Pese a la realidad del muy difícil momento actual, el balance
de los últimos veinticinco años del cine español arroja más luces que sombras.
Hay en este periodo un cúmulo de hechos positivos que trataremos de ir
desgranando en el limitado espacio del presente artículo, aun con el inevitable
riesgo de no abarcarlos todos. Pero, mirado con perspectiva, el último cuarto
de siglo nos ha dejado un cine español más maduro, más diversificado y con
mayor calidad que en etapas precedentes. Los árboles de la crisis de los
últimos años no deben ocultarnos el bosque de un avance significativo.
Alejandro Amenábar, con el Oscar recibido en 2005
Quizá lo más detonante es el reconocimiento internacional de
nuestro cine, expresado en premios en festivales o en galardones como los
Oscar, junto a una fuerte estima hacia una serie de profesionales de primera
línea. Si por su resonancia mundial e industrial comenzamos fijándonos en la
cita anual de Hollywood, España figura, con Francia e Italia, en el grupo de
cabeza de los países que han recibido la estatuilla a la Mejor Película de
Habla no Inglesa. Fueron lográndola sucesivamente –tras la estela de Volver a empezar, de José Luis Garci, en
1983– Belle Epoque, de Fernando
Trueba, diez años después; Todo sobre mi
madre, de Pedro Almodóvar, en 2000; Mar
adentro, de Alejandro Amenábar, en 2005, y ya en esta década una
coproducción como El secreto de sus ojos,
del argentino Juan José Campanella, además de al Mejor Guion Original que
obtuviese el propio Almodóvar en 2003 por Hable
con ella. Si a ello unimos los Oscars de Javier Bardem y Penélope Cruz como
intérpretes de reparto, los de carácter “técnico” para El laberinto del fauno, las tres nominaciones para la música de
Alberto Iglesias y para seis cortometrajes o la del film de animación Chico y Rita, comprobaremos que no nos
ha ido nada mal en la ceremonia de Los Ángeles.
¿Se han aprovechado estos premios para una promoción global
del cine español en el exterior? Evidentemente no, pese a diversas iniciativas
públicas y privadas, porque una “asignatura pendiente” sigue siendo la
promoción, tanto hacia fuera como hacia el interior de nuestro propio país.
Como se deduce del pequeño listado anterior, contamos con varios nombres con
peso específico, encabezados por Almodóvar como máxima referencia
internacional. Que ha logrado también en buena parte por sus éxitos en el
Festival de Cannes con títulos de la resonancia de Todo sobre mi madre o Volver,
aunque en ambos casos se le “escapara” por muy poco la Palma de Oro. Si a su
nombre, y además de los ya mencionados, unimos los de Saura, Camus, Patino, Gutiérrez
Aragón, Suárez, Armendáriz, Aranda, Uribe, Álex de la Iglesia, Bigas Luna, José
Luis Cuerda, Villaronga, Ventura Pons, Fernando León, Jaime Rosales, Martín
Cuenca, Guerín, Urbizu, Isaki Lacuesta, Javier Fesser, Daniel Monzón, Pablo Berger
o David Trueba, por citar a otros destacados en certámenes como Venecia, Berlín
y San Sebastián, o en los Premios Goya, obtendremos un panorama sumamente
satisfactorio.
Reconocimientos aparte, muchas cosas han transformado el cine
español en estos veinticinco años. Destacaré dos: de una parte, la extensión
“centrífuga” de nuestra producción a otros centros que no fueran los
tradicionales de Madrid y Barcelona, una consecuencia lógica del Estado de las
Autonomías, que también se ha traducido en la plausible existencia de
Filmotecas Regionales. Así, en Euskadi fue surgiendo un núcleo importante de
nuevos realizadores, caso de Julio Medem, los citados Urbizu y De la Iglesia,
Juanma Bajo Ulloa o Borja Cobeaga. Y en Andalucía, con Benito Zambrano, Alberto
Rodríguez o Santi Amodeo. También, aunque en menor medida, en Galicia o la
Comunidad Valenciana, pese al fiasco en ella de la Ciudad de la Luz.
"Els nens salvatges", de Patricia Ferreira (2012)
El otro hecho que creo decisivo es la incorporación de la
mujer a las tareas directivas, muy definitorio de la década de los noventa (con
Isabel Coixet, Icíar Bollaín, Ana Díez, Patricia Ferreira, Inés París, Chus
Gutiérrez o Judith Colell), siguiendo el difícil camino que trazaron en su día
Josefina Molina, Pilar Miró y Cecilia Bartolomé. El problema es que esa
significativa incorporación tras la cámara –paralela a la de la mujer española
en otras múltiples facetas– se ha ralentizado en las décadas siguientes,
suponiendo tan solo un 8% en el conjunto de la profesión. De ahí que CIMA, la combativa
Asociación de Mujeres Cineastas creada en 2006, tenga mucho trabajo por delante
en su empeño por romper este “techo de cristal”.
