Cuestión de género


Mesa Redonda de cineastas en el II Encuentro de Nuevos Autores. Foto: Felipe Fernández.

24 de octubre de 2000: El II Encuentro de Nuevos Autores reúne en la Semana de Valladolid a ocho cineastas mujeres: Icíar Bollaín, Patricia Ferreira, Yolanda García Serrano, Mónica Laguna, Eva Lesmes, Laura Mañá, Dolores Payás, Helena Taberna y Núria Villazán. A la mitad de la mesa redonda en que presentan sus ponencias, Icíar Bollaín se levanta de ella y no reaparece hasta pasado un buen rato. Como moderador de la mesa, le pregunto discretamente si es que se ha sentido mal. «No, no, en absoluto», me responde, «es que estaba dando de mamar a mi hijo». En ese momento entendí una de las claves de lo que diferenciaba a un cineasta de una cineasta…

Aquella fue una reunión muy significativa, donde se habló del difícil acceso a la profesión de todas y cada una de las participantes, pero también —y de manera muy destacada— de cuanto suponía ser mujer y directora en un contexto como el del cine español. La mayoría optó por defender la idea de que seguía habiendo discriminación y desigualdad a la hora de afrontar su trabajo, de que habían tenido que superar muchos más problemas que sus colegas hombres, que continuaba existiendo desconfianza por parte de los productores y el mundo audiovisual en general. Pero se terminó la mesa con un cierto hálito de optimismo: el hecho de que en la década de los 90 hubiese debutado una treintena de directoras en el cine español animaba a ello, después de tantos años en que la ‘nómina’ se redujo a Pilar Miró, Cecilia Bartolomé y Josefina Molina, sobre quien precisamente la Semana estaba desarrollando entonces un ciclo-homenaje, acompañado por el libro autobiográfico "Sentada en un rincón".

Fue una ocasión importante (si se me permite decirlo) aquel Encuentro: por primera vez, se juntaba un elenco tan amplio de las cineastas que habían empezado a demostrar su valía en nuestro cine, trazando un panorama definitorio de él y exponiendo una problemática que a todos, y no solo a ellas, afectaba. La serenidad, la firmeza y claridad de sus ideas dejaban bien patente que no se limitaban a la lógica reivindicación, sino que sus planteamientos debían y tenían que hacerse notar en el futuro. No llegaban a la profesión ‘por sus encantos’, sino dotadas de un sólido bagaje que les permitiría luchar en el futuro con sus colegas masculinos en una industria tan competitiva e incluso cruel como la audiovisual.

Tres años más tarde, el Festival de Málaga retomaba la antorcha, convocando otra mesa redonda que  —coordinada por Javier Angulo y bajo el título "Cine hecho por mujeres: Una forma distinta de ver el mundo"— reunió de nuevo a Icíar Bollaín y Laura Mañá, pero también a Isabel Coixet, Daniela Fejerman, Chus Gutiérrez e Inés París, quienes mantuvieron similares actitudes a las que se habían manifestado en Valladolid, con «una sinceridad, una valentía e incluso un apasionamiento» que recuerda bien Angulo. La mesa fue precedida y continuada por reuniones más informales, en las que fue germinando la idea de convocar a otras compañeras en Madrid para intentar algo conjunto que defendiera los intereses de todas. Y de esos y posteriores encuentros ya surgió CIMA, la Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales, fundada en 2006 y que agrupa en la actualidad a más de doscientas socias, convertida en un muy influyente grupo que ha logrado una notable presencia en nuestro cine, a la hora de defender los intereses femeninos en, por ejemplo, la elaboración de normas legales o la denuncia de actuaciones que incumplen la vigente Ley de Igualdad.

De hecho, ya en su primera edición (1998) el Festival de Málaga había publicado el libro "La mitad del cielo. Directoras españolas de los años 90" (con edición a cargo de Carlos F. Heredero), donde, además de tres artículos teóricos, se recogían los testimonios de trece directoras. Entre ellos, el más resonante fue el de Icíar Bollaín, titulado sin rodeos ‘Cine con tetas’ y que comenzaba así: «La diferencia entre los hombres y las mujeres es que ellos son hombres y nosotras mujeres, básicamente. Ellos tienen cola, y nosotras no. Nosotras tenemos tetas, y ellos no. También tenemos más cintura, y ellos menos culo (algunos). Y aunque parezca muy obvio, cuando nos ponemos a hacer cine resulta que todo se complica, y entonces los medios de comunicación, es decir, los que cuentan (algo de) lo que pasa, se rascan la cabeza y nos preguntan, se preguntan: pero, ¿dos tetas ven lo mismo que el poco culo cuando miran por la cámara? ¿Se monta diferente una secuencia con la cola? ¿Qué le parece a la cintura la banda sonora? Dudas metafísicas, porque como todo el mundo sabe, no es lo mismo sentarse con un par de huevos entre las piernas que sin ellos, ya sea ante la moviola o en el Congreso de los Diputados…». Palabras directas, vive Dios.


