, Azul está construida a base de secuencias muy breves, siempre
precisas y en tensión, donde incluso Kieslowski introduce en tres ocasiones
fundidos en negro dentro de la misma secuencia, lo que es un recurso nada
ortodoxo y verdaderamente novedoso. Nada es gratuito, nada sobra (quizá solo la
un tanto artificial escena en que, desde el camerino de Lucille, Julie descubre
la existencia de la amante de su marido), cada plano está por algo y para algo.
Lo mismo que los mil y un matices de la impresionante interpretación de
Juliette Binoche, capaz de representar el film casi en solitario. Aunque
apoyada, eso sí, en la maestría dramatúrgica de Kieslowski en la dirección y en
la del operador Slawomir Idziak y el músico Zbigniew Preisner, habituales
colaboradores suyos.
Ha pasado casi un cuarto de siglo desde la realización de Azul. Nadie lo diría. Salvo por detalles
accesorios (como el modelo de los coches, algo de los de la ropa, la
posibilidad de fumar en todas partes o la inexistencia de teléfonos móviles),
la película es perfectamente actual. Viéndola hoy, me recuerda Amor, de Michael Haneke, no ya porque
aborden el eterno tema de la vida y la muerte, ni siquiera por la presencia en
ambas de la gran Emmanuelle Riva, aquí en el papel de la madre. Sino por la
precisión y altura poética al narrar una historia solo aparentemente realista,
por su capacidad para ahondar con serenidad y distancia en sentimientos
fundamentales. Como los que recorre el desenlace “coral” de Azul, en el que, mediante fundidos
encadenados y envueltos por la música del Concierto, nos reencontramos con los
rostros de Julie y Olivier, de Antoine, la madre, Lucille y Sandrine, hasta
volver de nuevo a Julie que, por fin, llora por su pérdida y esboza una sonrisa
por su nueva vida. En definitiva, la atemporalidad es el sinónimo de las obras
maestras.
“Blanco”
La igualdad entre
desiguales
Cuatro años después de la caída del Muro de Berlín,
Kieslowski se refiere en Blanco a una
Polonia ya corroída por las prácticas de un capitalismo salvaje: especulación
inmobiliaria, cambio ilegal de moneda, poder absoluto del dinero, enriquecimientos
rápidos, explotación de los más débiles… El país ha cambiado, después de varias
décadas de comunismo dictatorial, e incentiva la consecución del éxito personal
sea a costa de lo que sea. La película está llena de alusiones a este momento: “Hoy todo se compra”, “Hoy en día se puede conseguir todo”, “Simplemente
necesito el dinero”, “Quisiera entrar
en el mundo de las finanzas”, “Esto
es Europa, colega”, dicen unos y
otros. De hecho, Karol, el protagonista, pasa de ser un indigente en París tras
el divorcio de su mujer, Dominique, quien le bloquea su cuenta corriente y sus
tarjetas de crédito, a un potentado empresario de “import-export” tras un
“pelotazo” adquiriendo suelo rústico para venderlo posteriormente a empresas
multinacionales. Y no es que Kieslowski sea sospechoso de nostalgia alguna
hacia el régimen anterior, que le cercenó su libertad de expresión en numerosas
ocasiones, sino que la sociedad en que sitúa su relato ha cambiado de manera
radical.
Pero, por encima de ello, Blanco
es una historia de amor, de un amor fallido, problemático, improbable, hasta
que –de forma muy peculiar– acaba por concretarse. Viene a ser como la
plasmación de la frase con que el protagonista de Pickpocket cerraba el film de Bresson: “Para llegar hasta ti, qué extraños caminos tuve que tomar”. Y
realmente son extraños los que recorre Karol para obtener el amor de Dominique,
desde viajar de París a Varsovia escondido en una maleta hasta deber
enriquecerse aceptando matar a una persona o engañando a un campesino sobre sus
tierras. Todo sirve para cumplir la obsesión erótica de Karol, después de que
su mujer le haya abandonado por no ser capaz de consumar su matrimonio (es
decir, por un matrimonio “blanco”), le eche de casa e incluso le ponga en la
pista de la policía por un incendio que no ha cometido. Dominique puede
parecer, es, cruel y despótica, pero no soporta que, tras enamorarse en
Budapest durante un concurso de peluquería, él se haya convertido en impotente
desde que han llegado a Francia y no colme su sexualidad.
