El martes 24 de abril de 2018 se celebró un Homenaje a Eduardo Rodríguez Merchán en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. Acto que sirvió también de presentación del libro "Pasión por la vida", al que pertenece el siguiente texto:
Escribo este texto,
este tan difícil y doloroso texto, en una soleada terraza mediterránea. Frente
a mí, el mar. Y recuerdo intensamente a Eduardo cuando decía que su ilusión,
cuando fuera mayor, se resumía en “ver pasar los barquitos por el horizonte”. Con
esta idea encabecé el prólogo a su espléndido libro sobre Bienvenido MISTER MARSHALL, que publicó en colaboración con Luis
Deltell y que supone un exhaustivo análisis de la película de Berlanga, donde
–entre otras muchísimas cosas– aclaraba cuál era el título “canónico”, que es
el que he citado así en homenaje suyo.
“El hombre que veía
pasar los barcos”, lo definía yo entonces. Pero no era verdad, nada había de
contemplativo en la actitud diaria de Eduardo. Todo lo contrario. Era una
persona que se comía a bocados la vida, que disfrutaba de ella incesantemente,
que siempre estaba lleno de proyectos y de ilusiones nuevas por realizar. No
había vez que nos viéramos que no tuviera algo que proponer, alguna iniciativa
que compartir y que resultaba lógico e inaplazable que lleváramos a cabo ya. Fluía
en él una auténtica catarata de ideas, casi siempre respecto al cine español y
sus diversas facetas y personajes (no por casualidad era Catedrático de la materia),
nacidas de una pasión por la imagen, ya fuera fija o en movimiento, que siempre
mantuvo.
Acabo de utilizar dos
palabras que creo que nos acercan perfectamente a Eduardo: “pasión” y
“compartir”. La pasión por cuanto hacía escapaba de sus poros, se convertía en
un “corpus” de palabras bien elegidas que convencían a los más escépticos o
desconfiados. Mejor que nadie, lo pueden testimoniar sus alumnas y alumnos, esa
pléyade de discípulos que le rodeaban y a quienes él apoyaba de manera
entusiasta, ya fuera en sus clases, sus direcciones de tesis o en simples
conversaciones alrededor de un café.
Y como consecuencia de
lo anterior, estaba el principio de “compartir”. A Eduardo nada le complacía
más que hacer partícipe de sus iniciativas a quienes sentía más cerca, más
próximos a su mundo. De ahí que la mayoría de su docena de libros los hiciese
en colaboración con otra persona de su confianza, porque sentía la imperiosa
necesidad de colaborar, de hacer juntos el trabajo, porque esa colaboración es
la que le motivaba y divertía para llevar a buen fin el proyecto en que se
había empeñado. Ahora soy yo quien puedo atestiguarlo, porque así nació el
libro “Miguel Mihura, en el infierno del cine”, que llevamos a cabo para el
Festival de Valladolid en 1990.
Fernando Lara y Eduardo Rodríguez Merchán, tras la presentación del libro "Miguel Mihura, en el infierno del cine"
Empleo una fecha, y me
asusto a mí mismo. ¡Han sido cuarenta años de amistad y de muy frecuente contacto,
personal y laboral! En un amplio arco de cuatro décadas, desde nuestro encuentro
en el semanario “La Calle” hasta el taller sobre Hitchcock que desarrollamos en
Fundación Telefónica a mediados de enero del pasado año, con el inolvidable
paso por la Semana de Cine de Valladolid, donde él fue Jefe de Prensa e
integrante del equipo de Dirección, cientos de vivencias, recuerdos y anécdotas
se agolpan en mi cabeza mientras las olas llegan mansamente a la orilla. Y son
viajes, excursiones, cines y teatros, comidas y fiestas tantas veces al lado de
nuestra querida Goyi, con “su Goyi”, que necesitaría de páginas y páginas para
simplemente evocarlo.
Y, salvo en momentos
muy puntuales y justificados, Eduardo solía llegar con su sonrisa, con su
actitud abierta a la realidad, con esa figura oronda entre sus admirados
Hitchcock y Welles. Como ellos, era un buen gourmet,
alguien que disfrutaba al máximo con una buena comida y una buena bebida, tanto
como podía sentirlo ante una película, una obra teatral o una ópera que le
complaciera verdaderamente. Gozaba de la vida, de todo aquello que le causara
placer, y así lo manifestaba al término de esas comidas o esas sesiones o de
una simple charla amistosa, porque necesitaba comunicar sus opiniones y
sentimientos y debatirlos con los demás.
Siempre he pensado que,
más allá de ideologías, de clases y religiones, el mundo se acaba dividiendo
entre quienes te facilitan la vida y quienes te la dificultan; entre quienes te
hacen más llevadero este tránsito a veces tan dificultoso y hostil, y quienes
te ponen palos en las ruedas para ver si te hundes en el marasmo. No hay duda,
no puede haber duda, de que Eduardo pertenecía a los primeros, y por eso su
multitud de amigos, el cariño que despertaba y que le hacía insustituible
cuando nos juntábamos a su alrededor. Siempre tenía la palabra adecuada, la
broma justa, el comentario más favorable para que nos sintiéramos a nuestro
gusto. Sin por ello descuidar una actitud intelectual, porque también sabía ser
reflexivo y ecuánime en sus criterios.
He visto morir
inopinada, brutalmente, a mis dos amigos más queridos en el curso de unos pocos
meses del pasado año: Juan Antonio Pérez Millán, en mayo, y Eduardo en julio…
Habíamos colaborado tantas veces, los veía con frecuencia, hablábamos a menudo
sobre mil cosas, incluso les pasaba mis artículos para que me dieran
sinceramente su opinión sobre lo que había escrito. ¿A qué compañeros pasaré ahora
este texto? ¿Quién de ellos me dirá si está acertado o no? ¿Cómo podré corregir
sus errores, paliar sus deficiencias o sentirme halagado cuando me decían que
estaba bien, que merecía la pena publicarlo? Me he quedado sin referencias
amistosas, como en un desierto de sensaciones y opiniones que no sé asumir. Y
no puedo evitar hacerme tantas preguntas, cuestionarme tantas cosas como la
pérdida, las pérdidas, siempre acaban motivando.
Contemplo ahora surcar entre
las olas esos “barquitos”, veleros, de pescadores o con pasajeros, que Eduardo
soñaba vislumbrar en un horizonte sereno y turquesa. Se lo comento a Goyi, que
está cerca de mí, y su comentario, entre lágrimas, no puede ser otro: “¡Cuánto
le habría gustado a Eduardo verlo!”. Sí, ¡cuánto le habría gustado!…
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