(Texto de la intervención en la Mesa Redonda sobre “Fotografía
y Prensa en la Transición: Imágenes y líderes políticos”, incluida en el
seminario sobre “Carisma e imagen política”, celebrado en la Casa de Velázquez,
de Madrid, el 12 y 13 de junio de 2014).
Escribía hace unos días Juan Goytisolo en “El País”: “La labor aperturista de la inolvidable
revista “Triunfo” y la del semanario “Cambio 16” (a las que cabría añadir
otras publicaciones, en especial “Cuadernos para el Diálogo”) fueron un soplo de aire fresco en la cerrada
atmósfera que prevalecía desde el final de la Guerra Civil”. Goytisolo
hablaba también en ese artículo de las editoriales, del nacimiento del propio
“El País” y, en general, de una cultura que despertaba su conciencia crítica en
los estertores del franquismo.
Evidentemente, y aunque quizá no esté bien que lo diga
alguien que formaba parte de su Redacción, “Triunfo” (a la que se dedicó un
importante simposio en esta misma Casa el 26 y 27 de octubre de 1992) supuso un
punto de referencia para quienes militaban en esa resistencia, hasta el punto
de que llevarlo en la mano se convirtió en “santo y seña” de que eras un
compañero a la hora de participar en las manifestaciones contra el Régimen. La
iconografía de las portadas de “Triunfo”, con lo que significaban de imagen de
la revista e imagen de la realidad, habían tenido dos hitos fundamentales: la
que sobre fondo íntegramente negro y la única palabra Chile informaba sobre el
golpe de Estado de Pinochet contra Allende en septiembre de 1973; y la que sin
título alguno (quizá un caso único en la Prensa escrita) reflejó el atentado
contra Carrero Blanco de diciembre de ese mismo año con una fotografía a toda
página que recogía la marcha del furgón mortuorio por la Castellana madrileña.
Como es sabido, “Triunfo” no hablaba directamente durante el
franquismo de la situación política española: lo hacía de forma indirecta,
incluso metafórica a veces, con grandes informes sobre ámbitos generales de
tipo social o económico, sobre aspectos culturales en los que incidía la
represión de forma determinante, o sobre cuestiones que se daban en otros
países y a través de las cuales cabía establecer paralelismos, comparaciones o
disonancias con cuanto sucedía en nuestro país. En todo caso, las cuatro
páginas de la sección “Hemeroteca”, a las que mi compañero Diego Galán y yo
mismo aplicábamos “técnicas de montaje” inspiradas en clásicos cinematográficos
de la materia como Eisenstein o Pudovkin), recogían lo más significativo que se
había escrito en otras publicaciones, resumiendo así los “puntos fuertes” de la
actualidad inmediata.
El semanario dirigido
por José Ángel Ezcurra y con Eduardo Haro Tecglen como “cerebro gris” adoptó
tal estrategia para sortear los vericuetos de la Ley de Prensa establecida por
Fraga Iribarne. Era un método casi inevitable frente al poder franquista, lo
que no impidió que la publicación de “Triunfo” fuese suspendida en diversas
ocasiones. De hecho, la muerte de Franco nos cogió cerrados por orden
gubernativa…, y no pudimos salir a la calle hasta un par de meses después.
A lo largo de la transición, “Triunfo” no contribuyó
demasiado a la iconografía de los líderes que iban surgiendo. Por supuesto,
había fotos acompañando a las entrevistas que se les hacía o a los reportajes
en que se hablaba de ellos, con claro predominio de la izquierda, pero no puede
decirse que, por ejemplo, portadas o imágenes a toda página contribuyeran a
mitificación alguna. No era su estilo. Y se dedicaba también espacio, contra lo
que hacían la mayoría de revistas de la época, a los partidos situados a la
izquierda del PC (MC, PT, ORT…), cuyos líderes eran prácticamente desconocidos
para buena parte de la población. Era más el texto que la imagen lo que
predominaba en todos los números de “Triunfo”, entre otras cosas porque había
mucho que contar, debatir, reflexionar u opinar por escrito. Se daba, eso sí, paralelamente,
un fenómeno de acumulación de imágenes por la cantidad de revistas,
especialmente semanarios, que proliferaron durante la Transición, la mayoría de
ellos de vida muy efímera.