Todo esto se producía paulatinamente mientras se generaba una
profunda desafección del público español hacia nuestras propias películas. No
ya porque continuara el despectivo concepto histórico de “la españolada”, sino
por un conjunto de factores, desde el abandono progresivo de unas salas de
exhibición que se trasladaban del centro de las ciudades a la periferia,
convertidas en multisalas a las que acuden sobre todo adolescentes que buscan
consumir productos norteamericanos, hasta las enormes dificultades para
posicionarse entre ellos dentro de un mercado altamente colonizado. También esa
desafección tiene un motivo coyuntural: el rechazo ideológico de parte de la
población a raíz de la ceremonia de los Goya de 2003, cuando el cine español se
expresó pública y libremente contra la inclusión de España en la Guerra de
Irak, decidida por el Gobierno Aznar. Desde entonces, se exacerbó la falsa
polémica de las subvenciones a nuestro cine, cuando en realidad son
infinitamente menores que las que reciben numerosos sectores e incluso de las
percibidas por otras cinematografías del entorno europeo, partícipes de esa
“excepción cultural” en que se enmarcan todas ellas.
Rodaje, en 2013, de "Ocho apellidos vascos", de Emilio Martínez Lázaro
Ese desapego generalizado hacia las películas españolas no ha
impedido, por supuesto, la existencia de grandes éxitos comerciales en este
periodo. Films como Los otros, de
Amenábar (inicio de una clara preferencia hacia el género “fantástico” por
parte de los jóvenes cineastas); las diversas entregas del personaje de Torrente, de Santiago Segura; El orfanato y Lo imposible, de Juan Antonio Bayona, o el espectacular éxito de Ocho apellidos vascos, de Emilio
Martínez Lázaro, convertido en un auténtico fenómeno sociológico con sus casi
diez millones de espectadores, demuestran que, pese a todo, el público español
se siente cada cierto tiempo muy atraído por un título nacional. Igual que, en
un ámbito más genéricamente audiovisual, reacciona ante determinadas series
televisivas, creadas a menudo por los mismos excelentes profesionales, actores
y técnicos, que hacen el cine.
Hitos taquilleros que consiguen subir nuestra exigua cuota de
mercado, habitualmente situada entre el 12 y el 15% anual, pero que no crean
una verdadera industria, que sigue muy atomizada, escasa de recursos
financieros y sin posibilidades de plantear políticas de producción a medio o
largo plazo, también dañada por el creciente auge de la piratería. A la hora de
abordar sus películas, tal debilidad le obliga a una excesiva dependencia de
las televisiones, especialmente las privadas, que se convirtieron en
productoras desde que, en 1999, se vieron obligadas por ley a invertir el 5% de
sus ingresos (6% para las públicas desde 2010) en producción cinematográfica.
Medida justificada e imprescindible, pero que ha creado una muy desigual concurrencia
entre las empresas independientes y aquellas vinculadas a los operadores
televisivos, quienes gozan además de una capacidad de promoción incomparable.
Contra esa desigualdad, entre otras cosas, se originó la actual
Ley del Cine, aprobada por unanimidad del Congreso de los Diputados en
diciembre de 2007. Si en su momento fue muy discutida y criticada, se ha
revelado como necesaria para resistir en lo posible a los estragos que el cine
español, y la cultura en general, viene sufriendo desde 2012 a consecuencia de
una política gubernamental devastadora en aspectos como la subida del IVA al
21% o la carencia de nuevos incentivos fiscales. Primero fue la obligada equiparación
con la legislación europea que, en el ámbito audiovisual, tuvo lugar en los
noventa, durante la etapa de Carmen Alborch como ministra de Cultura. Después,
la Ley de 2001, reemplazada por la que se elaborase seis años más tarde, con
Carmen Calvo y César Antonio Molina en ese mismo cargo, y que continúa
demostrando su gran utilidad en estos momentos. Pese a su inadecuada
reglamentación a través de la Orden Ministerial de octubre de 2009, que contradice
varios de sus principios básicos…
Bárbara Lennie, en "Magical Girl", Concha de Oro del Festival de San Sebastián de 2014
¿Otros hechos positivos del periodo?: la consolidación de la
Academia de Cine y de sus Goyas, incluso a efectos comerciales, al tiempo que
de Festivales como San Sebastián, Valladolid, Sevilla y Málaga, especializado
en la producción española; la formación impartida por dos Escuelas de Cine, la
ECAM y la ESCAC; el auge de los documentales y la animación, o el papel jugado
por el Programa Ibermedia en el terreno cada vez más decisivo de la
coproducción, en su caso con Latinoamérica. Y, en medio de todas las
dificultades, el llamado “Otro Cine Español”, de escasos recursos económicos o
incluso autofinanciado, donde confluyen nombres como Javier Rebollo, Isaki
Lacuesta, Fernando Franco, Mar Coll, Carlos Vermut, Alberto Morais, Jonás Trueba, Neus Ballús
o Lois Patiño, con películas que atraviesan a menudo la frontera entre lo
documental y la ficción, también un signo distintivo de la época.
Fernando Fernán Gómez, fallecido en 2007
No sería justo finalizar este balance sin el recuerdo hacia
figuras irrepetibles que fueron desapareciendo desde 1989: Bardem, Berlanga,
Azcona, Querejeta, Matas, Fernán Gómez, Rabal, Fernando Rey, López Vázquez,
Agustín González, Manuel Alexandre, Alfredo Landa, Sara Montiel, Amparo
Rivelles…, y numerosas más de primera magnitud. Siempre permanecerán en nuestra
memoria.
(Publicado en el volumen que "El Mundo"
dedicó a su 25 Aniversario, 23 de octubre de 2014).
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