Quince años después


60º Aniversario del Festival de Valladolid: La Semana plantea un espléndido ciclo titulado ‘Femenino singular’, cuya documentación figura tras este texto, con dieciséis películas pertenecientes a otras tantas directoras, cuatro de ellas españolas (Josefina Molina, Pilar Miró, Gracia Querejeta e Icíar Bollaín) y doce de diferentes nacionalidades: Andrea Arnold, Susanne Bier, Jane Campion, Doris Dörrie, Marion Hänsel, Agnieszka Holland, Deepa Mehta, Annette K. Olesen, Léa Pool, Sally Potter, Coline Serreau y Lone Scherfig. Todas ellas con la característica común de haber presentado sus films en el certamen y haber obtenido con ellos una fuerte resonancia, además de ser premiadas en numerosas ocasiones. Un panel de primerísima fila, al que todavía podían unirse otros nombres, como los de Margarethe von Trotta, Liv Ullmann, Naomi Kawase o Liliana Cavani. Porque la verdad es que Valladolid siempre ha sido un Festival donde no se ha ejercido ningún tipo de discriminación en función del sexo, tratando por igual a quienes estuviesen detrás de la cámara. En este sentido, cabe recordar que todavía en 1978 la citada Coline Serreau lograba por primera vez la Espiga de Oro para una mujer por su ¿Por qué no?, y que antes y después la alta participación femenina ha sido una de las señas de identidad de la Semana.

Pero lo que me interesa ahora es saber qué ha pasado en ese tiempo entre el Encuentro de Nuevos Autores de 2000 y esta muestra de 2015; qué ha sucedido en este arco temporal de quince años. Considero que lo que ha sucedido, tanto en el panorama español que antes he esbozado como en el más dinámico de carácter internacional, es que ya nadie se pregunta a estas alturas qué demonios hace una mujer dirigiendo una película, algo que todavía resultaba muy frecuente en el siglo pasado. En ese sentido, la situación se ha ‘normalizado’ socialmente, como tantas otras que afectan a la vida ciudadana y laboral del sexo femenino. Pero ‘normalización social’ no significa, en modo alguno, que no permanezcan arraigadas las injusticias y las diferencias en la profesión, hasta el punto de que la igualdad es un objetivo aún muy lejano.

Los números lo dicen bien a las claras. Según un estudio del Observatorio Europeo del Audiovisual, presentado el pasado año en Cannes, el porcentaje de directoras en todo el continente se situaba solo en un 16 por ciento, lo que muestra de forma nítida la desigualdad de la situación. Pero mucho peor estamos en España, con la mitad de ese porcentaje, cuando a la relativa ‘eclosión’ de los 90 ha sucedido un claro declive en la incorporación de las mujeres a las labores de dirección, y algo menos acusado en las de guion y producción. Dándose además la circunstancia de que muchas de las nuevas realizadoras lo hacen a través del documental, de costes financieros menos notables y, por tanto, de menor riesgo en la inversión.

Porque una constante del cine dirigido por mujeres es, en el contexto europeo y desde luego en el español, que casi siempre se les confían bajos presupuestos, por lo que tienen que echar mano de todo su talento y habilidad para, con menores recursos, competir de igual a igual con sus compañeros masculinos. Sigue dominando la desconfianza de que ellas sepan manejar una elevada cantidad de dinero y un equipo de un centenar de personas con la misma capacidad, conocimiento y dominio que ellos. Se suele decir que las mujeres prefieren las tramas intimistas, psicológicas o de relaciones humanas entre los personajes, pero habría que plantearse hasta qué punto eso no es consecuencia del tipo de relatos que deben afrontar con los reducidos presupuestos que manejan. Películas ‘grandes’ desde el punto de vista industrial o comercial difícilmente —salvo quizás en Estados Unidos en casos como el de Kathryn Bigelow— llevan firma de mujer.
El 'empoderamiento' de las cineastas