Nacida en 1978 como una escisión de “Triunfo” (una escisión
equivocada, vista desde la perspectiva del tiempo transcurrido), y siguiendo
con mi experiencia personal, el semanario “La Calle” ya adoptó otros aires, si
se quiere más impactantes gráficamente. En ella sí había grandes imágenes, con
portadas que tenían a Adolfo Suárez (tan denostado entonces por la izquierda y
hoy tan glorificado: hasta el aeropuerto de Madrid lleva ya su nombre) y a los
ministros de UCD como grandes protagonistas, pero siempre con un titular muy
definitorio que les sometía a objeto de crítica. Habíamos pasado de que “hacer
política” era condenable, como quería y propugnaba el franquismo, a una
hiperatención hacia los hechos políticos.
Pero la construcción iconográfica de un líder no se consigue
de la noche a la mañana: piénsese en lo que costó lograrlo para el hoy abdicado
Juan Carlos I, lo que no se hizo realidad hasta la noche del 23F, o lo que
probablemente costará hacerlo con Felipe VI. En la práctica, fueron Felipe
González y Adolfo Suárez los que obtuvieron un claro predominio en este terreno
mediático, con predominio de la televisión en la única entonces existente y en
las vallas y paredes durante los procesos electorales. Mientras que Manuel
Fraga representaba todo lo contrario: cada vez que aparecía en un medio de
comunicación, su popularidad descendía varios grados…
Con la perspectiva del tiempo, creo que efectivamente fueron
Felipe González y Adolfo Suárez (el de UCD, no el del CDS) los únicos iconos
personales de la transición. A ellos habría que unir, paradójicamente, a
Enrique Tierno Galván, al que se llamaba con cariño “el viejo profesor”, quien, por edad, físico y maneras, tenía todas
las papeletas para ser ignorado por la mayoría. Por el contrario, piénsese lo
que sucedió con Leopoldo Calvo Sotelo, personaje honesto y respetado pero cuya
grisura acabó dominando su breve periodo de presidente del Gobierno, aun cuando
provenía del entusiasmo popular por la democracia nacido tras el fallido golpe
de Estado del 23 de febrero de 1981, en cuyo desenlace jugaron un papel tan
positivo los medios de comunicación.
Cabe, entonces, preguntarse qué es lo que determina la imagen
de un personaje público concreto, hasta qué punto la aparición continua o
frecuente de su figura determina su conversión en un icono político, en un
líder. Llevando la cuestión al periodo de la Transición española, habría que
convenir que ello se produce cuanto más alejada se percibe esa figura de las
que habían dominado España durante cuarenta años y, sobre todo, de su máximo
representante. El pueblo quería “caras nuevas”, que fuesen radicalmente
distintas a las que antes rigieron el país. Si siempre produce una cierta
incógnita el por qué determinadas personas conectan con los demás (piénsese en
las “estrellas” de cine, televisión o música “pop”), qué genera la empatía
entre los que ejercen un influjo concreto y quienes lo reciben, en política ese
principio todavía está más condicionado por una serie de cuestiones ideológicas,
educativas e incluso de la práctica diaria.
Siempre hay en el mito del líder, del ser carismático, del
que arrastra a las masas, un componente fundamental de religiosidad, de
necesidad de seguir a alguien que te lleva por el camino correcto, ya sea hacia
el cielo o hacia la felicidad. La Transición española no fue una excepción a
ello, incluso se acentuó con la necesidad de romper con un negro pasado. Y, en
ese sentido, la imagen, las imágenes, resultaron fundamentales para que esa
“comunión” se produjera. Nada más expresivo en este aspecto que la foto de
Felipe González y Alfonso Guerra en una ventana del Hotel Palace de Madrid la
noche de las elecciones de 1982, saludando a sus entusiastas votantes en la
Plaza de las Cortes y que ha quedado como todo un símbolo de esa etapa.
La segunda parte de mi intervención deseo dedicarla brevemente
al cine español, que aportó solo una relativa dosis de imágenes al proceso. Si
algo caracteriza al cine español de la Transición es el concepto de “recuperación”.
