Un Festival de cine es una reunión aleatoria de películas que
coinciden en un determinado espacio y un determinado momento. Nada más las
agrupa, a no ser que se trate de un certamen especializado en un género
narrativo, por ejemplo, o en una zona geográfica. Pero si hablamos de una
muestra abierta, generalista, solo se debe a la coincidencia el que esas
películas se hallen al lado unas de otras. Razones de producción, fechas en que
se terminan, confianza en un Festival u otro, criterios de sus
seleccionadores…, nada hay en principio que las amalgame mínimamente. Y, sin
embargo, se puede llegar a ciertas conclusiones sobre lo que vemos en tan solo
unos días, como sucede con lo que acabamos de contemplar en Cannes.
No voy a abordar cuestiones industriales, de financiación o
de todo aquello que el cine posee de estructura económica. Sino a lo que “se
respira” bajo las imágenes, a aquellos pensamientos y sensaciones que cabe extraer
de cuanto nos muestran, a un cierto panorama de la sociedad contemporánea. En
este sentido, las películas –incluso las más anodinas en apariencia– son
siempre enormemente reveladoras, porque sacan a la luz preocupaciones y anhelos
que “circulan” por nuestro mundo. De manera consciente o inconsciente, esos
films resultan ser testimonios fidedignos de lo que nos inquieta, agrede u
obsesiona.
Quizá la principal fuente de tal malestar sea, en estos
momentos, el conflicto entre la vida real y la ficción que se asume para evitar
la presión ejercida por aquella. No se puede vivir impunemente una ficción,
sería la frase que resumiera tal problemática; y numerosas películas de Cannes
así lo han señalado, lo que revela una perturbación íntima que se extiende a diversas
capas de la sociedad. El patente desequilibrio e insatisfacción de muchos de los
habitantes del mundo desarrollado no encuentra tampoco su solución en las
ficciones que inventa para evitarlos, y ya se sabe que el cine reúne y resume
bastantes de ellas a lo largo de casi 125 años de existencia.
La proliferación de zombies, fantasmas o seres irreales que
nos ha traído el certamen francés prolonga, asimismo, tal diagnóstico. La
mirada sobre nuestra realidad cotidiana ya no nos sirve para interpretarla y
entenderla; necesitamos un nivel subconsciente de comprensión, de donde surgen
criaturas terroríficas que se convierten en una clara prolongación de nuestros miedos
e incertidumbres. Porque no sabemos cómo resolverlos de forma consciente, hay que
pasar “al otro lado del espejo” para intentar reflejar el difícil mundo que nos
ha tocado en suerte.
Aunque, para seres lúcidos y comprometidos, siempre queda el
principio básico –recordado este año por Cannes– de que resulta mejor sufrir la
injusticia que cometerla… Es entonces cuando el cine cumple de verdad con su
finalidad de conciliar nuestra mirada con nuestros más profundos deseos.
(Publicado en "Turia" de Valencia, junio de 2019).
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