Krzysztof Kieslowski: El azar y la necesidad



Este texto, junto a otro de Joanna Bardzinska, figura en el pequeño libro que acompaña la edición en Blu-Ray -por parte de Wanda Films y Cameo- de un "pack" con la Trilogía de Krzysztof Kieslowski, aparecido en abril de 2016.




Conocí personalmente a Krzysztof Kieslowski en 1993, con motivo de la 38 Semana de Cine de Valladolid. Era, exactamente, el 23 de octubre y el cineasta polaco venía acompañado por los hermanos Morales, José María y Miguel, cuya distribuidora (Wanda Films) iba a comercializar Azul en España. La película acababa de ganar el León de Oro en la Mostra de Venecia, por lo que en Valladolid la programamos en la Sección Oficial pero fuera de concurso. El interés por verla era realmente enorme y se le reservó una sesión siempre especial en el Festival, la de la noche del sábado.

El Teatro Calderón, sede principal del certamen, estaba a rebosar. Envuelto por una ovación de los espectadores al oír su nombre, Kieslowski compareció en el escenario para presentar, brevemente y con la humildad acostumbrada, su película. Y mientras se proyectaba, fuimos a cenar a un comedor reservado en el cercano Hotel Olid Meliá, dentro del que ya esperaban algunos otros invitados del Festival, hasta llenar una mesa rectangular de una veintena de personas. No fue difícil “convencerles” de que vinieran con nosotros, porque en ese momento Kieslowski era uno de los prototipos máximos del considerado “cine de autor” y todos estaban encantados de poder hablar con él.

No exagero si digo que resultó la cena más apasionante e inolvidable de cuantas viví en los veinte años que estuve al frente de la Semana. Como era lógico, el autor del Decálogo llevó la voz cantante, refiriéndose a sus films, sus temas más queridos o sus actrices y actores. Pero lo que más me impresionó fue su predilección por hablar de Europa, del presente y futuro de un continente que centraba buena parte de sus preocupaciones. En el recuerdo, sus planteamientos se acercaban mucho a los de un Claudio Magris, el pensador que –desde su Trieste natal– creo que ha sido el que mayores caminos de reflexión ha abierto sobre nuestra condición de europeos, sobre los fundamentos y contradicciones inherentes a la situación geopolítica y cultural de esta área. Kieslowski estuvo brillante al centrar en ella su conversación, lo que no resultaba extraño en quien había basado en los principios de la Revolución Francesa, Libertad, Igualdad y Fraternidad la Trilogía que pondría fin a su carrera y casi a su vida.

Pero quizá más brillante estuvo todavía en el Encuentro-Rueda de Prensa que se celebró, a las doce y cuarto de la noche y tras la proyección de Azul y la cena paralela, en el propio Hotel. Cuando le comenté que era costumbre de la Semana realizar a tales horas esos Encuentros con periodistas y espectadores, me miró con ironía y me auguró que no vendría nadie, “porque son horas para descansar y dormir”, pero en manera alguna se opuso al acto. Le devolví la mirada cuando llegamos al amplio salón y estaba repleto de un público expectante, que permaneció muy atento y participativo a lo largo de más de una hora. Durante la que “Kieslowski, que suele ser un hombre lacónico, habló esta vez más de lo que acostumbra”, según escribió Ángel Fernández-Santos en “El País”, lo que demostraba hasta qué punto se sentía cómodo y relajado. Fue una presencia breve pero muy intensa la de Kieslowski en Valladolid. Y como, años después, valorase Miguel Morales en “El Norte de Castilla”, “la exhibición de ‘Azul’ en Valladolid y la presencia de Kieslowski nos ayudaron mucho para la posterior distribución en España. Hay films idóneos para la Semana, por su tipo de público, que apoya sin concesiones al cine de autor”.