Recuperación de la Historia antes falseada, de una ética que la Dictadura había
enterrado, de una moral que el nacional-catolicismo había pervertido, de todo
un conjunto de prácticas sociales que se habían desvirtuado hasta el infinito…
Recuperación, en definitiva, de la memoria histórica en todas sus dimensiones.
El cine español lo hizo desde el documental (en el periodo más fértil del
género junto con el actual), pero también desde la ficción, porque ya se podía
hablar en libertad –la Censura estatal había desaparecido en 1977– de temas,
situaciones y personajes que antes estaban prohibidos. Cabe citar, como ejemplos,
“Caudillo”, de Basilio Martín Patino, en cuanto reflejo directo del dictador; o
“El desencanto”, de Jaime Chávarri, en lo que tiene de profundización, y
desmontaje, de una institución básica durante el franquismo como fue la familia.
Título este último que, además, dio nombre enseguida a una sensación colectiva
que se mostraba en desacuerdo con aquella “ruptura pactada”…
Pero nuestro cine no busca mitificar a líderes políticos de
la Transición, salvo quizá al Rey Juan Carlos en los noticiarios, imitando pero
en mucha menor medida a como el NO-DO había hecho con Franco. Otra cosa es la
televisión, no ya con los planteamientos oficialistas de TVE, sino incluso con
series como “La Transición”, narrada por Victoria Prego, prohibida durante el
periodo de la UCD pero ampliamente difundida al llegar el PSOE al poder. Volviendo
al cine, dos son los documentales que mejor han mostrado ese periodo: “Informe
general”, de Pere Portabella, y “Después de…”, de Cecilia y Juan José
Bartolomé, cuyo metraje en buena parte se dedicaba a los nostálgicos del
franquismo, a aquellos “poderes fácticos” (como se decía entonces) que se
empeñaban en poner palos en las ruedas de la democracia. Y habría que esperar
bastantes años hasta que Manuel Martín Cuenca hiciese un doble documental
centrado en Santiago Carrillo y Manuel Fraga mediante profundas entrevistas con
uno y otro.
Durante la Transición, el cine español se empeñó más en
reconstruir un pasado dramático –la República, la Guerra Civil, la posguerra,
el franquismo– que en las imágenes de un presente para cuya ficción le faltaba
perspectiva, más proclive, en todo caso, a la urgencia y la inmediatez del
documental; con mención especial para aquellos que se hicieron con carácter
militante, herederos de los que habían surgido en la clandestinidad. Pero los
iconos, las imágenes de los líderes de esa etapa, no le pertenecen, sino que
nacieron desde los medios de comunicación en su conjunto y, más allá, desde la
necesidad de un pueblo por crear un tiempo nuevo y diferente, que le alejase de
los fantasmas que perturbaron su existencia a lo largo y ancho de cuatro interminables
décadas.
Sin embargo, contra lo que se ha mantenido en diversas
ocasiones, hay que “romper una lanza” por el cine español de la Transición, ese
cine de la “recuperación” que antes citaba. Muchos exigieron en su día que
naciera un movimiento tan radical e innovador como lo fue el neorrealismo italiano
tras la II Guerra Mundial, pero las circunstancias sociales, políticas e
históricas eran plenamente distintas. Pese a lo cual, el cine español de la
Transición supone, visto hoy con perspectiva, uno de los momentos más ricos y
prolíficos en significados, estilos y sentido cívico de cuantos componen la
trayectoria global de nuestra cinematografía.
Finalizo por donde empecé, con una cita del diario “El País”,
cuyo titular de contraportada del 3 de junio, referido a una información de
Mábel Galaz, se ajustaba como un guante a cuanto estamos hablando: “El mensaje está en la imagen”, se decía
en él categóricamente, aludiendo a cómo se presentó el Rey Juan Carlos a los
españoles cuando anunció en TVE su abdicación. Tras él, se veía una foto suya con
don Felipe y la infanta Leonor, y otra con don Juan, conde de Barcelona. Por si
fuera poco, un gran cuadro a su espalda recogía la figura de Felipe V, primer
rey Borbón de nuestro país. Se transmitía así, paladinamente, la idea “fundacional”
de la continuidad de la línea dinástica de la monarquía. Dos banderas, una
española y otra de la Unión Europea, simbolizaban la existencia de un solo
país, sin escisiones, en un continente unido y compacto. Sobraban las palabras.
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