Nada parece detener el amor de Karol, ni las humillaciones
personales o telefónicas que ha ido sufriendo (como cuando le hace escuchar los
jadeos con su amante), ni la distancia en kilómetros que les separa desde que
él regresa a Polonia. Solo se consuela contemplando, e incluso besando, aquel
busto femenino que semeja a Dominique; solo tiene la ambición de cumplir un
plan por el que vuelva a tenerla a su lado. Y consigue urdirlo mediante la
estratagema nada menos que de fingirse muerto ante casi todos y celebrar su
enterramiento, al que asiste su exesposa, ya beneficiaria en exclusiva de los
muchos bienes que figuran en su testamento. Logra así que Dominique esté junto
a él, que –ahora sí– tengan una relación sexual completa y satisfactoria, y ver
cumplido el objeto de su deseo.
Párrafo aparte merece un desenlace que nada tiene del tópico
“final feliz”. Dominique se halla reclusa en una celda, sospechosa de haber
colaborado en la “muerte” de su marido para obtener la herencia, y Karol acude
a verla con unos prismáticos desde el patio de la cárcel. Entonces, en una
secuencia bellísima, ella se expresa para él mediante una serie de signos con
las manos. Muchas interpretaciones se han dado sobre este momento, y me permito
plantear una que creo convincente: Dominique le sugiere que podría liberarse y
escaparse de la prisión, pero rechaza la idea; prefiere comunicarle que se
queda en ella y que Karol esté, como lo está ahora, a su alrededor haciéndole
compañía; porque, él es su marido, como indica con el gesto del anillo
matrimonial en su dedo. ¿A él le parece una buena solución para así seguir
juntos? Karol llora entonces de alegría y satisfacción porque ha conseguido su
objetivo… Lo que parecía toda una estrategia de venganza contra Dominique se ha
convertido en una manera, muy “sui generis” y casi perversa, de permanecer
juntos. Al fin y al cabo, ella ya había reconocido ante la policía que le amaba,
algo que jamás había afirmado antes, incluso lo había negado ante el tribunal
que juzgaba el divorcio. Karol ha vencido.
Con menor estilización que en Rojo,
más cercana a la estética del Decálogo,
con mayor impronta realista si se quiere, no por ello Blanco merece en absoluto la consideración de “patito feo” que
tantas veces se le adjudica al hablar de la Trilogía. La película tiene fuerza,
es potente en cuanto desea abordar y asume la posible acusación de misoginia
que planea sobre la elaboración del personaje de Dominique, aunque su desenlace
lo contradice. Ateniéndose al segundo de sus Tres colores plantea en este caso la compleja igualdad entre los
desiguales, y pocas personas tan desiguales como Karol y Dominique, pese a
compartir su oficio de peluqueros. “¿Dónde
está la igualdad?”, pregunta él ante el juez del tribunal del divorcio,
aludiendo a sus problemas para expresar sus sentimientos en francés. En
definitiva, toda esa necesidad de Dominique que antes mencionábamos es para que
se sitúe en un plano de igualdad amorosa respecto a él, que supere el problema
sexual que soporta la pareja. Si lo logra es, como en el film de Bresson citado,
a través de “extraños caminos”, que
ella acaba por aceptar. No otro sentido tienen los “flash-backs” subjetivos por
el pasillo de la iglesia hacia la salida en la boda (que en su última “versión”
acaba con un beso de la pareja) y los “flash-forwards” que adelantan desde los
títulos de crédito el recorrido de la maleta en que Karol viajará escondido o
los anticipos de la llegada de Dominique a la habitación del hotel donde él la
espera sorpresivamente vivo.
Como no podía ser de otra manera en Kieslowski, hay imágenes
“misteriosas” y enormemente sugerentes, aunque en menor proporción que en Azul o en La doble vida de Verónica. Esas palomas que revolotean en la
escalinata del Palacio de Justicia (en cuyo frontispicio figura precisamente el
lema “Liberté, Égalité, Fraternité”), que manchan la gabardina de Karol y que
también se hallan a la puerta de la boda y hasta en el interior de la estación
del Metro. O esa moneda de dos francos que viene a resumir su existencia en
París y su relación con Dominique. O el cuadro de la Virgen y el Niño en que
Karol ve reflejado su rostro, tras engañar al campesino, con un signo de inquietud.