¿Qué hacía de Krzysztof Kieslowski un cineasta tan peculiar y tan admirado? Sobre todo, que era distinto, enormemente personal en su tratamiento de la realidad y de las relaciones humanas. Pero diferente ya no solo de la mayoritaria producción norteamericana, sino de la propia europea de aquellos momentos. En el prólogo del excelente libro “La doble vida de Krzysztof Kieslowski”, coordinado por Joanna Bardzinska y editado el pasado año en la Colección Nosferatu por Donostia Kultura y la Filmoteca Vasca (*), lo expresa certeramente su colega Agnieszka Holland al señalar que “todas sus películas –desde sus primeros documentales hasta ‘Tres colores’– son en lo más íntimo de su naturaleza la expresión viva de lo inefable. El misterio del destino de cada hombre”. Un misterio al que se trata de acceder desde historias bastante sencillas en apariencia, pero que siempre dejan un amplio margen a cierta ambigüedad y a la interpretación en profundidad del espectador. El cine de Kieslowski nunca es un cine de respuestas, sino de preguntas, de interrogantes lanzadas a la conciencia del público.

Ante ello, ha de adoptarse una postura ética, porque de un impulso ético nacen las situaciones y los personajes. La propia trayectoria del realizador así lo confirma: dedicado durante una década al documental, se aparta de él, además de por las múltiples censuras que padece, porque se le “queda pequeño” para reflejar su visión del mundo; no logra penetrar con este género en la intimidad de quienes retrata, a no ser a riesgo de violentarla, y sobre todo no consigue llegar a ese reducto máximo de espiritualidad al que aspira. No se trata de una espiritualidad religiosa, aunque en ocasiones posea acentos de ella, sino laica, de carácter moral en cualquier caso, y siempre nacida de la propia exigencia de su autor. Si se denominó “el cine de la inquietud moral” al creado por los jóvenes directores y guionistas polacos de la década de los 70, con el régimen comunista, Kieslowski sería el máximo exponente de ello. “Inquietud moral” que impregnaría sus largometrajes de ficción, desde El personal, La cicatriz, La calma y El aficionado, todavía en aquellos 70, hasta el Decálogo de finales de los 80 y que trasladaría a Francia con La doble vida de Verónica y la Trilogía. Un ejemplo de suma coherencia personal y artística con escasos ejemplos comparables a ella.

“El cine de Kieslowski es un cine sin respuestas, que presenta individuos desgarrados por su soledad; es un cine sin tesis morales y sin mensajes, pero que apuesta por la esperanza de que la comunicación humana sea posible, incluso cuando sus protagonistas viven inmersos en ambientes propicios a la más absoluta incomunicación y en situaciones complejas y atrabiliarias; es un cine del azar como motor del destino y un cine en el que predomina la ausencia de cualquier certeza”. Lo resume muy bien Eduardo Rodríguez Merchán en un texto para el citado libro donde, precisamente, analiza No amarás y No matarás, extraídas –y ampliadas– del conjunto del Decálogo como películas singulares. Y digo precisamente porque en ellas se constata hasta qué punto su obra supone una incesante motivación para el público, enfrentado a una serie de cuestiones difíciles e incluso “incómodas” de resolver. Nada es blanco y negro en su filmografía, como nada resulta plenamente cierto y constatable en La doble vida de Verónica, ni nada surge como patente y unívoco en su tríptico final. Lo único seguro es que nace del desgarro interior de su autor, de una duda metódica y vital que posee ecos unamunianos. En definitiva, todos seríamos como ese protagonista de El azar (1981), cuya existencia dependerá de la elección de una de las tres posibilidades que se le presentan y que harían variar radicalmente su destino. Elección condicionada por imperativos éticos y morales, que se traducirán en realidades del mismo signo, marcadas por ese azar y esa necesidad que son santo y seña de la obra de Kieslowski.

En el caso de que, de manera metafórica, tuviéramos que comparar con algo esa obra, sería sin duda con una visión panorámica del mar, donde las olas nunca tienen un “significado” nítido y preciso, sino que se reproducen ante nuestros ojos en un “continuum” indefinido e infinito. Así, el cine de Kieslowski se muestra como un océano de posibilidades interpretativas, nunca cerradas ni esquemáticas, sino abiertas a la contemplación de un espectador que asiste, con asombro, al cúmulo de posibilidades que se ofrecen ante sus ojos de forma siempre diferente, siempre fructífera y bella.

