Daniel Guzmán, con Luis Tosar, en el rodaje de "A cambio de nada"
El triunfo en Málaga de Daniel Guzmán con su “opera prima”, A cambio de nada, pone de actualidad el
tema de los actores que se pasan a directores. Sobre todo, porque en la misma
edición del certamen andaluz otro tanto sucedía con Leticia Dolera y su Requisitos para ser una persona normal,
y Zoe Berriatúa con Los héroes del mal.
Nada nuevo, podría decirse, porque la Historia del cine está llena de casos de
famosos intérpretes que se pasan al otro lado de la cámara, desde Chaplin, Charles
Laughton, Vittorio De Sica o Laurence Olivier, pasando por Fernando
Fernán-Gómez, Marlon Brando, Clint Eastwood, George Clooney o la mismísima
Angelina Jolie. Tampoco se trata de un fenómeno que afecte solo al actual cine
español: ahora mismo hay en cartelera dos películas, El maestro del agua y Lost
River, que suponen el debut en la dirección de Russell Crowe y Ryan Goslin.
Y en el próximo Festival de Cannes Natalie Portman presenta Una historia de amor y de tinieblas, y
la francesa Maïwenn, Mon Roi.
Cabe preguntarse, entonces, por qué se da esta circunstancia,
por qué un buen día un actor o una actriz deciden pasar a la realización,
dirigiéndose a sí mismo o solo a otros. Cuando lo hace un guionista, también un
caso bastante frecuente, se dice que es para superar la frustración de ver sus
textos no bien llevados a la pantalla. ¿Sucede lo mismo? ¿Es para ofrecer en
imágenes facetas o aspectos interpretativos que otros no han sabido dar? Puede
darse, pero no cuando renuncian a autodirigirse. ¿Es que su fama les permite
poner en pie proyectos con mayor facilidad que quienes parten sin detentar ese
previo conocimiento público? También es posible, pero, por ejemplo, Daniel
Guzmán ha declarado que, pese a su popularidad televisiva, ha tardado diez años
en lograr hacer su primer largometraje, incluso tras haber ganado en 2003 la
Espiga de Oro de la Semana de Valladolid con su excelente corto Sueños. Diferentes, en profundidad,
deben ser los motivos: creo que tienen que ver con el desarrollo de la
creatividad, del deseo de expresarse más allá de la elaboración de un personaje
ajeno, de controlar –como hace todo buen director– el proceso íntegro que
conduce y preside la elaboración de una película. En definitiva, sentirse autor
en el pleno sentido de la palabra y no solo un vehículo, por importante que
sea, de cuanto alguien distinto idease.
Ya me he referido en varias ocasiones (y no solo yo, por
supuesto) al “misterio del actor”, a ese fascinante proceso por el que unas
determinadas personas deciden, venciendo muchas veces su inseguridad y su
timidez, a ponerse en la piel de los otros. No esta lejos de ello la tendencia
a situarse tras la cámara, como la clara pero involuntaria confesión de que,
así, rompen con su sentimiento de ser artistas de alguna manera incompletos.
(Publicado en "Turia" de Valencia, abril-mayo de 2015).
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