O la repetición de la secuencia ya conocida de Azul, cuando –en este caso– un anciano se esfuerza por introducir
una botella en un contenedor de basura…
Menos “misteriosa” es la utilización del blanco que da título
al film, presente en diversos pasajes: en el estilo de foto, en la nieve del
descampado donde arrojan a Karol los ladrones de maletas y en el Vístula helado
donde juega a patinar con su mefistofélico amigo Mikolaj, en el resplandor que deslumbra
desde la calle en la citada ceremonia de la boda o lo que deducimos de la
enigmática frase que a su hermano Jurek le dice el abogado, quien “veía luz al final del túnel”. Siempre
la luz esperanzada en el cine de Kieslowski…
“Rojo”
En busca de la
fraternidad
Es en Rojo, por
encima de los otros títulos de Tres
colores, donde de forma más patente se pueden percibir dos de las
características fundamentales del cine de Kieslowski: el dilema moral como
inspirador y punto álgido del relato y la combinación de azar y necesidad que
guía la vida de sus personajes. Los tres encuentros fundamentales entre
Valentine y Joseph, tras su desabrido encuentro inicial, se centran en una
serie de interrogantes planteadas por ambos. Frente a las profundas dudas del
juez jubilado sobre cómo ha sido su actuación en los tribunales, sobre “si estaba del lado bueno o malo”, al
dudar de “lo que es verdad y lo que no”,
o si ahora recapacita por modestia o vanidad, responde ella con su mentalidad
de “inocente”, defendiendo que “no es verdad que la gente sea mala”, que
él “se equivoca en todo” y que le “inspira compasión y asco” por su
comportamiento. Dudas que atañen a buena parte de los mortales, pero que
adquieren una especial gravedad al tratarse de un juez; es decir, de alguien
que con su veredicto ha determinado la existencia de muchas personas,
dejándolas en libertad o llevándolas a la cárcel. Desde la pantalla, Kieslowski
traslada este dilema moral, esta polémica generada entre ambos, a todos los
espectadores de Rojo.
En cuanto a la trayectoria de sus personajes, lo azaroso y lo
necesario juegan un papel decisivo a partes iguales: el azar motiva que
Valentine atropelle con su coche a Rita, la perra pastor de Joseph, y la
conduzca hasta su casa; como también que el joven Auguste “adivine” qué tema le
va a salir en su examen final de carrera, igual que le sucedió al juez con la
caída de sus libros en el teatro; o, definitivamente, la tragedia acaecida en
el Canal de la Mancha, de la que Kieslowski siente el impulso, y la humorada,
de salvar a todos los personajes principales de la Trilogía. Pero también resulta
básica la necesidad que guía sus comportamientos, necesidad de comunicación, de
amor, de comprensión y, en último término, de esa fraternidad que figura en el
nombre de esta pieza del tríptico. La suerte “es mala señal”, le avisa el dueño del bar a Valentine cuando logra
un premio en la máquina tragaperras, y ello es porque desequilibra indebidamente
la balanza entre el azar y la necesidad.
De forma paralela a la figura desencantada y de vuelta de
todo –aunque parezca renacer en su último plano– de un excelente Jean-Louis
Trintignant en el papel del juez, está la de una no menos extraordinaria Irène
Jacob como su “contrincante” dialéctica, tan a menudo angustiada. Valentine es
una mujer que solo “busca paz”, pero
que siente que “algo pasa a mi alrededor
y me da miedo”. Ella es la modelo de una espectacular campaña publicitaria que
asegura que, gracias a un chicle, se proporciona “en cualquier circunstancia, el frescor de vivir”. En todo lo
contrario de este “frescor” se convierte su actitud diaria, condicionada por
una pareja a distancia, cuyos viajes a Polonia, Londres o Hungría solo le
aportan una celosa desconfianza de su amante, Michel, que la afecta
psicológicamente, contrastando con el trabajo de modelo, también de pasarela de
moda, por el que debe fingir felicidad y alegría. Tampoco se lo proporciona en
principio ese juez retirado que, insólitamente, se dedica a espiar por radio
las conversaciones telefónicas de sus vecinos. Y menos aún la existencia,
también a distancia, de su hermano de dieciséis años enganchado a la droga y
que se ha rebelado contra el hecho de que quien creía ser su padre, no lo era.