Pero vuelvo a formular la pregunta de qué ha sucedido en estos últimos quince años. Voy a resumirlo en una palabra muy querida por las feministas: ‘empoderamiento’. Las cineastas se han ‘empoderado’ de su papel dentro del mundo audiovisual donde lo que acaba contando realmente es el talento para expresarse en imágenes, provenga del sexo que provenga. No más complejos de inferioridad o actuaciones tímidas dentro de la profesión. Ya lo enunciaba muy bien Patricia Ferreira en el Encuentro de 2000: «Más allá de las reacciones machistas que todas hemos podido encontrar, más allá de desconfianzas basadas en nuestro sexo, hay fundamentalmente un factor que influye en esa dificultad. El factor de nuestra inseguridad, una inseguridad que nos lleva a no desear lo que realmente queremos, para evitar que nos lo nieguen. No nos atrevemos a decir en voz alta que queremos inventar, mandar, dirigir cine, porque demasiadas veces hemos visto la burla o el odio ante afirmaciones semejantes. No queremos sentirnos raras, diferentes, y dejamos pasar los años. Pero no queda otro remedio. Hay que vencer la inercia y ser audaces y perseguir lo que has elegido, sin ceder. Que nuestra presencia, constante, normalice la situación que no parece normalizarse a través de la racionalidad».

A esa ‘audacia’, a ese ‘no ceder’, a esa ‘normalización’, es a lo que cabe considerar ‘empoderamiento’. Es decir, la asunción de poder sobre las situaciones, sentirse capaz de abarcar la realidad y hacer frente a ella, dominar cuanto se necesita dominar para sentirse libres y con capacidad de transformación. Una fusión de voluntad e inteligencia que no es exclusiva de las mujeres; también han tenido que ejercerla otros sectores marginales, porque marginal ha sido —y sigue siendo en buena medida— la existencia femenina en el campo audiovisual. Menos perceptible en la actualidad, por fortuna, merced a ese ‘empoderamiento’ que crece día tras día.

De ahí quizá que las cineastas, siguiendo un camino que ya viene de atrás, se ‘atrevan’ tantas veces en sus películas con cuestiones que los cineastas no se lanzan a recorrer. En cuestiones sociales, políticas, sexuales o de pura interrelación personal suelen ser mucho más ‘osadas’, planteando a los espectadores una serie de interrogantes éticos y morales que atañen a su vida real. Probablemente, porque se han ejercitado en la superación de las dificultades y tienen ‘menos que perder’ a la hora de abordar determinados problemas. O, mejor, porque quieren responder, con un cierto desafío, a esa sociedad que tantas trabas les ha puesto para desarrollar su trabajo y no quieren andar con componendas o paños calientes.

Parte fundamental de ese enfoque de la realidad mucho más acerado es el tratamiento que ofrecen de los ‘roles’ femeninos. Desde luego, no en los términos habituales de mujeres sumisas y dolientes que se hallan sometidas al dominio de los hombres, sino reivindicando unos papeles que también se encuentran muy lejos de la ‘femme fatale’ que causa la destrucción de su compañero y amante o de la prostituta que habita con desmesurada frecuencia el ‘imaginario’ masculino. De hecho sus protagonistas, e incluso secundarias, femeninas acostumbran a ser mujeres que saben lo que quieren y buscan conseguirlo mediante la administración de una serie de recursos inteligentes, con un objetivo claro como punto final. No son personajes ‘casquivanos’, ‘caprichosos’, ni ‘atrabiliarios’. Son seres humanos, dotados de una sensibilidad bien trazada y de unos sentimientos concretos que no les impiden conocer cuál es su lugar en el mundo, cómo vivir la maternidad o afrontar la violencia machista, entre otros muchos aspectos. Y cómo relacionarse armónicamente con los demás, incluidas sus parejas (en el caso de que existan), con un sentido erótico y de las relaciones sexuales y familiares en el que predomina la igualdad, tan distinto a las que habitualmente ofrece el cine convencional.

Lejos de este enfoque se halla cualquier tipo de esquematismo: en las mejores películas de las cineastas —también las hay fallidas o mediocres, por supuesto—, las mujeres no son ‘las buenas’ por definición, como tampoco los hombres son ‘los malos’ por principio. Eso queda para las caricaturas del tema que estamos abordando, y si se ha dado en ocasiones, sería como respuesta elemental a los tópicos que predominaban en sentido contrario. Pero si nos fijamos en las películas que propone el ciclo de la Semana, veremos que en ellas lo que hay de común es, junto a ese atreverse a abordar temas no precisamente fáciles y la forma arriesgada de hacerlo, un tratamiento de los personajes femeninos muy sutil y diferente. O de los masculinos vistos bajo una mirada distinta, con frecuencia mucho más matizada y precisa, nacida de una óptica tan percutiente como conocedora de la verdad de las motivaciones humanas, ya sea en el contexto cercano o lejano en que estas se produzcan.
El género como identidad