Porque las películas del realizador polaco no solo se distinguen por ese compromiso ético o moral, por esa ambición metafísica que hemos mencionado. Son también, y de manera fundamental, un ejercicio fílmico de primera magnitud, donde la precisión del encuadre, la elegancia y fluidez de los movimientos de cámara, la dirección de actores y actrices (ellas, en especial), el dominio del montaje o el sentido de una construcción armónica que se asemeja mucho a la musical, suponen también elementos muy definitorios, según iremos viendo en cada uno de los títulos de la Trilogía. Lo que hace Kieslowski es cine y de altos quilates.

Aunque, como en todo verdadero artista, queda la insatisfacción: “Nunca he llegado a conseguir plenamente lo que pretendía”, confesó poco antes de morir. “No rodé la película de mi vida. Cuando lograba alcanzar el treinta o cuarenta por ciento de lo que quería, lo consideraba ya un éxito. Si hay algo de interesante en mi trabajo, quizá sea precisamente eso, que el efecto hasta el final sigue siendo una incógnita”.

Murió Kieslowski demasiado joven, con tan solo 54 años, el 13 de marzo de 1996, a consecuencia de una fallida operación sobre un corazón que ya estaba muy delicado. No había pasado demasiado tiempo desde aquel lejano encuentro en Valladolid… Y ahora urge recuperar su cine, es preciso “resituarlo” donde estaba en los años 90 y ponerlo en el lugar de gran valía y altura que merece. La edición de este “pack” con su Trilogía, previamente proyectada en salas, debe ayudar decisivamente a tal reconocimiento. 
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(*) Otros libros considerables, y en castellano, sobre Kieslowski son “Krzysztof Kieslowski”, de Serafino Murri (Ediciones Mensajero, Bilbao, 1998); “Krzysztof Kieslowski. Tres colores: Rojo”, de Salvador Montalt (Ediciones Paidós, Barcelona-Buenos Aires-México, 2003), y “Azul/Blanco/Rojo. Kieslowski en busca de la libertad y el amor”, de Julio Rodríguez Chico (Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2004). Siempre está pendiente la traducción al español de “Kieslowski on Kieslowski”, su autobiografía (Danuta Stok, ed., Faber and Faber, Inglaterra, 1993; Znak, Polonia, 1997). 

“Azul”
Un sordo grito de libertad


En el primero de sus Tres colores, Azul, Kieslowski sigue la trayectoria de Julie, desde la muerte en accidente de coche de su marido, Patrice, y su hija de cinco años, Anna, hasta sus lágrimas y su leve sonrisa final. Es, por tanto, un itinerario entre la pérdida insoportable y la aceptación, pese a todo, de la vida. Julie ejerce en todo momento esa libertad que inspira la primera entrega de la Trilogía: cuando intenta suicidarse, sin atreverse finalmente a ello; cuando se despoja de cuanto posee, excepto lo imprescindible para vivir; cuando destruye la partitura del Concierto para la Unificación de Europa, aunque después colabore en su recreación; cuando desdeña el amor de Olivier, el discípulo de Patrice, que acabará aceptando… Son diferentes momentos de una vida en tránsito, de una existencia marcada por un hecho brutal que va determinando todas sus respuestas. Pero, en definitiva, es la música, el arte, lo que se impone, como una argamasa que todo lo une y que le señala el camino por el que soportar una vida que ya nunca será la misma.