Quizá por eso, Joseph aplica a Valentine una frase concluyente: “Usted puede: ser. Solo eso: ser”. Superar su adquirido estatus de
“buena persona”, (que ayuda, por ejemplo, en la sempiterna situación de la
Trilogía entre la anciana y el contenedor) para llegar a ser ella misma, sin
cortapisas.
“Esto no es una
manzana” o “Esto no es una pipa”, señalaba Magritte
dentro de un cuadro donde se veía precisamente una manzana o una pipa. Porque
no era la realidad del fruto o del objeto, sino una representación de ella
mediante métodos artísticos. El cine de Kieslowski es, asimismo, un cine de la
representación, no de “lo real” en su sentido más directo e inmediato. Solo así
cabe entender debidamente la propuesta de Rojo.
Donde la historia de Auguste, el joven estudiante de Derecho traicionado en su
amor por la creadora y operadora del Servicio Meteorológico Personalizado, va a
repetir paso a paso, treinta y cinco años después, la trayectoria de Joseph. O
que este dedique su existencia diaria a escuchar cómo un vecino mantiene una
clandestina relación homosexual o de qué manera una madre reprocha a su hija
que no le vaya a ver, aunque sea bajo el pretexto de que no le lleva alimentos,
pero no consigue descifrar las que sí serían útiles conversaciones del
traficante de droga al que puede atisbar desde su ventana. Actividad ilícita,
sorprendente en un exjuez, de la que acabará autoinculpándose por la influencia
de Valentine, pese a que no coincida con ella en casi nada, salvo en la
admiración compartida por la música del (ficticio) compositor holandés Van den
Budenmayer, a quien ya “conocemos” por anteriores obras del cineasta polaco.
Aunque también se vayan sintiendo acercarse mutuamente al verse bañados por esa
bella luz de tarde que surge en la esquina de la casa o tras las montañas de
Ginebra y degustando un sabroso licor de pera.
La búsqueda de la fraternidad en Rojo (color absolutamente dominante en toda la película) se ve “perjudicada”
por el uso del teléfono como un elemento tecnológico favorecedor de la
comunicación, pero que acaba revelándose enemigo de ella. Desde los títulos de
crédito, que “siguen” el camino de una llamada por tierra, mar y aire, el
teléfono está omnipresente en el relato. Todavía con aparatos fijos, en todo
caso inalámbricos, pero todavía no móviles, el film es una sucesión de llamadas
atendidas o fallidas, con respuesta personal o contestador, aunque casi nunca
satisfactorias por la frustración de no encontrarse físicamente o la
imposibilidad de conectar con la persona deseada. En lugar de facilitar el
contacto entre semejantes, parece que los teléfonos se han convertido en un
obstáculo, salvo –pura paradoja– para espiar a los vecinos. Se diría que cada
personaje de la película emite en una “frecuencia” distinta a la de los demás.
No debe terminarse este análisis de Rojo, y en general de toda la Trilogía, sin resaltar la gran
importancia en ellas de Krzysztof Piesiewicz, coguionista y colaborador básico
de Kieslowski no solo en Tres colores,
sino también en muchos títulos más como el Decálogo
o La doble vida de Verónica. Su
trabajo le convierte en verdadero coautor de los films, según el propio
cineasta reconoció en muchas ocasiones, valorando al máximo la capacidad de Piesiewicz
en la dramaturgia, la estructura y los diálogos.
Ambos, junto a otros colaboradores habituales, entre los que debe
citarse muy en especial al operador Slawomir Idziak o al músico Zbigniew
Preisner, lograron con Tres colores poner
en pie un verdadero monumento del cine contemporáneo. Un tanto injustamente olvidado
tras la muerte de Kieslowsi, pero que –tal como señalábamos al comienzo de este
texto– debe recuperarse con urgencia, sobre todo para los espectadores jóvenes,
que no vivieron aquella eclosión del “cine de autor” de los 80 y los 90.
La edición
coleccionista de la Trilogía todavía se halla disponible en http://www.cameo.es/krzysztof-kieslowski-tres-colores-bd
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