Ello no debe llevar a pensar que el ‘cine de mujeres’ sea un género, a la manera en que lo entendemos en términos narrativos. No, el ‘cine de mujeres’ no es ni debe ser un género. Pero sí nace de una cuestión de género, del sexo femenino de quienes se hallan tras la cámara. Voces más autorizadas que yo han dejado constancia de ello: así, Barbara Zecchi, en su obra "Desenfocadas" (Icaria Editorial, 2014), afirma que «ignorar la diferencia de género corresponde a ignorar la discriminación que está en la base de esta diferencia». O la profesora María Castejón Leorza, que en su libro "Más fotogramas de género", editado por Siníndice este mismo 2015, señala que «el cine es una fuente privilegiada para el análisis de las construcciones de las identidades de género y las formas de relación entre estas porque permite, desde representaciones concretas de la realidad, diseccionar estas construcciones como no lo hacen las fuentes escritas, tendentes a la invisibilización. La categoría género aplicada al análisis de los discursos cinematográficos, por lo tanto, posibilita descodificar las relaciones de género que se construyen bajo unas determinadas claves de poder».

Volviendo a Barbara Zecchi, profesora en la Universidad de Massachusetts y una de las máximas especialistas en el tema, también merece tenerse en cuenta su valoración de que «la historia del cine ha ‘desenfocado’ la realidad femenina, al crear imágenes ficticias en la pantalla y, a la vez, borrar la presencia de la mujer detrás de la cámara». Razón de que se haya esforzado en rastrear esa ‘oculta presencia’ en las cinematografías de todo el mundo, demostrando que ni siquiera los nombres de numerosísimas cineastas que existieron han llegado hasta nosotros, con una decisiva proliferación en los albores del cinematógrafo, poco tiempo después de que fuese inventado.

Esa diferencia de género se traduce, por tanto, en un doble nivel: de un lado, la evidente del sexo de quien dirige el film y que puede prolongarse hacia quienes lo han escrito e incluso producido, de lo que se derivará —como ya hemos señalado— una mirada diferente sobre aquello que se narra. De otra parte, el tratamiento que se da a los personajes que, en el caso de las cineastas, suele huir, aunque no siempre, de los estereotipos femeninos creados por la mayoría de las películas y de las series de televisión. Luchar contra ellos se ha convertido en objetivo prioritario de las mujeres directoras en sus realizaciones y, consecuentemente, de las especialistas que, como las dos recién citadas u otras como Pilar Aguilar o Fátima Arranz (por mencionar solo a españolas) han teorizado sobre la cuestión.

Pero sería un grave error deducir de esta ‘cuestión de género’ cualquier signo de uniformidad. No es así, sino todo lo contrario: las obras de las cineastas se caracterizan precisamente por su diversidad, por revelarse como profundamente distintas unas de otras, ya sea en el tipo de historias elegido, el género narrativo en el que cabe inscribirlas, el estilo aplicado a ellas o hasta el carácter de investigación formal que en ocasiones aparece. En este aspecto de la variedad, no hay diferencias con las obras creadas por los directores. Cada film es consecuencia del espíritu de su autora o autor, en el caso de que se adscriban a esta acepción, o al de la industria cinematográfica o televisiva que los produce, que impone sus criterios por encima de la personalidad concreta de sus realizadores. Tampoco aquí valen demasiado los esquemas o las generalizaciones, porque cada título o es un prototipo creativo o pertenece directamente a una cadena de producción, tanto en el caso de que venga firmado por un hombre o una mujer.

Más pertinente, y en nombre de esa diversidad, es plantear la interconexión entre la realidad y la ficción, entre la vida y la obra, en el caso de ambos sexos. En un reciente artículo en ‘El País’, Juan José Millás lo resumía con claridad, y solo tendremos que trasladar su contenido desde la literatura al cine para valorar su significado: «La literatura y la vida son territorios autónomos, incluso cuando aceptemos en toda su extensión la idea de que la literatura es una metáfora de la realidad o no es nada. Como territorios autónomos, cada una tiene sus propias leyes. Así, la realidad es la comarca de lo contingente, entendiendo por contingente aquello que puede pasar o puede no pasar, sin que sea posible saber por qué pasa o no. En un texto literario, en cambio, todo lo que suceda debe ser necesario». Si en efecto la literatura o el cine son metáforas de la realidad, habrá que concluir que esas metáforas son muy distintas, e incluso contrapuestas, en el caso de las y los cineastas. Y si vamos a ‘lo contingente’ y ‘lo necesario’, no tenemos más remedio que recordar al alcalde de Amanece, que no es poco interpretado por Rafael Alonso, cuando los vecinos le aclamaban por ‘ser necesario’… Tan ‘necesario’ (es decir, que no ‘puede pasar o no pasar’) como que las mujeres prosigan aceleradamente por su camino de expresarse en imágenes ante la sociedad que las contempla y de y en la que han nacido.
'Femenino singular'