Pasa Julie, de manera muy aproximada, por las cinco etapas del duelo que definiese la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross: la negación, la ira, la negociación, la depresión y la aceptación, todas ellas relacionadas con el tremendo dolor que produce la pérdida de seres queridos. Otras películas posteriores, como La habitación del hijo, de Nanni Moretti; En la habitación, de Todd Field, o Para que no me olvides, de Patricia Ferreira, también se han centrado muy sensible y lúcidamente en cuanto supone esa pérdida. Kieslowski lo hace basándose en el rostro de Juliette Binoche (Julie), desde el que –salvo en una secuencia y poco más– se contempla todo el relato de forma omnipresente. Ella va personificando esas diferentes etapas, e incluso, como en los films citados, la habitación vacía de su niña ocupa un papel decisivo, en la que, en una espléndida secuencia, entra con temor envuelta en el azul de las paredes y bajo la lámpara de lágrimas de cristales del mismo color, que es lo único que llevará a su nuevo apartamento.

Apartamento en el que, lo quiera o no, Julie acabará tomando contacto con la realidad, sobre todo a partir de la noche en que se queda aislada en la escalera e inicia su relación con la prostituta Lucille. Las miradas desde su mesa en el bar, el encuentro en él con Antoine, el muchacho del monopatín que contempló el accidente, la irrupción de Olivier (que trata de “reconducirla” hacia el amor perdido desde la tragedia), van marcando jalones en tal reencuentro con la realidad. Pese a que Julie mantenga que “no hace nada”, que “todo son trampas”, el mundo se le acaba imponiendo, como no podía ser de otro modo, hasta que toma las riendas de la finalización del Concierto.

Surgen aquí un cúmulo de imágenes fundamentales para comprobar hasta qué punto el “misterio”, lo indefinible, lo que no se sujeta a la lógica estricta del relato juega un papel fundamental en la obra de Kieslowski y, concretamente, en Azul. Me refiero a la visión de la anciana encorvada que apenas puede llegar al contenedor de basura para depositar una botella, que Julie observa desde un parque; y que probablemente esté ligada a la relación con su madre, abandonada por la memoria y obsesionada por contemplar en televisión cómo un hombre de mucha edad se lanza al vacío en un ejercicio de “puenting”. O la figura del flautista callejero, que interpreta pasajes del concierto, sin conocerlo, y que le dice a Julie la inquietante frase de que “siempre debemos guardarnos algo”… O la insistencia en la cadena con la cruz que encontró el testigo del accidente, devuelta a él por Julie y que el chico conserva como un tesoro, pero que también porta Sandrine, la ignorada amante de Patrice.

Son como paráfrasis poéticas en la narración que, insisto, no derivan de su lógica inmediata, pero que se abren como un cúmulo de sugerencias y estímulos para el espectador. Lo mismo que la presencia de la rata y su camada en el apartamento, vinculada sin duda a la maternidad que, con el fallecimiento de su hija, ha perdido Julie, y el fuerte remordimiento que le expresa a Lucille por haber introducido al gato del vecino para acabar con ellas. Maternidad también unida al hecho de que Sandrine esté embarazada de un Patrice cuya infidelidad Julie nunca había sospechado, pero que no le impide ofrecerse para acoger en su casa a la futura madre y a su hijo. En ese reencuentro con la vida que había comenzado en el contacto con la realidad dentro del barrio popular al que se traslada, la maternidad supone un hecho básico en dicha asunción de la vida por parte de Julie, por cuanto genera un hecho creativo, como creativa es también la conclusión del Concierto.

Todo ello dentro de un estilo que destaca por su perfeccionismo, por un preciosismo de imagen en la composición del plano y en la fotografía, con el azul como continuo dominante cromático, y en la composición de la banda sonora. No ya solo por el uso incidental de pasajes de dicho Concierto, con una parte coral cuyo texto lo toma de la Epístola a los Corintios sobre el amor o la caridad, sino especialmente por un ritmo que estructura el film como si se tratase de una partitura. Con las brazadas de Julie en la piscina como puntos de inflexión, Azul está construida a base de secuencias muy breves, siempre precisas y en tensión, donde incluso Kieslowski introduce en tres ocasiones fundidos en negro dentro de la misma secuencia, lo que es un recurso nada ortodoxo y verdaderamente novedoso. Nada es gratuito, nada sobra (quizá solo la un tanto artificial escena en que, desde el camerino de Lucille, Julie descubre la existencia de la amante de su marido), cada plano está por algo y para algo. Lo mismo que los mil y un matices de la impresionante interpretación de Juliette Binoche, capaz de representar el film casi en solitario. Aunque apoyada, eso sí, en la maestría dramatúrgica de Kieslowski en la dirección y en la del operador Slawomir Idziak y el músico Zbigniew Preisner, habituales colaboradores suyos.

Ha pasado casi un cuarto de siglo desde la realización de Azul. Nadie lo diría. Salvo por detalles accesorios (como el modelo de los coches, algo de los de la ropa, la posibilidad de fumar en todas partes o la inexistencia de teléfonos móviles), la película es perfectamente actual. Viéndola hoy, me recuerda Amor, de Michael Haneke, no ya porque aborden el eterno tema de la vida y la muerte, ni siquiera por la presencia en ambas de la gran Emmanuelle Riva, aquí en el papel de la madre. Sino por la precisión y altura poética al narrar una historia solo aparentemente realista, por su capacidad para ahondar con serenidad y distancia en sentimientos fundamentales. Como los que recorre el desenlace “coral” de Azul, en el que, mediante fundidos encadenados y envueltos por la música del Concierto, nos reencontramos con los rostros de Julie y Olivier, de Antoine, la madre, Lucille y Sandrine, hasta volver de nuevo a Julie que, por fin, llora por su pérdida y esboza una sonrisa por su nueva vida. En definitiva, la atemporalidad es el sinónimo de las obras maestras.

“Blanco”
La igualdad entre desiguales


Cuatro años después de la caída del Muro de Berlín, Kieslowski se refiere en Blanco a una Polonia ya corroída por las prácticas de un capitalismo salvaje: especulación inmobiliaria, cambio ilegal de moneda, poder absoluto del dinero, enriquecimientos rápidos, explotación de los más débiles… El país ha cambiado, después de varias décadas de comunismo dictatorial, e incentiva la consecución del éxito personal sea a costa de lo que sea. La película está llena de alusiones a este momento: “Hoy todo se compra”, “Hoy en día se puede conseguir todo”, “Simplemente necesito el dinero”, “Quisiera entrar en el mundo de las finanzas”, “Esto es Europa, colega”, dicen unos y otros. De hecho, Karol, el protagonista, pasa de ser un indigente en París tras el divorcio de su mujer, Dominique, quien le bloquea su cuenta corriente y sus tarjetas de crédito, a un potentado empresario de “import-export” tras un “pelotazo” adquiriendo suelo rústico para venderlo posteriormente a empresas multinacionales. Y no es que Kieslowski sea sospechoso de nostalgia alguna hacia el régimen anterior, que le cercenó su libertad de expresión en numerosas ocasiones, sino que la sociedad en que sitúa su relato ha cambiado de manera radical.

Pero, por encima de ello, Blanco es una historia de amor, de un amor fallido, problemático, improbable, hasta que –de forma muy peculiar– acaba por concretarse. Viene a ser como la plasmación de la frase con que el protagonista de Pickpocket cerraba el film de Bresson: “Para llegar hasta ti, qué extraños caminos tuve que tomar”. Y realmente son extraños los que recorre Karol para obtener el amor de Dominique, desde viajar de París a Varsovia escondido en una maleta hasta deber enriquecerse aceptando matar a una persona o engañando a un campesino sobre sus tierras. Todo sirve para cumplir la obsesión erótica de Karol, después de que su mujer le haya abandonado por no ser capaz de consumar su matrimonio (es decir, por un matrimonio “blanco”), le eche de casa e incluso le ponga en la pista de la policía por un incendio que no ha cometido. Dominique puede parecer, es, cruel y despótica, pero no soporta que, tras enamorarse en Budapest durante un concurso de peluquería, él se haya convertido en impotente desde que han llegado a Francia y no colme su sexualidad.