Por todo lo que antecede, los espectadores del ciclo ‘Femenino singular’, de la 60 Semana de Cine de Valladolid, tienen la ocasión privilegiada de constatar directamente este hecho de la autoría femenina y de la diversidad que acabo de mencionar. Domina, como no podía ser menos en la Semana, el cine europeo, con una especial presencia del danés por medio de Susanne Bier (Freud’s Leaving Home, 1991), Lone Scherfig (Wilbur se quiere suicidar, 2002) y Annette K. Olesen (Lille Soldat, 2008), que comparten un peculiar sentido del realismo en su enfoque pormenorizado de las relaciones humanas. Una cineasta más figura en el bloque español, compuesto por Josefina Molina (Función de noche, 1981), una película avanzada a su tiempo, un ‘docu-drama’ revelador; Pilar Miró (Werther, 1986), que actualizó la tragedia romántica de Goethe para realizarla entre sus etapas como directora general de Cine y de Televisión, y dos óperas primas: Una estación de paso, de Gracia Querejeta (1992), y Hola, ¿estás sola?, de Icíar Bollaín (1995), que marcarían su muy valiosa trayectoria posterior.

Dos cineastas inglesas aparecen en la selección, de estilo y características muy opuestas. Porque mientras en Cumbres borrascosas (2011) Andrea Arnold aplica una mirada casi naturalista a la novela clásica de Emily Brontë, diferenciándose nítidamente de otras adaptaciones anteriores, Sally Potter se introduce con Ginger & Rosa (2012) en el mundo de la adolescencia, situando su historia de compañerismo en el Londres de los primeros años 60. El sentido de la aventura exterior e interior siempre resulta patente en la filmografía de la belga Marion Hänsel, y así sucede en Entre dos mares - Li (1995); y aventura dramática también, pero de signo muy diverso, es Olivier, Olivier (1992), de la polaca Agnieszka Holland, donde asistimos a la transformación de un niño que había desaparecido a los nueve años. Nada que ver con el sentido agridulce de Cerezos en flor (2008), para la que la alemana Doris Dörrie parece haberse inspirado en aquellos maravillosos Cuentos de Tokio, de Yasujirō Ozu; ni con la abierta comedia sentimental sobre un ‘ménage à trois’ descrito por la francesa Coline Serreau en su segunda película, ¿Por qué no? (1977).

Marchando hacia latitudes más lejanas, encontraremos felizmente en Australia a Jane Campion, cuyo Un ángel en mi mesa (1990) traza de forma tan poética como implacable la difícil existencia de la escritora Janet Frame. Y en Canadá, tanto a Deepa Mehta, de origen indio pero emigrada a este país, que en Sam & Me (1991) aúna relato de amistad con ‘choque cultural’ entre sus comunidades de adopción y de nacimiento; como a Léa Pool, que vuelve a mostrar en Emporte-moi (1999) la extrema sensibilidad de la que siempre hace gala quien es, al tiempo, una excelente documentalista.

Pocas ocasiones habrá como la que ofrece la Semana de ver reunido tanto y tan diverso talento, por si hubiera necesidad de demostrar una vez más la creatividad de las mujeres detrás de la cámara. Hoy nadie en su sensato juicio se atreve a ponerla en cuestión, pero solo las cineastas saben hasta qué punto les ha resultado arduo conformar esta realidad diferente. Para llegar a la cual —cabe insistir de nuevo— nada les ha sido regalado, sino todo lo contrario, y pese a que todavía falta mucho para lograr el equilibrio en numerosos países, incluido España, donde la evolución de sus sociedades, de las que el cine siempre es producto y espejo, todavía no ha alcanzado ese umbral de justicia. La lucha continúa.


Sostenía Marco Ferreri que «el futuro es mujer», e incluso así tituló una de sus películas. Aunque siempre he sospechado que bajo esta frase, de apariencia generosa y positiva para el sexo femenino, se escondía una cierta aspiración machista: sí, el futuro será para las mujeres, pero mientras estemos en el presente, y siempre lo estamos, sigamos disfrutando del dominio de los hombres…

Las cineastas participantes en la Mesa Redonda de 2015. Foto: Leticia Pérez. 

(Texto publicado como introducción al programa del ciclo "Femenino singular" de la 60 Semana Internacional de Cine de Valladolid, octubre de 2015). 

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