Nada parece detener el amor de Karol, ni las humillaciones personales o telefónicas que ha ido sufriendo (como cuando le hace escuchar los jadeos con su amante), ni la distancia en kilómetros que les separa desde que él regresa a Polonia. Solo se consuela contemplando, e incluso besando, aquel busto femenino que semeja a Dominique; solo tiene la ambición de cumplir un plan por el que vuelva a tenerla a su lado. Y consigue urdirlo mediante la estratagema nada menos que de fingirse muerto ante casi todos y celebrar su enterramiento, al que asiste su exesposa, ya beneficiaria en exclusiva de los muchos bienes que figuran en su testamento. Logra así que Dominique esté junto a él, que –ahora sí– tengan una relación sexual completa y satisfactoria, y ver cumplido el objeto de su deseo.

Párrafo aparte merece un desenlace que nada tiene del tópico “final feliz”. Dominique se halla reclusa en una celda, sospechosa de haber colaborado en la “muerte” de su marido para obtener la herencia, y Karol acude a verla con unos prismáticos desde el patio de la cárcel. Entonces, en una secuencia bellísima, ella se expresa para él mediante una serie de signos con las manos. Muchas interpretaciones se han dado sobre este momento, y me permito plantear una que creo convincente: Dominique le sugiere que podría liberarse y escaparse de la prisión, pero rechaza la idea; prefiere comunicarle que se queda en ella y que Karol esté, como lo está ahora, a su alrededor haciéndole compañía; porque, él es su marido, como indica con el gesto del anillo matrimonial en su dedo. ¿A él le parece una buena solución para así seguir juntos? Karol llora entonces de alegría y satisfacción porque ha conseguido su objetivo… Lo que parecía toda una estrategia de venganza contra Dominique se ha convertido en una manera, muy “sui generis” y casi perversa, de permanecer juntos. Al fin y al cabo, ella ya había reconocido ante la policía que le amaba, algo que jamás había afirmado antes, incluso lo había negado ante el tribunal que juzgaba el divorcio. Karol ha vencido.

Con menor estilización que en Rojo, más cercana a la estética del Decálogo, con mayor impronta realista si se quiere, no por ello Blanco merece en absoluto la consideración de “patito feo” que tantas veces se le adjudica al hablar de la Trilogía. La película tiene fuerza, es potente en cuanto desea abordar y asume la posible acusación de misoginia que planea sobre la elaboración del personaje de Dominique, aunque su desenlace lo contradice. Ateniéndose al segundo de sus Tres colores plantea en este caso la compleja igualdad entre los desiguales, y pocas personas tan desiguales como Karol y Dominique, pese a compartir su oficio de peluqueros. “¿Dónde está la igualdad?”, pregunta él ante el juez del tribunal del divorcio, aludiendo a sus problemas para expresar sus sentimientos en francés. En definitiva, toda esa necesidad de Dominique que antes mencionábamos es para que se sitúe en un plano de igualdad amorosa respecto a él, que supere el problema sexual que soporta la pareja. Si lo logra es, como en el film de Bresson citado, a través de “extraños caminos”, que ella acaba por aceptar. No otro sentido tienen los “flash-backs” subjetivos por el pasillo de la iglesia hacia la salida en la boda (que en su última “versión” acaba con un beso de la pareja) y los “flash-forwards” que adelantan desde los títulos de crédito el recorrido de la maleta en que Karol viajará escondido o los anticipos de la llegada de Dominique a la habitación del hotel donde él la espera sorpresivamente vivo.

Como no podía ser de otra manera en Kieslowski, hay imágenes “misteriosas” y enormemente sugerentes, aunque en menor proporción que en Azul o en La doble vida de Verónica. Esas palomas que revolotean en la escalinata del Palacio de Justicia (en cuyo frontispicio figura precisamente el lema “Liberté, Égalité, Fraternité”), que manchan la gabardina de Karol y que también se hallan a la puerta de la boda y hasta en el interior de la estación del Metro. O esa moneda de dos francos que viene a resumir su existencia en París y su relación con Dominique. O el cuadro de la Virgen y el Niño en que Karol ve reflejado su rostro, tras engañar al campesino, con un signo de inquietud. O la repetición de la secuencia ya conocida de Azul, cuando –en este caso– un anciano se esfuerza por introducir una botella en un contenedor de basura…

Menos “misteriosa” es la utilización del blanco que da título al film, presente en diversos pasajes: en el estilo de foto, en la nieve del descampado donde arrojan a Karol los ladrones de maletas y en el Vístula helado donde juega a patinar con su mefistofélico amigo Mikolaj, en el resplandor que deslumbra desde la calle en la citada ceremonia de la boda o lo que deducimos de la enigmática frase que a su hermano Jurek le dice el abogado, quien “veía luz al final del túnel”. Siempre la luz esperanzada en el cine de Kieslowski…

“Rojo”
En busca de la fraternidad


Es en Rojo, por encima de los otros títulos de Tres colores, donde de forma más patente se pueden percibir dos de las características fundamentales del cine de Kieslowski: el dilema moral como inspirador y punto álgido del relato y la combinación de azar y necesidad que guía la vida de sus personajes. Los tres encuentros fundamentales entre Valentine y Joseph, tras su desabrido encuentro inicial, se centran en una serie de interrogantes planteadas por ambos. Frente a las profundas dudas del juez jubilado sobre cómo ha sido su actuación en los tribunales, sobre “si estaba del lado bueno o malo”, al dudar de “lo que es verdad y lo que no”, o si ahora recapacita por modestia o vanidad, responde ella con su mentalidad de “inocente”, defendiendo que “no es verdad que la gente sea mala”, que él “se equivoca en todo” y que le “inspira compasión y asco” por su comportamiento. Dudas que atañen a buena parte de los mortales, pero que adquieren una especial gravedad al tratarse de un juez; es decir, de alguien que con su veredicto ha determinado la existencia de muchas personas, dejándolas en libertad o llevándolas a la cárcel. Desde la pantalla, Kieslowski traslada este dilema moral, esta polémica generada entre ambos, a todos los espectadores de Rojo.

En cuanto a la trayectoria de sus personajes, lo azaroso y lo necesario juegan un papel decisivo a partes iguales: el azar motiva que Valentine atropelle con su coche a Rita, la perra pastor de Joseph, y la conduzca hasta su casa; como también que el joven Auguste “adivine” qué tema le va a salir en su examen final de carrera, igual que le sucedió al juez con la caída de sus libros en el teatro; o, definitivamente, la tragedia acaecida en el Canal de la Mancha, de la que Kieslowski siente el impulso, y la humorada, de salvar a todos los personajes principales de la Trilogía. Pero también resulta básica la necesidad que guía sus comportamientos, necesidad de comunicación, de amor, de comprensión y, en último término, de esa fraternidad que figura en el nombre de esta pieza del tríptico. La suerte “es mala señal”, le avisa el dueño del bar a Valentine cuando logra un premio en la máquina tragaperras, y ello es porque desequilibra indebidamente la balanza entre el azar y la necesidad.

De forma paralela a la figura desencantada y de vuelta de todo –aunque parezca renacer en su último plano– de un excelente Jean-Louis Trintignant en el papel del juez, está la de una no menos extraordinaria Irène Jacob como su “contrincante” dialéctica, tan a menudo angustiada. Valentine es una mujer que solo “busca paz”, pero que siente que “algo pasa a mi alrededor y me da miedo”. Ella es la modelo de una espectacular campaña publicitaria que asegura que, gracias a un chicle, se proporciona “en cualquier circunstancia, el frescor de vivir”. En todo lo contrario de este “frescor” se convierte su actitud diaria, condicionada por una pareja a distancia, cuyos viajes a Polonia, Londres o Hungría solo le aportan una celosa desconfianza de su amante, Michel, que la afecta psicológicamente, contrastando con el trabajo de modelo, también de pasarela de moda, por el que debe fingir felicidad y alegría. Tampoco se lo proporciona en principio ese juez retirado que, insólitamente, se dedica a espiar por radio las conversaciones telefónicas de sus vecinos. Y menos aún la existencia, también a distancia, de su hermano de dieciséis años enganchado a la droga y que se ha rebelado contra el hecho de que quien creía ser su padre, no lo era. Quizá por eso, Joseph aplica a Valentine una frase concluyente: “Usted puede: ser. Solo eso: ser”. Superar su adquirido estatus de “buena persona”, (que ayuda, por ejemplo, en la sempiterna situación de la Trilogía entre la anciana y el contenedor) para llegar a ser ella misma, sin cortapisas.

“Esto no es una manzana” o “Esto no es una pipa”, señalaba Magritte dentro de un cuadro donde se veía precisamente una manzana o una pipa. Porque no era la realidad del fruto o del objeto, sino una representación de ella mediante métodos artísticos. El cine de Kieslowski es, asimismo, un cine de la representación, no de “lo real” en su sentido más directo e inmediato. Solo así cabe entender debidamente la propuesta de Rojo. Donde la historia de Auguste, el joven estudiante de Derecho traicionado en su amor por la creadora y operadora del Servicio Meteorológico Personalizado, va a repetir paso a paso, treinta y cinco años después, la trayectoria de Joseph. O que este dedique su existencia diaria a escuchar cómo un vecino mantiene una clandestina relación homosexual o de qué manera una madre reprocha a su hija que no le vaya a ver, aunque sea bajo el pretexto de que no le lleva alimentos, pero no consigue descifrar las que sí serían útiles conversaciones del traficante de droga al que puede atisbar desde su ventana. Actividad ilícita, sorprendente en un exjuez, de la que acabará autoinculpándose por la influencia de Valentine, pese a que no coincida con ella en casi nada, salvo en la admiración compartida por la música del (ficticio) compositor holandés Van den Budenmayer, a quien ya “conocemos” por anteriores obras del cineasta polaco. Aunque también se vayan sintiendo acercarse mutuamente al verse bañados por esa bella luz de tarde que surge en la esquina de la casa o tras las montañas de Ginebra y degustando un sabroso licor de pera.

La búsqueda de la fraternidad en Rojo (color absolutamente dominante en toda la película) se ve “perjudicada” por el uso del teléfono como un elemento tecnológico favorecedor de la comunicación, pero que acaba revelándose enemigo de ella. Desde los títulos de crédito, que “siguen” el camino de una llamada por tierra, mar y aire, el teléfono está omnipresente en el relato. Todavía con aparatos fijos, en todo caso inalámbricos, pero todavía no móviles, el film es una sucesión de llamadas atendidas o fallidas, con respuesta personal o contestador, aunque casi nunca satisfactorias por la frustración de no encontrarse físicamente o la imposibilidad de conectar con la persona deseada. En lugar de facilitar el contacto entre semejantes, parece que los teléfonos se han convertido en un obstáculo, salvo –pura paradoja– para espiar a los vecinos. Se diría que cada personaje de la película emite en una “frecuencia” distinta a la de los demás.

No debe terminarse este análisis de Rojo, y en general de toda la Trilogía, sin resaltar la gran importancia en ellas de Krzysztof Piesiewicz, coguionista y colaborador básico de Kieslowski no solo en Tres colores, sino también en muchos títulos más como el Decálogo o La doble vida de Verónica. Su trabajo le convierte en verdadero coautor de los films, según el propio cineasta reconoció en muchas ocasiones, valorando al máximo la capacidad de Piesiewicz en la dramaturgia, la estructura y los diálogos.


Ambos, junto a otros colaboradores habituales, entre los que debe citarse muy en especial al operador Slawomir Idziak o al músico Zbigniew Preisner, lograron con Tres colores poner en pie un verdadero monumento del cine contemporáneo. Un tanto injustamente olvidado tras la muerte de Kieslowsi, pero que –tal como señalábamos al comienzo de este texto– debe recuperarse con urgencia, sobre todo para los espectadores jóvenes, que no vivieron aquella eclosión del “cine de autor” de los 80 y los 90.


 La edición coleccionista de la Trilogía todavía se halla disponible en    http://www.cameo.es/krzysztof-kieslowski-tres-colores-bd 

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